Me doy cuenta de un montón de
cosas inútiles: la mosca que se posa en el cuaderno de un man sentado en una
mesa. Trabaja. Habla por teléfono (el man). Nada raro. Esto pasa en una
fracción de segundo (la mosca en el cuaderno) Nadie se da cuenta de eso, solo
yo. Si le preguntaras al tipo después si una mosca se posó en su cuaderno seguramente se extrañaría ante la pregunta. Después diría que no, que no se acuerda, porque no querría hacer el esfuerzo de recordar una trivialidad de ese tipo o a lo mejor no se acordaría ni haciendo el esfuerzo.
Habla de inventario, de no sé qué. “Eso es lo que tenemos que mandar” dice su compañera de trabajo mientras le pasa el computador que se turnan para mirar tablas en una hoja de cálculo. Hay otro tipo en otra mesa. Parece chino. Muchos
rasgos de chino menos el color. Mestizo, medianamente calvo y rapado, con
barba. Sonríe mucho. No sé si los chinos sonríen mucho o no. Tiene orejas
afiladas como de murciélago. Se parece a Confucio. Todos los chinos se parecen
de algún modo a Confucio.
Apenas hoy me vengo a dar cuenta
de que el decorado es el de un salón de clases, el de una escuelita: siluetas pixeladas del sistema óseo y del sistema circulatorio, protegido su pudor por los pixeles. Y por supuesto el abecedario con un diseño de
muy buen gusto, como esas ilustraciones hechas para niños por artistas de alto
vuelo. Y pupitres y representaciones del átomo y de la fórmula de una molécula.
Es una escuela quien lo duda. Y es a esta escuela que viene el chino que a lo mejor no es chino o que sus
padres son chinos, o que tiene ancestros chinos o en quien son más visibles los
ancestros chinos porque a lo mejor todos tenemos genes de chino. Y el joven y la joven que trabajan juntos
haciendo inventarios. Y la ejecutiva pelirroja con cara de niña que habla una y otra vez por teléfono, vigorosa, veloz, acerca de toneladas y miles de metros cúbicos de materiales de construcción. O el
señor de oficio indescifrable que teclea de continuo en un computador –en casi todas las mesas hay abierto uno o varios computadores portátiles.
La mayoría de la gente viene a la escuelita a trabajar: algunos al aire libre, otros en el salón; uno que otro de recreo por el gusto de jugar con palabras, de contarse cosas, de escuchar, de contemplar a la persona que le gusta mientras habla, haciendo cara de tímido, chorreando una baba imaginaria, poniendo todo su interés en los labios que le cuentan historias de amigos, de la familia o del trabajo.
La mayoría de la gente viene a la escuelita a trabajar: algunos al aire libre, otros en el salón; uno que otro de recreo por el gusto de jugar con palabras, de contarse cosas, de escuchar, de contemplar a la persona que le gusta mientras habla, haciendo cara de tímido, chorreando una baba imaginaria, poniendo todo su interés en los labios que le cuentan historias de amigos, de la familia o del trabajo.
También está una chica de
vestido, pelo y tatuajes negros que le entrega una copa envuelta en papel
al hombre con el que conversa.
Y está el tipo sentado en un pupitre, tomando café, preguntándose por qué diablos escribe las cosas que ve si nadie lo ha mandado, si nadie le paga.
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