Usted no durmió bien porque tal vez los del piso de arriba se pasaron la noche tirando alfileres al piso –tiene usted esa hipersensibilidad que cualquier cosa, si es que logra dormirse, lo despierta–, o porque hizo mucho calor o porque simplemente tiene usted esa mala costumbre de no dormir. Más de una vez, cuando dudaba si enojarse cabalmente porque a lo mejor se le espantaba el poco sueño que todavía confiaba tener, una de las neuronas diseñadas para preocuparse, la más hiperactiva, despertó a sus compañeras y las animó a resolver asuntos que no era el momento de resolver:
–A ver, entonces, ¿Cómo vamos a
hacer con los gastos del mes, con el arriendo, con el trabajo que quedó
pendiente?, ¿Cómo vamos a ajustar esas cuentas para que den, cómo vamos a resolver
al fin lo de la tesis de la maestría? recuerden que el asesor dijo que la pregunta
de investigación es falsa, o carece de todo interés, no me acuerdo…
En fin que usted empezó a darle
vueltas a las cosas, o mejor las cosas empezaron a darle vueltas como cuando en
las caricaturas le dan un palazo a un personaje y unas estrellitas empiezan a girarle
alrededor de la cabeza, pero, por fortuna, el murmullo de sus pensamientos, en
un momento dado, sin que se diera cuenta le arrulló y se volvió a dormir.
A las tres y cinco de la mañana un
“no” apareció en su cabeza; no puede ser, se dijo, porque la vejiga consideró
que era un buen momento para descargarse, y usted sabe muy bien que su vejiga
no es de las que se aguantan; no quiso que volviera a relajarse como esa vez en
que, ya hombre o mujer derecho o derecha, se orinó en la cama y no supo si reír
o avergonzarse y le tocó inventar alguna excusa creíble para justificar la
volteada del colchón: que hay que cambiarlo de lado cada año, dijo usted cuando
se lo preguntaron, fingiendo suficiencia científica.
En resumen, pasó una noche de
perros aunque hace mucho que el dicho no le parece veraz porque ha podido
constatar, una y otra vez, cómo su perro duerme, sin excepción, todas las
noches a baba suelta. Ya quisiera usted dormir como su perro, se dice, que
parece tener tan poca necesidad de sueño, que no se molesta cuando despierta,
que tiene la fortuna de dormir de día, que nunca parece faltarle ni el sueño ni
la vigilia.
Después de apagar el despertador
del celular en la mañana durmió cinco minutos más y después de esos cinco
minutos otros cinco más y después media hora hasta que llegó el momento preciso
de llegar tarde al trabajo si bien su oficina por estos días queda en el
comedor y puede llegar, no en tren, automóvil o taxi sino en chanclas, a lo
mejor las de su pareja porque por alguna extraña razón no puede encontrar las
suyas que, como constatará más tarde, están siempre en su lugar.
Se levantó como un resorte a
sabiendas de lo malo que es eso y sin bañarse y sin cambiarse, se arrastró hasta
el computador como lo hacen los zombies, los híbridos humanos o cualquier tipo
de monstruo humanoide, con las manos estiradas, haciendo ese sonido que hacen
las chanclas que es como una palmada en los talones.
Sin sentarse pero bostezando de
la manera menos glamorosa posible, el pelo revuelto como un nido de pájaros,
presionó el botón de encendido del computador y tomó el camino a la cocina para
hacerse un café. Caminó un poco, estiró las manos, volvió a bostezar e intentó
hacer a un lado esos pensamientos difusos de la mañana, tal vez una canción
oída en sueños –avisos de publicidad incluidos– o alguna palabra sin sentido
como “elefandro”.
Cuando calculó que el café ya estaría
listo se dirigió a la cocina para comprobar que no, que no estaba listo porque,
una de tres, olvidó echarle el agua, olvidó echarle el café, o en lugar de la
cafetera conectó la licuadora, o todo junto.
Cerciorado o cerciorada esta vez
del correcto funcionamiento de la cafetera, se rascó la nalga por debajo de la
piyama y escuchó con odio el ominoso taraaaaá de la cortinilla de Windows. Con
la decisión de supervisar el fin del proceso del café lo sirvió al final, regó un
poco sobre las paredes del pocillo y se sentó en la mesa del comedor sin saber todavía
por dónde empezar o continuando el trabajo que no alcanzó a terminar el día
anterior a pesar de que se quedó haciéndolo varias horas más del horario
laboral, esto quien me lo paga, nadie, refunfuñó, y siguió con su labor.
Como la telereunión de
teletrabajo no podía faltar tuvo que arreglarse la cara a sabiendas de que debajo
de las pantallas de los asistentes medraban el calzoncillo, el calzón, la
piyama rota, a lo mejor el alma rota pero no nos pongamos dramáticos, y observó
que todos se fingían una lucidez y una energía que envidiarían el Dalai Lama y
el gurú histriónico de los cursos de marketing del Facebook juntos, aunque es
cierto que uno de los asistentes de la reunión siempre tiene esa energía –todos
sospechan que es un robot conectado al mismo tomacorriente del pc– porque a esa
hora habitualmente ya ha trotado, ha hecho pilates (sus pilatunas, dice, en el
colmo de la ridiculez), ha ido a la clase de yoga, de inglés y de hebreo y ha
barrido y trapeado la casa ¿Este qué mete para tener tanta energía? se
preguntan mentalmente todos, y a continuación: no se lo deben aguantar en la
casa.
La reunión fue de nuevos
problemas, cosas que ya se habían hecho y que había que volver a hacer porque a
alguien le pareció a última hora que no estaban bien y usted rezó un rosario de
improperios dentro de su mente que tomaron la forma de una sonrisa complaciente
en su cara maquillada a la carrera (si usted es mujer o si es un hombre con
gustos vanguardistas). Sí, claro, no hay ningún problema, qué más iba a decir. Por
lo menos ya tengo chicharrón para el almuerzo, se consoló con una melancólica broma.
Terminada la reunión colgó e hizo
el desayuno mientras deseó que alguien lo hubiera preparado y se lo hubiera
llevado a la cama antes de todo el voleo.
Siguió trabajando hasta la hora de
almuerzo y otra vez volvió a desear que alguien se lo hubiera preparado. Se
demoró una hora haciéndolo, quince minutos comiéndolo y treinta lavando los
platos que se resisten a mantenerse limpios y que al parecer, mientras usted no
los vigila se ensucian obedeciendo las leyes de una progresión exponencial.
Almorzó y dejó los platos en la
poceta sabiendo que a la hora de la comida le iba a tocar lavar, si todavía
tenía aliento, las dos tandas. Se lavó los dientes y nuevamente se presentó la hora
de una nueva reunión o de seguir con el trabajo que regularmente ambientan el
timbre del teléfono, los golpes incesantes de la construcción de al lado, el
vendedor de aguacates que a juzgar por su potencia podría promocionarlos desde
su propia casa, o la campanilla del whatsapp que anuncia consultas de los
compañeros de trabajo o citas extra laborales que tendrá que cumplir –si es que
no trabaja los sábados– el sábado o
cualquier otro día de la semana a expensas de su hora de almuerzo.
Al final de la jornada, que se prolongó,
como el día anterior y el anterior al anterior y uno de los días del fin de
semana, un poco más, usted se sentó, apagó el computador y entonces ya tuvo tiempo
para castigarse por no haber hecho ejercicio, no haber cultivado conocimientos adicionales,
leído uno de los diez libros que se supone que tiene que leer al año y no haber
desarrollado un nuevo emprendimiento para obtener recursos adicionales como el
compañero de los pilates que además de trabajar en la empresa tiene dos
negocios por internet y es voluntario en la perrera municipal.
Volvió a hacer la comida, comió,
revisó el celular, rió con los memes y los videos de rigor, consultó su suerte
a las estrellas, a los signos zodiacales, a los ángeles, conversó un rato, lavó
los platos, lavó la ropa, sacó la basura, le dio comida al perro –que no había
sacado a pasear y se la pasó todo el día aruñando la puerta–, y se dijo que
ahora sí iba a dormir, deseo frustrado por el paradójico exceso de cansancio
que suele impedírselo.
Intentando más tarde quitar una
arruga de la sábana de la cama, al fin, se desmayó o creyó desmayarse y ahora duerme,
no se sabe si plácidamente, pero duerme al fin y al cabo.
Lo único que va a diferenciar
esta noche de las otras es que esta vez al escuchar el taconeo de la vecina de
arriba, va a abrir el cajón del nochero, va a sacar el revólver que compró en la prendería y se va a dirigir
con él, arrastrando los pies, hacia la puerta de salida.
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