Se sentó en el excusado. Sin libros o revistas para leer se ocupó de contemplar el rollo de papel higiénico que estaba encima del lavamanos. Azul. El lavamanos. Recordó a Faulkner: Si miras algo atentamente termina por volverse interesante.
Primero vio el rollo en conjunto —el bosque, no el árbol—, y notó que el extremo libre de papel se torcía diagonal sobre el rollo. Le pareció un bonito detalle, como en los hoteles en donde una camarera se ocupa, por una miseria, de cuidar detalles de ese tipo. Imaginó el papel higiénico de la casa de la camarera; no muy chick. Después enfiló hacia los detalles: el rollo estaba lleno de puntitos. Diseño, pensó. Y a continuación descubrió, como una revelación, como esas imágenes computarizadas que se ven al rato después de mirar a cierta distancia, que había flores. Papel higiénico con puntitos y flores diseñadas. Se alegró. Pensó en qué otras maravillas se esconderían detrás de la ceguera de la costumbre: la lavadora; cantaba su monótono y rítmico traqueteo. Compases de cuatro por cuatro: tac tac tac tac, tac tac tac tac... Tenía ya la banda sonora del papel higiénico; flores y tac tac tac… Celebró la luz —sutilmente oscilante, aunque más rápida que la lavadora— y salió del baño haciendo gestos de director de orquesta, guiando el tempo de la lavadora. Lo esencial es invisible a los ojos, se dijo recordando una de las miles de presentaciones de power point que había recibido de Johnbo.
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