Un café espresso, una soda, un paquete de malboro rojo de diez… Acuérdate de mí. Se lo dijo como una súplica. Las veces anteriores lo habían dejado abandonado, con el pedido en la boca, ilusionado, pensando que su pedido iba a llegar, que era verdad, que era una ley, que al hacer el pedido se entendía que iba a ser dado, pero no había sido así.
Las otras veces era solo un espresso. Ni siquiera consultaba la carta que en ese café parecía una especie de biblia, una especie de cuadernillo, de librillo, de cuajar… Una carta tan larga, con diseños tan profundos y filosóficos que uno se perdía entre tanta información. Le faltaba un índice, pensaba.
Había pedido un café espresso otro día. Se fue. Nunca se lo trajeron. Volvió al mes y a los cinco minutos de llegar le dijeron: su café… Qué velocidad –pensó–… solo cinco minutos, ¡y no he pedido nada!… Era el mismo café que había pedido un mes antes.
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