Después empieza a causar fastidio
entre sus vecinos. Es el único del barrio que no pone el equipo de sonido a
todo volumen. No discute airadamente con su esposa y/o hijos, nada.
Cuando los vecinos hacen sus
fiestas con vallenatos a todo volumen a altas horas de la noche, encuentran que
el vecino no hace ningún ruido, ni siquiera va a quejarse aunque a veces le
suben un poco más el volumen para provocarlo, para generar en él algún sonido.
Preocupados, llaman a la policía. Les perturba el silencio del vecino. A la
policía le parece sospechoso. Llegan en su patrulla que ulula a todo decibel. Tocan
a la puerta del vecino. Este abre la puerta. El policía con la libreta en la
mano le espeta el protocolo. El tipo escucha y asiente. A la pregunta sobre si
es mudo responde negando con la cabeza. El policía le advierte ‒levantando el
dedo índice‒ que en lo sucesivo haga más bulla, usted sabe, el bien común por
encima del bien individual…
El vecino no hace caso de la
advertencia y se enterquece en su silencio. Pero las cosas empeoran. Ahora su
silencio empieza a ser contagioso. La señora que se queda en la casa todo el
día de pronto le baja un poco el volumen a Cristal Estéreo. A la semana ha
dejado de oírla por completo. El televisor sigue el mismo comportamiento. Solo se
admite la vibración de la nevera. El marido de la señora también empieza a ser
más silencioso. Al principio habla más bajo, solo lo necesario. Después la casa
vecina empieza a hacerse tan sospechosa como la casa del vecino silencioso. Los
demás vecinos empiezan a rumorear pero, cosa curiosa, empiezan a rumorear en un
tono más bajo del habitual. Siguen rumoreando para no perder la costumbre y se
empeñan, cada vez más a su pesar a subir el volumen de radios y televisores. Pero
esto solo dura un par de semanas. Radios, televisores y megáfonos se van
silenciando paulatinamente. Inclusive, cosa que llama la atención de los medios
de comunicación (que ninguno de los vecinos utiliza a no ser por la prensa
cuyas páginas pasan con el mayor sigilo posible) los automóviles, camiones y
motocicletas que pasan por los dominios del barrio se silencian. Los conductores
y pasajeros apagan motores y empujan los vehículos a lo largo de la cuadra que
ocupa la manzana. Los únicos que hacen
caso omiso de la peste silenciosa, son los pájaros que en cambio cantan a todo
pulmón, parece que compensan el ruido de otros lugares, parece que ya no cantan
sino en el par de manzanas.
Después son tres manzanas las que
sucumben al silencio. Nadie llama a la policía. Los teléfonos se han convertido
en un adorno interesante, en una especie de nostalgia inconsciente.
Pasados dos meses el vecino se va
de la casa, la devuelve a la inmobiliaria. Sin que él lo sepa, todos se reúnen y
hacen una fiesta de despedida a la que no lo invitan. Hacen un baile. Los pájaros
se encargan de la música.
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