martes, 8 de septiembre de 2015

PERRO

Perro. Peludito, de esos perros que parecen de inmediato raza callejera, gris, con manchas negras de melanina o de mugre. Perro de barbas presumiendo de intelectual en espontáneas asambleas de basurero, perro que a fuerza de mucho condicionamiento operante aprendió a fumar la pipa como había visto que lo hacían algunos humanos mientras velaba sus mesas en la cafetería de manteles de cuadros rojos.

Perro callejero, y sin embargo, tierno. Los niños callejeros se ponían felices pues a su casa había llegado un perro nuevo. Un perro gris–negro que en sus momentos de pegamento parecía una nube que parecía un perro. Lo bautizaron con el nombre de nube. Nube gris, a punto de llover. Y en verdad que llovía a chorros, llovía sobre los hidrantes y sobre las paredes dejando su firma de grafitero efímero.  

Hambriento, hábil en la selección de la basura. Los perros de basura no comen cualquier cosa. Perro. Gris, negro, peludo, sin bañar. Una vez se bañó y le gustó, pero no siempre estaba dispuesto a dejarse mojar por la lluvia, demasiado ácida para su gusto.

No era cierto que perseguía gatos. El perro gris, peludo, barbado, se metía por callejones cuyo destino desconocía, su olfato de curiosidad insaciable lo llevó a recorrer una buena parte del mundo. Hay tanto que oler…

Un día se encontró una perra que no era gris, peluda, de barba –la barba le parecía un atributo demasiado masculino–, una perra de pelo corto, con manchas cafés y grandes. De no saber que se trataba de una perra por los delicados efluvios de su trasero, a vista compleja, a vista borrosa, se diría que era de la raza Holstein.

Se encontró con la perra en la esquina del hidrante número cuatro. Y fue muy respetuoso. No pasó de las olfateadas corteses que se obsequian los perros. No intentó, como se piensa erróneamente proponerle una intimidad o una extimidad amorosa. En cambio se ofreció a llevarle los paquetes, una bolsa raída de parva que había obtenido en un basurero exclusivo del norte.

Les pareció que hacía un buen día para hacer un pic–nic, o en su jerga, un dog–nic, a la sombra de un casco de vaca. El dog–nic no duró mucho. De un solo trago apuraron las almojábanas con hongos que los llevaron a hacer un viaje hacia su interior. Se vieron en otras vidas y descubrieron que la multiplicidad de vidas no es asunto exclusivo de gatos. Así el barbudo gris se vio acompañando a Gengis Kan y la holstein se vio en una vida muchísimo anterior, como una loba que corría con mujeres.

Después se vieron como palomas en el atrio de una iglesia y ensoñaron que les tiraban pedacitos de pan, maíz, de vez en cuando una piedra perversa. A veces perseguidos por perros, qué ironía.
Con las lenguas afuera, jadeantes, patas arriba, se calentaron con un rayo de sol que entonces les pareció un rayo extraterrestre que les abducía las pulgas y la mugre.

Nunca soñaron con tener dueños, los perros saben bien que nadie es dueño de nadie. Cuando volvieron en sí ladraron un poco para aclarar la garganta de tanto silencio y ladraron como ellos lo hacían no con esa pobre onomatopeya de humanos analfabetas en la lengua canina. Se despidieron con la cortés olida de traseros y cada uno rumbo a sus respectivos callejones. 

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