Perro. Peludito, de esos perros
que parecen de inmediato raza callejera, gris, con manchas negras de melanina o
de mugre. Perro de barbas presumiendo de intelectual en espontáneas asambleas
de basurero, perro que a fuerza de mucho condicionamiento operante aprendió a
fumar la pipa como había visto que lo hacían algunos humanos mientras velaba
sus mesas en la cafetería de manteles de cuadros rojos.
Perro callejero, y sin embargo,
tierno. Los niños callejeros se ponían felices pues a su casa había llegado un
perro nuevo. Un perro gris–negro que en sus momentos de pegamento parecía una
nube que parecía un perro. Lo bautizaron con el nombre de nube. Nube gris, a
punto de llover. Y en verdad que llovía a chorros, llovía sobre los hidrantes y
sobre las paredes dejando su firma de grafitero efímero.
Hambriento, hábil en la selección
de la basura. Los perros de basura no comen cualquier cosa. Perro. Gris, negro,
peludo, sin bañar. Una vez se bañó y le gustó, pero no siempre estaba dispuesto
a dejarse mojar por la lluvia, demasiado ácida para su gusto.
No era cierto que perseguía
gatos. El perro gris, peludo, barbado, se metía por callejones cuyo destino
desconocía, su olfato de curiosidad insaciable lo llevó a recorrer una buena
parte del mundo. Hay tanto que oler…
Un día se encontró una perra que
no era gris, peluda, de barba –la barba le parecía un atributo demasiado
masculino–, una perra de pelo corto, con manchas cafés y grandes. De no saber
que se trataba de una perra por los delicados efluvios de su trasero, a vista
compleja, a vista borrosa, se diría que era de la raza Holstein.
Se encontró con la perra en la
esquina del hidrante número cuatro. Y fue muy respetuoso. No pasó de las
olfateadas corteses que se obsequian los perros. No intentó, como se piensa
erróneamente proponerle una intimidad o una extimidad amorosa. En cambio se ofreció
a llevarle los paquetes, una bolsa raída de parva que había obtenido en un
basurero exclusivo del norte.
Les pareció que hacía un buen día
para hacer un pic–nic, o en su jerga, un dog–nic, a la sombra de un casco de
vaca. El dog–nic no duró mucho. De un solo trago apuraron las almojábanas con
hongos que los llevaron a hacer un viaje hacia su interior. Se vieron en otras
vidas y descubrieron que la multiplicidad de vidas no es asunto exclusivo de
gatos. Así el barbudo gris se vio acompañando a Gengis Kan y la holstein se vio
en una vida muchísimo anterior, como una loba que corría con mujeres.
Después se vieron como palomas en
el atrio de una iglesia y ensoñaron que les tiraban pedacitos de pan, maíz, de
vez en cuando una piedra perversa. A veces perseguidos por perros, qué ironía.
Con las lenguas afuera,
jadeantes, patas arriba, se calentaron con un rayo de sol que entonces les
pareció un rayo extraterrestre que les abducía las pulgas y la mugre.
Nunca soñaron con tener dueños,
los perros saben bien que nadie es dueño de nadie. Cuando volvieron en sí ladraron
un poco para aclarar la garganta de tanto silencio y ladraron como ellos lo
hacían no con esa pobre onomatopeya de humanos analfabetas en la lengua canina. Se despidieron con la cortés
olida de traseros y cada uno rumbo a sus respectivos callejones.
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