viernes, 28 de septiembre de 2018

IN THE MALL

La gente es también una especie de paisaje.

El ruido es doloroso. Los operarios de la empresa de sonido golpean, para desarmarlo, un altísimo marco metálico que se usa para sostener luces, bafles y adornos. Después llevan las piezas –parecen grandes escaleras–, a un camión. Todo hombre enfrentado a un objeto que lo supera en tamaño parece un enano.
Un tipo con dos cachorros de raza pequeña entra a la plazoleta. Uno de los fornidos operarios de la empresa de sonido, al verlos, se enternece: los acaricia, pregunta cómo se llaman, de qué raza son, cuenta que él también tiene una perrita.  
Un observatorio de gente. El centro comercial es también un observatorio.
El centro comercial alberga un gimnasio de una franquicia reconocida; por eso desfilan hombres y mujeres en lycra, tenis y camiseta que van o vienen al o del gimnasio… 
Un viejito encorvado se pierde en las fauces de la escalera eléctrica.
Una jovencita sube detrás del viejito multiplicando su velocidad sobre los escalones en movimiento.
Una niña de vestido naranja habla para sí misma, para el aire. Su papá, que viene unos pasos adelante, se detiene para que ella lo alcance. Algo le dice.

miércoles, 8 de agosto de 2018

LOS HÁBITOS Y EL ARTE

Al menos un hábito tengo en la vida. Bueno, tal vez más, pero quizá el más sagrado sea el de lavar los calzoncillos mientras me ducho. No es un hábito antiguo. Es relativamente reciente pero ha logrado arraigarse. Que se necesitan veintiún días para fijar un hábito, dicen.

Es una de mis felicidades ver que, sin importar las condiciones –si estoy triste, aburrido, contento, si estoy somnoliento–, el hábito siempre se verifica. Algunas veces pienso –por una fracción de segundo– en la posibilidad de obviarlo o aplazarlo, para bañarme más rápido si estoy de afán, o por pura y simple rebeldía; por esa tendencia que tenemos a decir ¡qué va,! por ese placer de desdeñar la costumbre o la ley y decir ¡Ah, hoy no voy a hacer esto!... Pero siempre termino lavándolos. Es lo que llaman la fuerza del hábito: dejar de hacerlo no es nada grave, pero es algo que simplemente se hace, tal vez porque uno no quiere dañar un récord.

Después de lavarlos los cuelgo en un tendedero, una estructura de varillas, fija en la pared, que se extiende y encoge como un acordeón y que vista desde arriba se ve más o menos así: IIIII. Pero no los cuelgo de cada varilla individual, doblegados, como si hubieran quedado exhaustos y vencidos a medio camino de pasar una barda, sino de tal manera que hacen un puente entre varilla y varilla. El aire circula con más facilidad entre sus fibras y se secan más rápido.

Cuando hay varios, unos cinco o seis -tengo uno para cada día-, me detengo a contemplarlos: parecen leopardos perezosos, las patas colgando, acostados en la rama gruesa de un árbol ¡Me parece tan bonita mi simple y diaria obra de arte!... 

lunes, 18 de junio de 2018

UN ENSAYO

Esto no es fácil; a veces se experimenta una particular forma del dolor, un sentimiento de futilidad, de vergonzosa pérdida de tiempo.

Pero otras veces, entre línea y línea, surge algo: un chispazo, una conexión con cosas que uno no sabía que tenía por ahí en sus mientes inconscientes y que termina generando un sentimiento de unidad, una  felicidad (efímera, sí, pero al fin y al cabo felicidad). Es como si esa cosa indescifrable que se siente encontrara un modo de expresarse -que hasta terapéutico será–. 

A lo mejor, o seguro, ese chispazo es la razón por la cual uno decide arriesgarse entre la producción creativa y el sentimiento de futilidad, a sabiendas de que no se sabe, de que en general nunca se sabe nada.

miércoles, 6 de junio de 2018


Recuerdo que me gustaba mucho sincronizar el reloj con el del “06”; que los segundos coincidieran. Había que llamar varias veces para lograr “coger” a la “muñequita” –como le decían algunos– cuando fuera en cero: por fortuna la muñequita decía los segundos de diez en diez.

Era toda una experiencia sincronizar el reloj con el servicio de hora de la empresa telefónica.

Siempre me gustó medir, contar, sincronizar. Especialmente el tiempo.

Creo que lo heredé o lo aprendí de mi papá. También a él le gustaba medir, contar, contabilizar.

Hay un texto cómico en el que se comparan los diversos signos del zodiaco. Se hace referencia a la pasión de los virgo –era el signo de mi padre– por medir y controlar situaciones. El texto se pregunta cuántas personas del mismo signo se necesitan para cambiar un bombillo. En el caso de virgo, dice, se necesitan cinco: uno para cambiar el bombillo, otro para tomar nota sobre la hora en que el bombillo se dañó, otro para registrar la hora en que se cambió, otro para determinar quién fue el responsable de que se hubiera fundido y  otro para dejar por escrito de cuántos watts era el bombillo.

Los relojes digitales me recuerdan mi niñez, mi carácter, y de paso me recuerdan a mi padre, a quien también le gustaba mucho medir.

Cómo es que detrás de cada cosa hay un recuerdo…

Cómo es que es imposible agotar los recuerdos. Cuando crees que ya no vas a recordar nada más, por olvido, o porque crees que ya no hay más recuerdos, ¡zas!, aparece uno que te vincula con la niñez, con el padre, los hermanos, la madre…

Y esos recuerdos te traen emociones: nostalgia o tristeza, a veces dolor. Y bueno, también alegría a veces.

miércoles, 9 de mayo de 2018

MARTÍNEZ


Era “querido” desde Pedrito, desde que jugaba con piedras, bichos y esqueletos de bichos. Su apellido, Martínez, parecía predestinarlo a ser oficinista: Martínez, como los ángulos filosos de un escritorio notarial. Su padre, un Martínez que combinaba a la perfección con muebles viejos, antiparras y maletines no parecía guardar nada de la secreta etimología de su apellido: Marte, dios de la guerra, Martillo, herramienta contundente. Martínez, llamado por su apellido y subordinado.
Martínez podía generar cariño o indiferencia pero nunca, jamás, odio. Ni podía esperarse que él mismo lo experimentara hacia alguien. Martínez era un buenazo; bien peinado, cumplidor de su deber, el tipo de persona que nunca se sale de la raya, que nunca cae en los extremos...
Por eso sorprendió la súbita locura de Martínez. A nadie le cabía en la cabeza como es que había dado en un comportamiento “tan poco Martínez” como ponerse a bailar de súbito, sin orden ni concierto, nunca mejor dicho, al principio, de manera casi imperceptible hasta para él mismo, un pie zapateando debajo del escritorio, y de pronto el talón alternado con la punta, y unos movimientos sutilísimos del cuello que se sumaban al zapateo, al principio silencioso pero cada vez más decidido y más cadente, los labios con el aire una suavísima percusión, los dedos soltándose de la máquina de escribir para apoyarse en la mesa y en un solo movimiento poniéndose de pie para dar algunos pasos, todavía muy Martínez, confundibles con un breve y justificado desplazamiento en busca de un folio, una fotocopia un dato… hasta que la señora vieja de bolso y pelo morado que hacía fila para un trámite de sucesión no pudo negarse a la mano que se le extendía pidiéndole bailar una pieza inaudible, al menos fuera de la cabeza de Pedro Martínez, Aunque, de todos modos no puede asegurarse que los tangos cantados hace miles de años no vivan en el ambiente porque nada realmente se agota (aunque después de un rato la señora sí) o que los teclazos de las máquinas no marcaran un ritmo disimulado, clandestino al que Pedro obedecía mientras guiaba a la señora, ya entregada, por entre los escritorios de sus colegas, rompiendo la fila de autenticaciones, de escrituras públicas, y haciendo torcer el camino a la empleada de oficios varios que trapeaba para entonces el piso. 
Ese podría haber sido un hecho aislado, anecdótico, que hubiera pasado desapercibido si no es que Pedro hubiera seguido con relativa frecuencia interrumpiendo sus labores con los folios para pararse y dar unos pasos, algunas veces de tango como aquella vez, y otras veces de bailes exóticos como la Matruschka rusa, la Salsa caribeña y hasta unos movimientos de Ballet.

En la cabeza de Martínez apareció este pensamiento involuntario: «Voy a dar vueltas como un loco que espera en la sala de un psiquiatra» y se puso piernas a la obra: caminaba en círculos pequeños cuyo radio iba ampliando paulatinamente logrando espirales; cuando la espiral se encontraba con las sillas y las paredes de la sala de espera, se desplazaba en línea recta, cambiaba su centro y empezaba a describir nuevas espirales. Otras veces se limitaba al círculo. Iba de la espiral al círculo. Las suelas de caucho chirreaban en el piso recién encerado. Después de unos minutos sacudió la cabeza como sacudiéndose un estado mental y volvió a su sitio junto a la señora de mirada paralítica y al señor (o señora) con traje, corbata y maletín que rebotaba las piernas en el piso, miraba el reloj, tomaba y dejaba una revista y volvía a mirar el reloj.
Por su parte Pedro ojea una revista vieja, imagina la entrevista,
Yo no quiero contradecirlo doctor… –el psiquiatra en cuestión es Pedro Andersen– Martínez estaría dispuesto a reconocer que si el doctor Andersen dijera que estaba loco entonces era porque estaba loco, no sería capaz de discutirle al doctor con todo su conocimiento sobre un tema que él apenas ha pensado ocasionalmente y sin duda no a causa de los sucesos recientes en la notaría.  Pero si me lo pregunta.
–si no se trata de eso Pedro, puedo llamarlo Pedro? Sabe disocia. ¿disocia qué? Pedro no sabe qué significa disociar, desconoce la jerga, tanto como el doctor desconoce la jerga de las notarías… tal y tal, y las certificaciones, jerga de notaría.
No hombre, quiere decirle Pedro, pero no quiere traspasar las fronteras de la abstinencia técnica, le ha caído, como a la mayoría de gente, bien al doctor si no se trata de eso Pedro a veces lo que pasa es que mínimamente … cómo decirlo… un tipo que trabaja como usted en una notaría y de pronto… se pone a baila…
– ¿A qué doctor?.
–A bailar…
–¿Bailar?,
No tenía idea de que esto le sucedía. Sí, era cierto que una vez recuperaba su estado normal sacudía la cabeza sentía que algo había pasado pero era incapaz de decir qué, una sensación, y la constatación aunque no sin cierta duda de que sus colegas y los clientes de la notaría lo miraban con cierta extrañeza mal disimulada. Pero Pedro no tenía, no sabe si es que le parecía o que efectivamente la gente lo miraba. De todos modos la gente se encontraba haciendo y tenía la necesidad de hacer sus trámites y tampoco quiere ser demasiado explícita, la conducta social ante quien realiza un acto socialmente inapropiado o poco común.  Pedro no sabía si realmente lo estaban mirando o al él le parecía. Sí podía constatar la aceleración del ritmo de su corazón y el sudor como si hubiera corrido un par de cuadras, y cierta difusa sensación de haber sentido algo bueno, como cuando unos está contento y no sabe por qué es que está contento, sabe que hay un motivo pero no puede recordarlo….
–¿Bailar doctor? ¿A qué se refiere usted?…
–En la notaría, ¿no lo recuerda?
Pedro se ve sorprendido y alcanza a pensar que se trata de una broma de sus compañeros de la oficina aunque él no es tipo de ese tipo de confianzas y por lo tanto no muy dado a las burlas, a las chanzas, a ese tipo de cosas. Se diría que pedro Martínez desconoce el humor porque el humor tiene una algo de irrespetuoso, de mala educación… sin ser demasiado rígido Martínez… pero descarta la posibilidad, no es de bromas con sus compañeros y de todos modos sus compañeros son personas, la mayoría mucho más adultos que él, una señora, Gladis, de esas de gafas con estilo gatúbelo y un collarín pegado a las gafas que paulatinamente ha ido cogiendo el mismo olor de la notaría, una mezcla de madera vieja, perfume y cigarrillo porque intenta, sin éxito, tapar el perfume con el olor a los cigarrillos de los descansos un perfume de persona de mayor edad,  y está todavía Bertulfo, un funcionario que trabaja en la notaría desde que se abrió y que era compañero de su padre, no, no creía que podría tratarse de una broma de sus compañeros, y menos del señor notario que vivía bastante ocupado y que no era del estilo de intimar con sus subalternos más de lo necesario y mucho menos de permitirse la intimidad de hacer un a broma. Pedro está convencido de que no se trata de una broma ni de un programa de esos de la televisión en los que hay una cámara escondida… piensa entonces que efectivamente le ha pasado algo, el doctor se ve suficientemente serio como para estarle haciendo una broma…
¿Bailar?... pero qué cosa tan extraña si pedro Martínez nunca ha bailado. Nunca bailó en las fiestas de su juventud. Su sentido de la armonía y el orden no le permitían exponerse a bailar porque lo había intentado y cada una de su piernas parecía tener autonomía individual así que había abandonado la intención de hacerlo sin ningún tipo de violencia, simplemente con la aceptación de quien no puede distinguir los colores o tiene una deficiencia visual, nada demasiado grave y que acepta su limitación sin mucho drama porque si algo no era Pedro Martínez era dramático.  
descarga la revista en la mesita y se retira afuera de la sala donde lo recibe una calle poco transitada en cuya esquina una señora vende cigarrillos y dulces dispuestos ordenadamente en un carrito de bebé. Lleva una gorra vieja con un logotipo blanco a medio borrar. Al frente prospera una panadería. El olor del pan y de los pasteles recién horneados se impone sobre el humo de las chimeneas, y el hollín adherido a las aceras, a los muros, a los pulmones.

En la sala de espera del psiquiatra la empleada de oficios varios contempla las huellas de Pedro en el piso. Se le parecen a esos diseños que –vio en la televisión–, hacen los extraterrestres en los trigales. 

miércoles, 28 de marzo de 2018

EL CORAZÓN


El corazón es el que más sufre porque reacciona a todo. Es bastante sensible. Se encoge con mucha fuerza, intenta reducirse a su menor expresión. Es como si el corazón quisiera implotar, replegarse sobre sí mismo, hacer una especie de big bang invertido...

A propósito, dicen que eso es lo que va a suceder un día con el universo; que después del final de su expansión, empezará el proceso contrario. Ying yang... el universo es como un pulmón que se infla y se desinfla o también como un corazón que hace sístole y diástole…

Sí. Eso es. Es lo que intenta hacer el corazón: implotar… pero claro, como no tiene la suficiente fuerza, entonces permanece lo más agazapado posible. Y de pronto se empieza a asomar, como un niño que se asoma desde debajo de la mesa a ver si ya todo pasó, si ya todo está bien, y como le parezca que ya todo ha pasado, empieza a relajarse y a volver a su tamaño natural y a sentirse bien consigo mismo. A latir, flexible, a conectarse con la respiración.

El pulmón y el corazón se sincronizan como si fueran dos músicos, y ahí todo es armonía, un jazz orgánico… Los pulmones se empiezan a relajar: también las costillas, y los huesos que protegen el pulmón… y el tórax… y el pecho… 

Y se empieza a disfrutar el hecho de vivir; lo que equivale a vivir porque no disfrutar la vida es sinónimo de no vivir.

lunes, 22 de enero de 2018

EN EL "MONDA Y LIRONDA"

No es que el ruido disminuya sino que cambia su forma. Ahora es un parloteo indiferenciado de mujeres hablando, platos chocando, murmullos inidentificables. Una niña–niño–bebé quejándose.

–Oiga señor…  El internet no está funcionando…  –le dice al mesero con dulzura absoluta la muchacha de ojos y pelo y cejas negras largas como sombreros de ala ancha.

En otra mesa dos tipos se sonríen.

Una joven con un águila tatuada en el pecho se va al baño. Mientras la espera, su compañero o amigo se frota la barbilla con el dedo y ejecuta ese gesto entre ansioso y placentero de zapatear en el piso.

Algo muy rápido se cuela por los arbustos (una especie de pinos tupidos), tal vez un pájaro, que desordena las hojas del árbol (casi todo lo que se dice de los pájaros es poético o es bonito).  Una humarada se desprende del tipo que se reía y que ahora bosteza, un tipo con esa extraña barba sin bigote. La del pelo negro sorbe una taza gigante de algo que parece chocolate.

Las miradas que se cruzan los mirantes con los mirados, los miradores con los mirantes.

Las sensaciones en los pulmones.

La flaca del tatuaje hace un reguero al echarle café caliente al helado. El humo se deprende de su cenicero pintando siluetas efímeras en el aire.

El cielo aparece en escena. Un par de nubes sin mucha forma. Se parecen a los dibujos del humo. Los ojos muy abiertos de la negra que espera al camarero –conociendo este café se sabe que le va a tocar esperar bastante–.  Serísima operando su celular.

Hay gente que tiene una forma nerviosa de fumar, como la joven del tatuaje de pájaro o de águila. Podría hacerse un tratado de personalidad según la forma como la gente fuma. Esta coge el cigarrillo en un ademán rápido. Rápido lleva la mano al cenicero para cazar el cigarrillo, rápido se lo mete en la boca, rápido lo aspira, rápido exhala. No vale la pena fumar así, fumar de afán, fumar de prisa… es como si hubiera cierta culpa en ello, cierto temor de ser sorprendida por un ojo externo o interno. La pelada del tatuaje se ha calado unas gafas gatúbelas. 

–Ey parce háblame de ese tatuaje por favor…. Ustedes los tatuados no pueden pensar que pueden pasearse impunemente por el mundo exhibiendo sus dibujos, sin nadie los mire ni les pregunte por ese misterio…

La columna se endereza un poco. Toro sentado cruza los brazos sobre el pecho.  La tórtola –Zenaida auriculata– vuela de izquierda a derecha -en el sentido de la lectura- y aterriza en un muro.

Punto.

YA SE ABRE LA CAJA

Oscuro. Adentro. Estoy encerrado en esta caja y juro que no vi el palo ni la pita ni el cazador. Se está bien en esta cajita mientras tanto aunque ya sé que voy a morir, sea porque me utilicen directamente como alimento, o porque me tomen por mascota sin serlo. Me van a coger y me van a hacer pedazos; me van a cargar todo el tiempo ¡Si soy un viejo! Creen que porque soy pequeño soy como ellos, no pueden ver otra cosa que a ellos mismos. Me van a sobar y a sobar y a cargar y me van a dejar caer y no faltará quien me intente pinchar los ojos o deleitarse con mis reacciones de molestia o de fastidio que a los otros les hará gracia, hijos de puta, o querrán quererme pero su amor será tan invasivo, tal asfixiante que terminaré por morir también, o por su poca o nula responsabilidad me dejarán y me olvidarán como hacen con sus juguetes, así son ellos, y cuando pase la novedad dejarán de alimentarme y moriré a no ser que encuentre una buena oportunidad para escapar, algunos lo han logrado, en un momento de descuido, a total velocidad, y volver a casa, si no es que te han llevado muy lejos de tu lugar de origen y entonces tendrás que adaptarte a unas nuevas condiciones. Podrías adaptarte o no adaptarte. Algunos sobreviven, muchos sobremueren, porque estar en cautiverio no es vivir, es una especie de sobremorir...


¡Ya se abre la caja!... ya escucho la risa de los verdugos inocentes.