viernes, 4 de octubre de 2019

EL ARTISTA

El tipo, impecablemente vestido, está en su casa. El humo del tabaco asciende sinuoso por las vigas del techo. Toma un whisky. Mira por la ventana: los pájaros, las pequeñas flores amarillas que caen como hélices de los árboles.

¡Púmmmmmmm!… una explosión. Los vidrios de la ventana se quiebran, las porcelanas caen de las mesa del café, la lámpara de lágrimas oscila en el techo. El tipo baja las escaleras lentamente (está en el segundo piso). Abre la puerta de calle y se asoma. El humo negro y denso no deja ver qué ha explotado aunque sí deja oír los gritos de la gente, los murmullos, las conversaciones, las sirenas de las ambulancias y de la policía que se acercan desde lo lejos.

¡Bum! otra explosión, menos grande que la primera, y vuelan tejas, esquirlas de aluminio de las canaletas de un techo; huele a polvo, a sustancias químicas indefinibles. Un trozo de vidrio ha ido a dar a la pierna de una mujer que lanza gemidos de dolor.

Cuando el humo se disipa deja a la vista los restos de la casa del empresario de la multinacional.

Que no había nadie en la casa, informa un rescatista y se susurra que la explosión, demasiado uniforme para tratarse del caño del gas abierto o de un corto circuito, puede ser el producto de una venganza, de un chantaje, de alguien que ha querido enviar un mensaje de amenaza, de protesta, de reivindicación, pero el autor parece haber calculado el momento poco frecuente en que la casa estuviera vacía. No es un asesino.  

-¿Se encuentra bien? Le preguntan los bomberos que interpretan su indiferencia como efecto de un shock emocional porque contempla el cuadro como si fuera eso, un cuadro, un cuadro en una galería porque parecen no importarle los daños, el dolor ajeno, el ruido, el gesto, el despliegue vigoroso de los rescatistas, las pesquisas cuidadosas de los policías, las preguntas, las libretas, las cámaras de televisión…

-Señor ¿qué ha sucedido?…

No responde. Le vuelven a atribuir un shock y esta vez llaman a los paramédicos que lo recuestan en una camilla. Sigue sin hablar. Se lo llevan, se deja llevar, le examinan las pupilas, mi nombre es Carlos, cuántos dedos ve, cuál es su nombre… Sigue sin responder. Lo dejan acostado en la camilla provisionalmente esperando a que reaccione, hay otras personas que atender.

Al final de la tarde, excepto por la casa destruida, todo vuelve a la normalidad. Le quedan algunas partes inalteradas, un pedazo de cocina, los baños -el sanitario del empresario más poderoso de la ciudad, descubierto, como cualquier baño miserable de barrio pobre-, los cordones de la policía. El silencio retorna. La calma.  

Al mediodía del día siguiente los albañiles, los vidrieros y los pintores han restaurado la casa del tipo que vuelve a estar impecable. En la biblioteca del segundo piso suena música clásica, Brahms tal vez. El tipo enciende un tabaco, se sirve un whisky, contempla por la ventana los árboles, las pequeñas flores amarillas que caen como hélices, los pájaros…

¡Buuuum! Algo explota. 

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