viernes, 4 de octubre de 2019

EL GATO



De vez en cuando, a diferencia de los niños que le prodigan arrumacos violentos y de los visitantes citadinos que le dedican gestos hiperbólicos de devoción dirigidos a un lente real o imaginario, el tipo le soba un par de veces la cabeza al gato, masculla un sonido gutural y sigue su camino.

En las noches, probablemente en busca de roedores, el gato trepa al techo y con ruido notorio, desacomoda las tejas de la casa. El dueño de casa, a medias dormido, a medias despierto, se promete que al día siguiente va a tomar cartas en el asunto. Pero ¿qué puede hacer? ¿regañarlo?, ¿dedicarle un discurso? ¿golpearlo? No puede decir que el gato, aparecido un día cualquiera, sea suyo. De todos modos los gatos no tienen dueño ni obedecen órdenes. ¿Matarlo? no es para tanto; además, el gato controla la población ratonil. El tipo se da vuelta en la cama sabiendo que no va a hacer nada, que el gato va a seguir trepando al tejado cuando quiera y que cada tanto, cuando llueva, cuando las goteras, va a subirse al techo y maldecirlo.

Un día el gato desaparece. El tipo intuye que una misión suprahumana o suprafelina ha sido cumplida y que es menester que el gato desparrame tejas en otro lugar. Ha sido una pérdida limpia y sin dolor, aunque en las noches el tipo sigue despertándose a constatar el silencio de las tejas y vuelve al sueño sin soñar con el gato ni con nada que se le parezca.  

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