De vez en cuando, a diferencia de los niños que le prodigan arrumacos violentos y de los visitantes citadinos que
le dedican gestos hiperbólicos de devoción dirigidos a un lente real o
imaginario, el tipo le soba un par de veces la cabeza al gato, masculla un
sonido gutural y sigue su camino.
En las noches, probablemente en
busca de roedores, el gato trepa al techo y con ruido notorio, desacomoda las
tejas de la casa. El dueño de casa, a medias dormido, a medias despierto, se
promete que al día siguiente va a tomar cartas en el asunto. Pero ¿qué puede
hacer? ¿regañarlo?, ¿dedicarle un discurso? ¿golpearlo? No puede decir que el
gato, aparecido un día cualquiera, sea suyo. De todos modos los gatos no tienen
dueño ni obedecen órdenes. ¿Matarlo? no es para tanto; además, el gato controla
la población ratonil. El tipo se da vuelta en la cama sabiendo que no va a
hacer nada, que el gato va a seguir trepando al tejado cuando quiera y que cada
tanto, cuando llueva, cuando las goteras, va a subirse al techo y maldecirlo.
Un día el gato desaparece. El
tipo intuye que una misión suprahumana o suprafelina ha sido cumplida y que es
menester que el gato desparrame tejas en otro lugar. Ha sido una pérdida limpia
y sin dolor, aunque en las noches el tipo sigue despertándose a constatar el
silencio de las tejas y vuelve al sueño sin soñar con el gato ni con nada que
se le parezca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente, o es usted poco comentarista?