Unas veces hacía su aparición disfrazado con atuendos
absurdos, otras veces fingiendo escenas de películas, otras, haciendo
malabares. Para Joey, para Katherin y para Carmen se había convertido en un
ritual esperar a Robert en el bar y verlo llegar con esos números circenses
improvisados.
Sin embargo, cuando apareció con el ramo de rosas en la mano
y el sombrero de mago, Carmen entendió que esta vez el show del día era solo
una fachada; que las rosas eran para ella. Por eso su perversa sonrisa de
triunfo. Después de tantas sutiles insinuaciones –como la de descalzarse en el
bar–, Robert había sucumbido a sus encantos latinos. Lo que venía adelante, lo
conocía bien: Robert le pediría que abandonaran el lugar con alguna excusa,
irían a su apartamento y pasarían una salvaje noche de pasión.
Lo de Katherin era un poco más platónico. Hacía mucho tiempo
que estaba secretamente enamorada de Robert sin que éste hubiera dado jamás una
mínima muestra de interés. Recordó la infinidad de veces que había mencionado
su gusto por las rosas, especialmente por las rojas. Las flores, sin duda, eran
para ella.
Lo miraba y suspiraba. Evidentemente Robert era de los que
se tomaba su tiempo, cosa que para ella, chica de tradiciones, estaba muy bien,
pero el tiempo de espera, se decía Katherin, había terminado.
A Joey, por su parte, el truco de magia de la flores le
recordó su tiempo de secundaria, el castigo en el que habían aprendido, de una
revista, a hacer el truco. Esperaba celebrar con una risa el desenlace del
viejo y gastado truco, ignorando que las rosas eran para él porque Robert se
había decidido a declararle su amor -guardado en secreto desde la secundaria- y
que esperaba consumar, después del bar, con una salvaje noche de pasión.
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