–No sé… serían algo así como las
tres de la mañana... Me desperté y sentí una extraña necesidad de sentarme a
escribir…
Aunque solo le había sucedido una
vez había decidido consultar al psiquiatra. Y, no es que se creyera loco, claro
que no, pero las historias de locura en su familia, aunque remotas, no dejaban
de causarle alguna inquietud. Si en la política era conveniente ganar tiempo no
veía por qué no lo fuera en cuestiones de salud mental.
–¿Algún informe pendiente, algún
proyecto de ley, un artículo, un libro? –dijo el psiquiatra.
–¡Oh no, no! ¡para nada! Detesto
escribir. Le digo que sentía que tenía
que escribir, como si una fuerza… algo… no muy fuerte pero tampoco fácil de
dominar ¿entiende?... una fuerza me obligaba a permanecer sentado hasta escribir…
»“Idiota”…
–¿Qué dice?
–Digo que “Idiota” fue lo que
escribí después de treinta minutos de espera. Después sentí, ¡por fin!, que esa
misma fuerza que me había obligado a escribir, me liberaba.
–¿Ha estado bajo presión
últimamente… algún tipo de estrés...?
–¡Siempre hay presión y estrés
doctor! ¡Soy senador del Parlamento de los Estados Unidos! ¿Lo olvida?... Si
supiera las cosas con las que tengo que lidiar, las responsabilidades que
recaen sobre mis hombros... ¡Claro que hay presión, doctor!, ¡pero ese es mi
trabajo!... –y después un poco más calmado–: Perdone, pero no creo que se trate
de presión o de estrés. Debe ser otra cosa, no sé… algo más…
–Es probable –continuó el
psiquiatra– que esté usted autorreprochandose algún tipo de transgresión,
alguna omisión… no del todo consciente, por supuesto…
El senador guardó silencio un par
de segundos en los que, como hombre de poder descartó cualquier hipótesis, por
ínfima que fuera, alusiva a la locura. Algunos borrosos antecedentes de locura
en la familia –se reafirmó– no eran suficientes. Si llegó a dudar de su cordura
había sido tal vez por encontrarse en un estado de somnolencia. Por otra parte,
¿quién no tenía algún caso de locura en la familia? Si esa circunstancia
determinara la cordura no habría nadie cuerdo en el mundo. No. Estaba seguro de
que su salud mental era la de un roble, inclusive mucho mayor que la del
promedio ¡era un senador de la república por Dios!... y se despidió del
psiquiatra con un gesto diplomático y displicente.
Tal vez el asunto hubiera
terminado allí si la experiencia no hubiera seguido repitiéndose, si después de
la noche “idiota”, no hubiera venido otra “imbécil” y después otra “ridículo”...
Era extraño. Su razón le decía,
cuando escribía en sus nocturnas sesiones involuntarias, que lo escrito le era
ajeno, que no tenía nada que ver con él, y sin embargo, si atendía con más
cuidado sus reacciones sentía que la cualidad de lo escrito se le transmitía.
Así se sentía ridículo, o según el caso, idiota o imbécil.
Para acabar de ajustar –algo que
había callado al psiquiatra–, algunas noches tenía sueños mucho más confusos
que los sueños habituales: luces, formas, sensaciones imposibles de definir. Al
día siguiente, a punto de llenar el vaso con jugo de naranja, la palabra “extraterrestre”
apareció en su mente.
Más tarde, en una reunión de su
despacho, miró por la ventana y le pareció ver un brillo especial en el cielo, no
demasiado intenso y sin embargo diferente, imposible también de explicar. El
documental sobre el caso Roswell que había visto en la televisión la noche
anterior lo había hecho pensar en nuevas hipótesis. En el gobierno siempre se
hablaba a medias sobre la existencia de alienígenas, pruebas…
Fue su asesor más cercano quien lo
conectó con Starks, el científico que se presentó a su casa arrastrando una
maleta de viajero.
–Y… –le preguntó Starks una vez sentado en el sillón de la sala– ¿ha estado bajo mucha presión
últimamente?
–¿Usted también? –respondió el
senador con un tono de evidente desagrado.
–¿Qué?
–Digo… –respiró el senador–,
¿usted también es psiquiatra?
–Oh, no, claro que no, corrigió Starks,
pero no hay que ser psiquiatra para saber que la hipótesis “extraterrestre” es bastante
común en los delirios paranoicos. La policía existe, sabe, y sin embargo, hay quienes
juran que les persigue… Pero no he venido a cuestionar su salud mental; no es
esa mi ciencia.
Sin duda esa última declaración
del científico le dio al senador la confianza para contarle a Starks mucho más
que al psiquiatra:
–Estoy seguro de que no es algo
mental, ¿sabe? Me siento y sé que
estoy perfectamente bien. Creo que precisamente es por eso es que… es decir…
–¿Qué?
–Intuyo que he sido… elegido.
»Y no me refiero solamente a los millones
de ciudadanos que confiaron en mis capacidades para que vele por su bienestar y
por sus intereses. Siento que mi destino ha sido marcado para procurar grandes
transformaciones.
»Los extraterrestres. Sí. Ahora
estoy convencido de que se trata de extraterrestres. Estoy seguro… no buscarían
a alguien… cómo decirlo… a… un humano promedio… para algo tan crucial como las
relaciones interplanetarias. He sido –seguro lo sabe–, canciller y ministro de
asuntos exteriores ¿A quién si no a un diplomático iban a buscar los
extraterrestres?… Sabía que estaba destinado para algo importante y sentía que
no bastaba con ser senador; sabía que mi luz estaba destinada a iluminar
asuntos mucho más grandes…
Como respuesta al improvisado discurso,
Starks extrajo de su maleta un pequeño dispositivo que conectó al computador
del senador y que con un “bip” señaló su correcto funcionamiento. En caso de
algún tipo de intrusión –explicó– se
encenderá y registrará la actividad y, si estamos de suerte, su fuente. Acto
seguido, sacó otro dispositivo del que emergían, como tentáculos, varios electrodos
que empezó a instalar sin ninguna advertencia en la cabeza del senador. Si los
humanos pueden hackear cerebros informáticos –dijo, celebrando previamente el
final de la frase–, ¿por qué no podrían los extraterrestres hackear cerebros diplomáticos?...
Los aparatos, sin embargo,
permanecieron indiferentes. Nada nuevo sucedió esa noche, ni la noche siguiente.
Ni los extraños fenómenos oníricos, ni las vigilias mecanográficas antes del
amanecer, ni brillos acentuados en el cielo, nada. La semana siguiente, sin
embargo, el senador escribió, tres y veinte de la mañana, en la pantalla de su
computador un “Tenemos un mensaje para ustedes…”,
esta vez tan claro, tan ajeno a su propia mente, que tomó el teléfono y llamó
de inmediato a Starks.
–Espero que valga la pena –dijo
cuando el senador le abrió la puerta.
Los ojos del científico parecieron
hacer “bip” cuando leyó la información de los aparatos. Sí que había valido la
pena despertarse y conducir los casi veinte kilómetros hasta la casa del
senador. Evidentemente se trataba de una actividad inusual en el cerebro del
senador, un comportamiento –dijo, con un leve temblor en los labios– que habría
que estudiar, pero que sin duda correspondía a una actividad inusual y –que el
supiera– sin antecedentes en un cerebro humano.
Mientras revisaba los aparatos
escuchó un nuevo teclear del senador que entonces había vuelto a sentarse en el
escritorio. Se dio vuelta y leyó:
Ustedes… Sí ustedes, señor senador, señor Starks…, que piensan que los
extraterrestres no tenemos más oficio que ocuparnos de lo que sucede en la
tierra; ustedes, que están convencidos ¡siempre tan geocéntricos! de que todo
gira alrededor de su especie y de su planeta, que suponen que las únicas
comunicaciones extraterrestres están destinadas a ayudarlos o por el contrario a
destruirlos, a robarlos, a invadirlos… ¡lo único que hacen es proyectar su
propia naturaleza en nosotros!
Nunca se les pasa por la cabeza, –lo sabemos porque podemos saber qué
pasa por sus cabezas–, que nuestro verdadero propósito sea el que hemos estado
llevando a cabo: divertirnos a su costa.
Si quieren saber cómo –sabemos que su curiosidad es insaciable– es algo similar a sus “teleconferencias”. Uno
de nosotros escribe algo pero no directamente a su interlocutor, sino a través
del ser humano con el que se comunica telepáticamente, aunque la conexión con
el ser humano, dado su grado bajo de evolución, es bastante lenta.
Esto es, por supuesto, un juego, una especie de juego ¿cómo le
llamarían ustedes? “retro”. Nos hace gracia ver cómo podemos transmitir ciertas
emociones o comportamientos a ustedes y que ustedes, confundidos, neuróticos e
inconscientes, no saben si eso que sienten les pertenece o no…
En cuanto a sus sueños, senador, a veces nos quedamos, por descuido, conectados
a la mente del humano y cuando este duerme percibe extrañas entidades,
incomprensibles para él. Siempre es hilarante (¡sí, también tenemos la risa!)
ver sus reacciones a nuestra pornografía, a nuestras bromas ¡Es desopilante
verlos ir al psiquiatra! ¡Ja! ¡al psiquiatra!...
Si usted, senador, intuyó acertadamente nuestra intervención fue porque
uno de nosotros penetró en su mente con un poco más intensidad, –un caso que
sucede a veces por algún tipo de debilidad mental del receptor o por una mayor
potencia en la señal del emisor, o ambas, no quisiéramos decirle cuál de los
casos fue este.
Y sí, había sido usted elegido, el diplomático y senador del honorable Congreso
de los Estados Unidos de América, elegido para un juego.
Después de un largo silencio, de
muchas emociones encontradas, el primero en reaccionar fue el científico:
– ¿Se imagina lo que esto puede
significar?... ¡el primer contacto demostrable! ¡Lo tengo todo sus
encefalogramas! ¡La actividad de su red digital!... ¡tenemos pruebas! ¡Pruebas
fehacientes!...
–Pruebas de qué –Preguntó el
senador.
–¿Pruebas de qué?- –Se quedó otra
vez estupefacto Starks… pruebas de…
–De nada. Completó el senador.
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