martes, 16 de abril de 2013

LA SELVA DE BALDOSA

La mujer pequeña, morena, vestida de leopardo, con tacones altos y plataforma. No sabía que existía esa combinación. Pensé que con los tacones era suficiente. Pero además tienen plataformas… bueno, pensé que la mujer tal vez, sin los tacones de plataforma sería muy bajita, tal vez no alcanzaría la altura de la taquilla del banco en el que estábamos haciendo la fila. Contemplo la falsa piel de leopardo, también la verdadera de la mujer. Medito. Viene a mi mente el hombre primitivo, el hombre de las cavernas que se vestía con pieles de animales. Pienso en la transferencia de poder del vestido. Ponerse una piel de leopardo podría significar muchas cosas: en principio, un signo de la habilidad para atrapar un animal de estos sin ser antes devorado. Un trofeo de caza. Un símbolo de la superioridad –al menos en una ocasión– del homo sapiens sobre la panthera pardus. El hombre que se ponía la piel gozaba de respeto. La mujer que se la ponía era la mujer del hombre que merecía respeto. Seguramente no era lo mismo ponerse una piel de mamut que una de leopardo o de mono o de bisonte… El traje del animal transmite las propiedades del animal. Y allí vemos, muchos siglos después –hace 4 millones de años que el homo erectus medra en estas tierras– a una señora haciendo fila en un banco que utiliza lo último en tecnología. Me doy cuenta de que la supuesta piel de leopardo es realmente una tela de algodón estampado –a la mujer le parece extraño que un desconocido toque su vestido para comprobar el material del que está hecho. 

Miro a los demás hombres de la fila para ver quién contempla a la leoparda: Hay bastantes, unos cuatro o cinco pero solamente dos, los especímenes más viejos, la contemplaban con una relativa atención. Es lógico, ellos están más cerca de la época en que se ponían los trajes originales de leopardo, aunque más lejos de la época de cazar leopardas en las filas de los bancos. 

La mujer transmite de manera inconsciente un mensaje felino: !No te acerques! o, acércate, pero debes saber que soy salvaje y puedo matarte. La fila avanza. La mujer llega a su puesto en la ventanilla blindada. Saca de su cartera, esta no de leopardo ni de culebra ni de animal, una tarjeta de plástico que pasa por un dispositivo lector. La cajera le entrega un fajo de billetes. La mujer mira disimuladamente a los lados mientras guarda su dinero en el bolso de piel lisa. Da las gracias a la cajera. Solo un observador entrenado, un etólogo como yo, puede darse cuenta del imperceptible gesto de temor de la cajera que le responde un “con mucho gusto” mientras se quita una pelusa de su camisa estampada de piel de zebra.


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