Cerebráculo dormebundo que se
vino a despertar a las cinco de la tarde. Cerebrículo de vacaciones, cesante;
qué injusto cerebro musical: do–re–mi–do, pariendo zetas todo el día.
Quiere soñar mi cerebro –¡con esa
hambre de almohada que tiene! –... y yo, verdugo, no lo dejo.
Cabecea, cerebrea, y yo lo obligo a ver estas cosas de piedra, a oler este polvillo de cemento, efluvio de zorrillos de concreto.
Él queriendo a Bethoven vivo y yo
dándole tractores, sopa de máquina a la gasolina, silbidos de obrero arreando
mulas de acero revenido, gemidos de retro jugando con su
comida de tierra –como prohíben las madres– sin comerla, y luego los pedruscos que
caen ¡pobre cerebro! a punta de cincel.
Se va a ir de vacaciones mi
cerebro, se va a ir, por la noche, para la costa de la almohada y, como
Alfonsina, se va a meter al sueño hasta ahogarse de luces, de recuerdos
deformados, de jeroglíficas imágenes, de promiscuos
personajes.
Nunca había tenido tanto sueño
tanto tiempo seguido. Qué horrorosa cuerda floja de un malabarista que queriendo
caer no puede o no lo dejan.
Qué nivel hermano. ¡Qué nivel!
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