El tipo se esmeraba en parecer tranquilo. Ratas. Sentía su murmullo; roían, se movían, insidiosas.
Se tranquilizó. Quiso ignorarlas. Por ratos se dejaban de escuchar pero entonces aparecía esa tendencia a querer que algo desaparezca pero al mismo tiempo
esperar que regrese para alimentar el odio, la furia, la intolerancia. Pero no quería ir a matarla
o espantarla. Le molestaban las ratas como le molestaban a cualquiera, de un
modo irracional y esto no le gustaba. Ya sabía que nada podía hacerle un ser a
otro que lo supera en doscientas veces su tamaño; ya sabía que el riesgo de
morir, aún de enfermarse por el contacto con una rata o por su contacto con la
comida era ínfimo, casi imposible. Ya se había enfrentado a ellas. En el vecindario en que vivía, las ratas eran parte del paisaje, vecinos con los que había que contar. Estaba
acostado en su catre; un catre viejo. Se cuidaba de moverse aunque en la noche
de su soledad el chirrido del catre –que a veces se confundía con el de las
ratas– lo arrullaba, lo hacía sentir acompañado.
Después de un buen rato de esperar que las ratas
dejaran de hacer ruido, que se aburrieran –no se explicaba cómo es que unas
ratas podían entretenerse con comida inexistente o, si se trataba de comida, no
podía ser la suya porque estaba más pobre que las ratas que roían algo en
el cuarto del lado. Bueno, el cuarto del lado era una forma de decir, porque se
trataba de una habitación de un solo mal ambiente. Se trataba, como había dicho
el tipo de la inmobiliaria, si así se podía llamar al tipo enguayabado y
desastrado que se ocupaba de arrendar los cuartos, de un “mono ambiente” (pensó
con tonto sentido del humor que el lugar no sería digno ni siquiera para un
mono: las tablas con hendijas en el piso por debajo de las cuales las ratas
corrían como pasajeras de subterráneo, el olor de las ratas, las astillas sueltas que le habían perforado y cortado los empeines en
más de una ocasión)
.
El lugar era una mierda, casi parecía decir el agente
inmobiliario cuando ponderaba mentiras como su buena ubicación, la cercanía de
la tienda del barrio y otros valores agregados que poco podían agregar a la
miseria en donde había ido a dar huyendo. Casi todos los que llegaban a la
mísera pensión llegaban huyendo de alguien o de algo: de la policía, de otros
maleantes, de deudas, de sí mismos. Llegaban huyendo con una botella en la
mano, con un pucho de marihuana. Nadie llegaba a ese barrio mirando al futuro
sino huyendo del pasado.
Se levantó y se puso las pantuflas rotas que alguna
vez fueron blancas pero que ahora estaban coquetamente diseñadas por el polvo convertido en tierra, por los rotos que había horadado el desgaste y a lo mejor las mismas
ratas que ahora roían un pedazo de madera o de cartón.
Se levantó arrastrando los pies hasta la cocina en la
que colgaba de un gancho una escoba rala que nunca había utilizado para barrer
el cuchitril, que solo había sido utilizada para barrer ratas.
Llegó con ese estúpido sentimiento entre temor y asco
que producían las hijas de putas ratas. Temor, asco y sorpresa, reflexionó.
Temor, asco y sorpresa. Pensó que su vida había sido una especie de rata
gigante llena de temor asco y sorpresa. Más temor y asco que sorpresa.
Dejó de pensar.
Se quedó quieto para ver si la condenada o las
condenadas ratas aparecían porque las muy astutas sabían que él se había levantado. Sabían todo. Sabían que estaba acostado mientras ruñían a su antojo
o a su necesidad; sabían que quería sacarlas a golpes de escoba; sabían que
esperaría que se fueran y por eso se quedaban quietas y calladas un rato y
volvían a ruñir porque querían enloquecerlo. Jugaban con él como el
gato con el ratón, como la rata con el humano.
Por eso, cuando supieron que se levantó para matarlas
se escondieron. Parecían ratas que hubieran visto dibujos animados en la
televisión porque su escondite se hallaba en un hueco que hacía un arco en la
pared. Eran dos. Se miraban y sonreían de la tontería del humano, de la
situación ridícula del humano haciendo silencio.
–Ahora viene el grito y el estruendo –pensaron.
Y no se equivocaban. El tipo empezó a gritar y a dar
golpes con la escoba como un loco: al
techo, a las paredes, a los escasos y desvencijados muebles del habitación. Al
nochero. A la nevera. A las alacenas bajas. Primero empezó con unos gritos
orangutanes «¡Ah!
¡Ah!»
y después de una breve evolución proyectó unos gritos más humanoides más dignos
de un homo sapiens: ¡Salgan de ahí hijas de puta!... Pero entre más gritaba y más golpeaba más quietas se
quedaban las ratas.
Sabía que estaban allí. Por eso se quedó quieto
nuevamente. Pero cuatro pequeños ojos de rata lo vigilaban
desde su escondite. Estúpido humano en silencio, conteniendo la respiración,
estúpidamente parado con una escoba en su mano ¡si pudiera verse! Y después lo
que las ratas sabían de memoria: fingir que se iba y regresar sigilosamente
para sorprenderlas con ese sentimiento ambivalente que por un lado quería que
salieran para matarlas y por otro lado no quería para evitar sentir el asco, la
sorpresa, el miedo.
–Hijas de puta– volvió a pensar, teniendo cuidado de
pensar en voz baja porque creía que las malditas ratas podían oír sus
pensamientos. Y así era. No importaba cuan bajo pensara porque las ratas podían
escucharlo. Los pensamientos, es bien sabido, son impulsos eléctricos y si bien
las ratas no podían entender el lenguaje humano sí podían interpretar sus
sentimientos a partir de sus impulsos.
Se dio por vencido. No le importó que las ratas se
dieran cuenta. Y sabía que una vez que se acostara volverían a iniciar su
concierto para cartón y tabla en re menor.
Pero ya lo habían hecho levantar así que decidió
tomarse un trago. Había llegado con una botella de brandy barato envuelta
en una bolsa de papel marrón como si las bolsas de papel marrón fueran una
especie de insignia como las que ganan los scouts
pero en este caso por graduarse de alcohólico, aunque, como la mayoría de
alcohólicos no llegaría nunca a reconocerlo.
Se sirvió un trago y hasta sonrió al oír nuevamente
los ruidos de las ratas.
No estaba muy dispuesto a reconocer que la lucha con
las ratas era una apariencia, un juego. No podría vivir sin ellas. Si
hubiera querido eliminarlas lo hubiera hecho hacía mucho tiempo habida cuenta
de instrumentos, herramientas, armas y estrategias mucho
más eficaces que el palo romo de una escoba. ¿qué iba a hacer? ¿barrerlas?
Las ratas eran una buena compañía pero no podía
seguir relacionándose solo con ellas. También las ratas sentían en su interior
que necesitaban nuevas perspectivas, viajar, hacer nuevos amigos de otras
especies. Dejar el juego histórico con el humano que no se afeitaba ni tenía
barba. Por eso las ratas decidieron tomar sus pertenencias –nada– y largarse a
buscar nuevos basureros, nuevos pisos de madera, nuevos cartones, nuevos restos
viejos de comida.
Fue una despedida silenciosa. El tipo, acostado en su
cuarto sabía que se habían ido y las despidió con agradecimiento. Un esbozo
mínimo, una sonrisa interior. Descansó. Las ratas, camino abajo por
las escaleras sintieron sus ondas mentales de alivio, de despedida,
de agradecimiento.
Los que vamos a leer te saludamos!
ResponderEliminarQue se alcen las puertas de este Blogcutorio.
Hola, excelente blog te compartire una página donde tu blog será más visitado, éxito en tu proyecto: https://sharkvisitors.000webhostapp.com
ResponderEliminar