Ahora estaba solo, totalmente solo en el cuartucho
que por un momento no le pareció tan miserable; hasta bellos le parecieron los
mapas de humierdad en el techo, la paciente y parsimoniosa proliferación de los
hongos, su canto de humedad y moho.
Era el momento preciso para que entrara un viento
fresco de renovación pero no entró ningún viento porque el cubo de cemento que tenía por cuarto no tenía
ventanas. Se quedó dormido y se desprendió de su
cuerpo. Voló hasta el techo, rebotó en las paredes, su cuerpo etérneo no podía
salir del cuarto porque no tenía materia para abrir la chapa y no era lo suficientemente
liviano para colarse por debajo de la puerta. Su cuerpo dormía y su espíritu
rebotaba en el cubo como una bola de pinball sin luces.
Despertó. Se contempló el ombligo peliforme rodeado
de vellos. Por primera vez en su vida no pensó y descubrió el milagro del aire
en su estómago: el vientre se ensanchaba y se desinflaba, se ensanchaba y se
desinflaba. También las paredes se hinchaban y se desinflaban al ritmo de su
vientre; la danza de vientre del universo.
Abrió la puerta. Sintió el malestar de un cigarrillo
recién encendido, la culpa, la ansiosa espera del advenimiento de una nueva paz
móvil, de una paz caminante. Bajó el mismo camino de las escaleras trillado por
la ratas. No más ratas. Nunca más.
Llovía. Se dejó mojar sintiendo cómo las gotas se llevaban su malestar, se llevaban al diablo todo rasgo
del pasado y del futuro. Caminó. Temblaba de
frío y lloraba sutilmente una felicidad. Necesitaba salir de ahí (Dios miraba
por una de las ventanas de los ranchos). Sabía que debía salir de ahí caminando, manteniendo
la fe, manteniendo la mirada puesta en el horizonte, tolerando el aparente
sinsentido de su tránsito. Siempre llegaba. Siempre llegaba la paz, la luz, el
aire, la levedad, la homeostasis del cerebro, del alma y del cuerpo. Iba a
caminar hasta pasar al otro lado sin importar los límites transitorios de su
cuerpo. Esta vez lo iba a hacer hasta el final, no importaba el sudor frío en
sus piernas y en su ropa mezclado con el agua de la lluvia, pucho cerebro
conectado a las piernas en pos de la liberación. Solo, todavía no preparado
para encontrarse a alguien. Buscándose a sí mismo. Esta vez no iba a cejar, a
distraerse con fantasías de compañía. Que la compañía lo encontrara acompañado
de sí mismo. Sabía de la cursilería de estos pensamientos, pero la vida era
cursi y contra eso no podía hacerse nada. La vida era un cliché, un ejercicio. Caminaría
hasta llenar el cerebro de corriente y tomaría una mano verdadera, no una
prolongación imaginaria de la suya. Todas las cosas que había leído en las
redes sociales en los periódicos, en los libros de autoayuda eran ciertas ¿cómo
no iba a ser cierto todo?...
Fantaseó. Dios sabe que fantaseó. El caldo cerebral,
el oxígeno en su sangre le permitía llegar a la etapa de la fantasía. Las fantasías, el futuro, las posibilidades, se alimentan
con aire en los pulmones, en la sangre, en el cerebro. Se sentía mejor. El dolor de cabeza había
desaparecido, la náusea, el malestar el sudor. Había esperanza si podía dejar
de concentrarse en los dolores que el cuerpo le enviaba para que se concentrara
en el camino.
Encontró un túnel. Nada de túneles metafóricos; un
vulgar túnel de carretera provisto de un vulgar peaje para automóviles y de una
señal radial que indicaba las normas para atravesarlo; el túnel, ese balazo en la
montaña, ese enorme hueco para ratones de combustión interna (No sintió nostalgia de los ratones). Estaba prohibido atravesarlo a pié pero tampoco había vigilancia para
verificar que un tonto lo hiciera.
Atravesó el tonto túnel y el tonto túnel no fue la metáfora de un
renacimiento. Un poco de oscuridad, pitazos azarosos de automóviles que lo
regañaban, que lo insultaban por encontrarse en un lugar proscrito para transeúntes
y peatones.
–¡Estúpido!
Oyó el grito como una palabra de Dios y cayó en
cuenta de cuánto tiempo hacía que se encontraba solo en el mar picado de sus
cavilaciones.
¡Estúpido!... Se sintió reconocido, visible. La
soledad le había hecho olvidar que existía, que a lo mejor era una mente
solitaria que pensaba y que alucinaba un cuerpo, un fantasma o algo por el
estilo. Por lo menos contaba con que era un estúpido y eso ya era bastante.
Era mejor ser un estúpido que unas voces
en su cabeza que dialogaban, que se contradecían, que se decían estúpido a sí
mismas. Su estupidez o al menos la posibilidad de su estupidez ya era un dato
contrastado con la realidad. Se sentía de mejor humor. “Estúpido” podía ser una
reacción de alguien que se había asustado de hacerle daño, de matarlo. ¡A
alguien en el mundo le importaba su vida! ¡Era amado!
¡Si el tipo de la camioneta supiera el efecto de su insulto!... ¡si
hubiera sabido que había, no salvado, sino animado una vida!… Los
misteriosos caminos del señor, hubiera dicho un pastor… la ley del caos…
hubiera dicho un científico.
Siguió caminando por la carretera. Los pasos calentaban su cuerpo y su mente y oxigenaban su cerebro. Esa era toda la
filosofía: oxígeno en el cerebro.
Caminó y de vez en cuando suspiraba. Nada de abstracta nostalgia; eran los músculos y el cerebro reclamando oxígeno.
Caminó y respiró y el cuerpo le iba reclamando actitudes, que él convertía en personajes. Una mano tensa le sugería una rigidez epiléptica, otras tensiones lo hacían marchar con altas elevaciones de las piernas: un dos, un dos, como un payaso soldidificado, después una cojera disimulada. Después como un autómata. Ajena a su voluntad, la cara le estiraba los labios haciendo ridículos morros y después una sonrisa inventada previa a una risa verdadera. Era la vida manifestándose en los músculos de la cara.Ese placer del cuerpo en el cuerpo, esa sensación de calor en el pecho, la mente dormida tras haber mamado su dosis urgente de oxígeno,
Caminó y de vez en cuando suspiraba. Nada de abstracta nostalgia; eran los músculos y el cerebro reclamando oxígeno.
Caminó y respiró y el cuerpo le iba reclamando actitudes, que él convertía en personajes. Una mano tensa le sugería una rigidez epiléptica, otras tensiones lo hacían marchar con altas elevaciones de las piernas: un dos, un dos, como un payaso soldidificado, después una cojera disimulada. Después como un autómata. Ajena a su voluntad, la cara le estiraba los labios haciendo ridículos morros y después una sonrisa inventada previa a una risa verdadera. Era la vida manifestándose en los músculos de la cara.Ese placer del cuerpo en el cuerpo, esa sensación de calor en el pecho, la mente dormida tras haber mamado su dosis urgente de oxígeno,
Los pasos lo llevaron a las tiendas del camino que despachaban música popular a todo
volumen. Un tipo negro y solo se emborrachaba en una de las mesas y se bamboleaba de camino al mostrador para hacerle la segunda a cantantes melosos que atraían a las moscas tanto como los restos de caña
fermentada en el borde de las copas. La canción era sobre una fulana que había dejado a un fulano. El fulano la
mancillaba con versos y acordes. Una puta, en síntesis, le decía.
Pidió una cerveza y un cigarrillo para compensar
el bienestar encontrado con la caminata. Fumó el cigarrillo, se tomó la cerveza y siguió
caminando. Vio un ciervo en un pastizal al borde de la carretera, un hallazgo
bastante insólito en una región en la que no hay ciervos, probablemente fugado
o perteneciente a algún distinguido comerciante de alcaloides. O un ciervo que
había caminado muchísimo más que él y se había visto perdido aunque el pasto es
lo mismo en todas partes y los ciervos no se sienten perdidos en la tierra. Y
unos gavilanes. Y animales en los que no puso más cuidado que el que ponía
cuando pasaba de largo los canales de la televisión.
Nuevo momento de sinsentido. Encontró un pastor de
ciervos. Sin muchas ganas de hablar. Todavía no se encontraba con nadie. Que road film
tan insípido de un tipo que no se encontraba con nadie, a no ser un tipo
borracho en una tienda. Pero estaba bien porque no quería encontrarse con
nadie. No era capaz de entablar una conversación fuera de sí mismo. Inconcebible.
Le rondaba la aparición de una mujer pero le pareció demasiado trillado. Y otra
vez el malestar por el cigarrillo.
Sabía que tenía que encontrarse con alguien para
salir de sí mismo. O tal vez no. Tal vez siguiera horadando en sus caminos trillados,
en lo mismo de siempre, en la rueda de hámster de siempre. Daría vueltas hasta
salir. Tenía esa esperanza.
Cogió la tarde y un camino de vereda y una casa de
madera. Había un tipo afilando un palo con una navaja, tal vez una lanza para
atravesar con ella al primer caminante que pasara, tal vez para clavarla en el
piso, o simplemente para hacer un palo con filo, tirarlo a un lado y seguir haciendo
más palos con filo. Se acercó. El tipo estaba totalmente embebido en su tarea
autista. No parecía amenazador ni amigable. Plano como el filo de la navaja,
iba deslizando la hoja de acero por el palo y sacando pequeñas lajas de madera.
Se sentó al lado del tipo, en un pedazo de tronco cortado y el tipo no dijo
nada ni fabricó un gesto de saludo o de repulsa como si fuera un amigo
silencioso con el cual no hay que hablar para sentirse cómodo.
Solo se oía la fricción de la navaja contra el palo.
Lo miró hacer. El tipo se daba cuenta pero parecía indiferente a su nueva
compañía. Quizá estaba acostumbrado, quizá otros caminantes se habían sentado a
su lado, en el tronco cortado para acompañarlo o para ser acompañado. O quizá él había sido el único caminante que
se había sentado al lado del tipo, un tipo que parecía sacado de una estampa:
sombrero con rotos, barba rala picada con canas, la piel curtida por el sol,
las manos duras como la madera que retiraba de los palos.
Se sentía feliz de encontrar compañía silenciosa. La
mayoría de las compañías que lograba granjearse siempre parecían alérgicas al
silencio. Tarde o temprano aparecía la pregunta ¿qué pasa? ¿qué hay?, preguntas para generar conversación, para
romper un hielo que a él no le interesaba romper ¿por qué había que romper algo
y no solamente dejar que la sopa cerebral hiciera su trabajo lentamente, que
las palabras salieran cuando quisieran hacerlo sin catalizadores para
suscitarla, acelerarla o mantenerla?
Tomó un suspiro hondo que preparaba la garganta y las
cuerdas bucales para empezar a hablar.
–Mmmmmmm….
Ya era bastante. Tenía buenas expectativas de hablar.
No es que no le gustara hacerlo. Es que requería de una gran preparación para
hacer cualquier cosa. Algunas veces hablaba más de la cuenta, por eso alternaba
con largos silencios para compensar.
El otro tipo parecía dispuesto con igual tranquilidad
a la conversación o al silencio. Al tipo de las lanzas de madera no parecía
esperar nada de él.
–Mmmmmmmm…. Mmmmmmm….. empezó a entretenerse con esa
especie de mugido ahogado, de mantra desprovisto de cualquier propósito
espiritual iluminatorio.
–Ahhh… –parecía un suspiro de descanso, de alivio. El
descanso de un largo silencio. Después de un buen rato parecía empezar a
respirar.
–Mmmmmm… –respondió el tipo de la lanzas.
–Mmmmm…
Empezaron a cantar sus mmmm– Estaban jugando.
Sostenían una especie de conversación vacuna.
Y otra vez el silencio. La luz escaseaba y el frío
cundía. El tipo de las lanzas –ya tenía unas veinte en el piso– se levantó,
entró a la casa y sin decir nada le entregó una ruana y encendió el fuego. Lo
enciende más rápido –pensó– de lo que yo enciendo la estufa eléctrica. En
efecto el tipo de las lanzas las dispuso en una estructura similar a las que
había visto en la piras inquisitoriales y con el mínimo estímulo de un fósforo
y un puñado de paja la fogata encendió. Con una explosión similar a la que se
produce cuando hay un exceso de gas en la estufa. ¡pum!. se iluminó la cara del
tipo. Sus rasgos duros parecían también de madera, como si él mismo se hubiera
tallado con la navaja.
Se puso la ruana y adelantó las manos hacia el fuego.
El otro tipo ya no tenía más lanzas que fabricar.
Se aventuró:
–¿Por qué en forma de lanza?...
El otro tipo levantó los hombros de manera mínima
para ser percibido y el fuego comenzó a improvisar dibujos en el aire, melenas,
salamandras, y a crepitar, a lanzar pequeños proyectiles y humo que por alguna
misteriosa razón nunca se dirigía hacia el tipo.
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