sábado, 6 de noviembre de 2010

LOS PÁJAROS Y EL CIGARRO

Salió de su consultorio para fumar. Había descubierto que fumar lo aliviaba. No en vano, pensaba, los indígenas de todo el mundo –porque en todo el mundo hay indígenas- han utilizado el tabaco para curar enfermedades; y su enfermedad, lo había descubierto, consistía en que no pensaba bien. Pensaba demasiado.

Antes le preocupaba la tos que le causaba el cigarrillo, pero ahora se daba cuenta de que precisamente la tos era la que lo aliviaba. Con su tos perruna, estentórea y sibilante, salían también sus sus decepciones, sus frustraciones.

Había salido a fumar guiado por un impulso que ya no se esmeraba en explicar y menos en detener y afuera, al doblez de la esquina, vio unos pájaros que parecían pastar. Parecía que el sol, o una reciente poda del pasto habían desacomodado a los insectos y a las lombrices y que los pájaros aprovechaban para cenar en pasto revuelto.

Nunca había visto tantos pájaros juntos.
Y no es que hubiera muchos, tal vez un par de docenas. No es que nunca hubiera tantos pájaros. Es que él nunca había visto tantos pájaros.
Vio varios pájaros por primera vez. Antes había visto dos o tres, pero sabía que realmente no los había visto. Ahora la pajarada se daba un festín: iban tomando las hierbas sueltas con sus picos y, dando un rápido tirón, apuraban una mosca o tal vez un diminuto cucarrón.

Una vez terminada la operación que duraría dos o tres fracciones de segundo, iban brincando con sus dos patas hacia otra pequeña región de pasto en la que nuevamente repetirían la operación. Todo esto con una especie de euforia animal que podía sentirse…

De pronto se le ocurrió que por breves instantes, si no se miraba con cuidado, los pájaros podían ser ratas. Ratas cafés y esbeltas que de cuando en cuando batían un par de veces las alas para llegar a lugares mínimamente apartados.

Empezó a llover, y observó que los pájaros eran indiferentes a la lluvia. Quería constatar si una gota de lluvia podía espantar a un pájaro pero su agudeza visual no le permitió sacar una conclusión definitiva. En cambio se dio cuenta que a él sí lo espantaba la lluvia. Pero no era un espanto urgente, sino un pequeño espanto que lo hacía pensar en la necesidad de resguardarse porque el hombre valora mucho la ropa seca. Sin embargo se demoró un poco, dándose cuenta de la lluvia como segundos antes se daba cuenta de los pájaros.

Un par de gotas mojaron su cuerpo y una tercera fue a dar en el cristal derecho de sus lentes, y vio que los lentes, autónomos, se ponían a llorar, y descansó, pues renegaba del esfuerzo de tener que llorar por sí mismo a causa de su “ser en falta”, según escuchó decir en un seminario de psicoanálisis.

Dejó a la lluvia llover y no se secó la lágrima derecha porque ahora lo acosaba lentamente la obligación de apagar el cigarrillo, una obligación orgánica, un mensaje claro desde su interior de que era hora de apagar el cigarro sin más. Así que estuvo atento, agachó la cabeza, observó el cigarrillo que manaba su luz y se decidió a arrojarlo a una ínfima quebrada que la lluvia alimentaba, esperando el momento musical del choque del agua con el fuego, ese sutil tsch mediante el cual se da punto final al vuelo del cigarro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comente, o es usted poco comentarista?