Fue amor a primera vista. Las decisiones importantes, decía Freud, hay que tomarlas sin pensarlo mucho, en cambio las nimiedades si pueden valorarse una y otra vez, girarlas, ponderarlas, pesarlas, medirlas. Allí estaban. Ellos negros, yo mestizo. Fue un saber inmediato, una revelación de que mi pié era su horma. Logré colarlos a último minuto con el resto del mercado, la registradora casi a cerrarse, como en las películas de Indiana Jones.
Los dejé en la bolsa un tiempo, como añejándolos, sumándole tiempo y acaso olvido al tiempo para reencontrarlos una vez más nuevos. A la mañana siguiente los recordé cuando casi alcanzo a ponerme los viejos por la inercia del hábito. Sabía dónde estaban y fui, silencioso, sin que nadie lo notara a ponerle la plantilla ortopédica. Nadie lo notó.
Después de calzármelos (o calzar yo en ellos) estuve sintiéndolos: como si lucharan al principio no acomodándose del todo; extraños en un par de patrias nuevas, los pies y los zapatos midiéndose con cierto recelo, quizá resistiéndose, a sabiendas de que no había marcha atrás, como quien empieza una nueva vida con sus pros y sus contras, como quien se ha tirado por un abismo, por un tobogán.
Al principio tallaron, pero había una decisión de domar, como el jinete que usa la fuerza y una terquedad disciplinada, un método, dispuesto a no cejar.
A ratos los zapatos respondían con violencia, tallando los juanetes, desquiciándose, no siendo planos, aquí te tumbo o mello tu equilibrio. Llegué a pensar que tal vez no lograríamos adaptarnos; del flechazo a la convivencia hay un mundo, dicen.
A las dos de la tarde entramos en conflicto: que sí, que no, imaginaba el duelo a los zapatos que no sirvieron y anticipaba las conversaciones repetidas sobre la ruptura, sobre la imposibilidad, la falta de sentido, pero también la frustración (¡y nuevos!), pero las ocupaciones nos distrajeron y milagrosamente a las tres de la tarde cedieron, cedimos, entramos en una perfecta armonía mística, fuimos uno, fuimos dos, fuimos cuatro, según se tratara de par o de unidad. Los zapatos seguían siendo hermosos, y más ahora que seguían, como hábiles bailarines la iniciativa de los pies mediados. Todo era silencio y baile y complemento.
Ya nos sentábamos en la cafetería y yo a contemplarlos como se contemplan los zapatos nuevos, con ese no cansancio de la novedad. Los zapatos son una obra de arte, un producto cultural de la humanidad, junto con la Ilíada y el bombillo. Hacer un zapato no es fácil. Lo reto a hacer un par en casa.
Yo amo profundamente los zapatos nuevos
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