El ruido venía de la puerta del baño.
-¿Qué es eso?... se preguntó la dependienta número uno. Después, al oír un ruido que parecía de
arañazos se le ocurrió, con miedo, que podía ser una rata.
Llamó a la dependienta número dos para discutir
soluciones: abrir la puerta y el asco y dejar salir la rata y el miedo. O dejar la puerta cerrada y rezar
para que la rata dejara de arañar, subir el volumen de la radio para que Eros Ramazzoti gritara a todo pulmón “por ti me casaré” y confiar en que
ningún cliente decidiera entrar al baño.
La dependienta número uno llegó a la
conclusión de que era mejor morirse de vergüenza y reconocer con humildad ante
los clientes que había una rata en el baño; abrir la condenada puerta de una
vez por todas y esperar con la escoba cualquier cosa que pudiera salir de ahí –Sebas, el
perro de la bomba no era porque yacía la siesta en las baldosas de la entrada–.
No. Tenía que ser una rata, el único animal que por su cuerpo de plastilina puede
caber por debajo de la ranura de una puerta.
Después de una breve y acalorada deliberación
por parte de la dependienta número uno –porque la dependienta número dos
parecía más bien sosegada– sobre cómo se repartirían las funciones de la caza,
la dependienta número uno asignó a la dependienta número dos sostener la escoba
y golpear con contundencia a la rata después de que ella girara la chapa y
abriera la puerta, asignación a la que la número dos no puso ninguna objeción.
Así, con mano temblorosa se acercó la
dependienta número uno a la chapa, bajo la mirada curiosa y divertida de
algunos clientes y los gestos de desaprobación corporativa de otros. Temblaba;
tomaba la chapa y la soltaba con un trémolo «no soy capaz» –la dependienta
número dos ni la animaba ni la reconvenía–. Por fin tomó aire, cerró los ojos,
abrió la puerta con un grito y de la puerta salió, como un misil grisáceo y
voluminoso una rata gigante. Eso fue lo que vio, inyectada de adrenalina y de miedo, la dependiente número uno en la
primera diezmilésima de segundo.
Pero lo que en realidad salió por la puerta
fue… ¡Una liebre! Que corrió libre como lo que era, mucho más veloz que un Nissan
Sentra (que tanqueaba en el surtidor de gasolina). Cruzó la calle y se internó en
un bosquecito de bambú, arbustos y guayabas de donde sería teóricamente imposible
descubrirla ya que en lo práctico nadie se interesaría en dar caza a una
liebre.
Después los clientes y la dependienta número
uno discutieron y se preguntaron cómo diablos había aparecido una liebre en el
baño de una bomba de gasolina de una ciudad en la que las liebres solo se
encuentran escondidas en las fábulas de las bibliotecas. Alicia, la dependienta
número dos callaba con una sutil sonrisa de complicidad.
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