El frío empezaba a calarle desde
adentro. Su corazón, intermitente, los dedos ya casi en las rocas, pero tenía
la certeza de que esa luz en su interior refulgía, así que todavía había
esperanza para un viejo como él; ya era bastante haber transitado desde la
muerte hasta el frío y sentía esa profunda conexión a la que estaba
acostumbrado; sabía que sus lágrimas ya no chorrearían miserablemente por su
cuerpo, que sus temblores acostumbrados volverían, que sus articulaciones le
permitirían volverse a abrir al mundo, para prodigar, generoso, sus riquezas.
Atrás quedaría su frustración, la dolorosa improductividad y, aunque no sabía
cuánto tiempo más le quedaba de vida celebraba la felicidad de no ser ya más un
congelador averiado.
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