Qué tal que se asomen un par de personajes de esos que nunca se asoman: el tipo de sombrero y la rubia del cartoon y de pronto se encuentren y
pase algo que nunca ha pasado. El tipo le ofrece un cigarrillo, la rubia lo
recibe y lo encaba en uno de esos filtros largos como los de la pantera rosa. Y
qué tal que se sienten a fumar y a mirar al infinito sin decirse ni media
palabra, sin que entre los dos medie ninguna historia de amor o de deseo, y que,
contradiciendo todos los moldes no se enamoren el uno del otro sino que se
hagan compañía y que después no tengan el afán de llamarse ni encontrarse sino
que se lo dejen al destino y el destino los vuelva a juntar en la vejez cosa
que ya es bastante esperanzadora y que entonces se sientan, ya no a fumar
porque habrán dejado de sobra el vicio y se quedan otra vez en silencio y
descubren ese par de encuentros como encuentros significativos en sus vidas
porque han sido poco frecuentes, porque a lo mejor lo frecuente es la frecuencia, o
por otro lado los encuentros aislados y únicos.
Y por eso se van a encontrar sin
ningún tipo de nostalgia. Habrán sido, enterrados en dos cementerios distantes
y sin deudos en común, el tipo del sombrero y la rubia de cartoon que solo se encontraron dos veces en la vida para
contemplar el atardecer y no pasar de ahí, aunque es justo reconocer que pasar
un atardecer, y en compañía, ya es bastante.
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