En la calle, de camino a la oficina el hombre mira
a la mujer –otra de las cientos o miles de mujeres con que se cruza–. Pasados
tres segundos el hombre ha olvidado a la mujer y la mujer, la mirada. –no es la
única que recibe de camino a la oficina–.
Están sentados en sus escritorios, teléfono en
mano. El hombre trabaja en la empresa cliente, la mujer en la proveedora.
–Buenas –dice el hombre– necesito equis tuercas
de tal dimensión…
–Claro, a nombre de quién, dirección...
Hablan sin saber que se han cruzado en la calle.
El hombre y la mujer salen de su trabajo. Suben al
mismo vagón del metro: cientos de conversaciones presenciales y telefónicas, el
parlante que dicta las normas de urbanidad y los canturreos de hombres y
mujeres que oyen música con audífonos inundan el aire como avispas.
Los morrales que cuelgan de hombros reclaman su
espacio en el vagón, interponiéndose como guardias en el camino de los demás.
El aroma de un perfume sobresale, intermitente, en el olfato del hombre. Le
recuerda cosechas de vainilla con sus abuelos, quizá un primer amor. La breve
memoria es sustituida por recuerdos, planes, pequeños pensamientos que se
suceden a la velocidad del tren.
A la mujer, por su parte, le llega una colonia
varonil que le recuerda –no sabe por qué, nunca ha olido uno– a un actor de
cine… un Humphrey Bogart, uno de esos… pero igual la
asociación de la imagen y el olor es sustituida por la leche que falta en la
nevera, el pago al casero, la bendita canilla que no deja de gotear…
Salen extruidos a través de la misma puerta del
tren, sus cuerpos estrujados, codo con codo, la mano ajena que cada uno ha
sentido y que le provoca la reacción instintiva de separarla.
Él toma para la derecha, ella para la izquierda.
Llegan a sus casas. Duermen y sueñan, el hombre con la mujer y viceversa; se
levantan con la sensación de haber soñado con un desconocido conocido o
viceversa. Tienen razón: se han visto, tocado, olido y oído. La pega del sueño
ha hecho el resto del trabajo.
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