lunes, 2 de diciembre de 2024

La sonrisa deliberada

Existe la idea de que hacer "caras" o gestos induce estados emocionales. O sea, que sonreír, por ejemplo, puede inducir un estado de alegría. El psicólogo norteamericano Silvan Tomkins propuso en 1962 la teoría de la "retroalimentación facial". Esta teoría sugiere que la activación de algunos músculos faciales envía información sensorial al cerebro e induce una experiencia emocional en el sujeto.

Existe también la idea, probada además experimentalmente, de que sonreír y reír contribuye a producir estados emocionales positivos y a contrarrestar estados emocionales negativos, es decir, ayuda a regular las emociones, una habilidad que constituye un signo y un criterio de salud mental. Una persona mentalmente sana regula exitosamente sus emociones.

Dicho lo anterior, parece que la sugerencia de reír o sonreír tiene sentido. Sin embargo, hay quienes, cuando se les sugiere sonreír o asumir una actitud determinada, se enojan. ¡Como si fuera tan fácil!, dicen, y dan un portazo imaginario con el que dan por terminada la conversación. Tal vez se deba a que perciben la sugerencia como una imposición, como un mandato al que se rebelan instintivamente o sienten que quien les hace la recomendación desconoce su contexto personal, su sufrimiento; entonces perciben la sugerencia de reír o de adoptar una actitud positiva, no como una expresión de empatía, sino más bien como una de esas salidas fáciles que se usan cuando se quiere "salir" de alguien.

Vamos a ver: todo con medida. Sonreír no va a curar una depresión, pero hasta ciertos límites sonreír o asumir una actitud positiva puede ayudarnos a estar mejor. Puede ayudar a desrigidizarnos o mejor, en positivo, a flexibilizarnos. Muchas veces no nos damos cuenta de nuestra rigidez: fruncimos el ceño, tensionamos los músculos de los hombros... nos empezamos a tomar las cosas demasiado en serio y nos mantenemos en esa actitud por un tiempo prolongado. 

El catálogo de los experimentos de la risa y la sonrisa es amplio: sonreír, hacer un personaje feliz, pensar en la felicidad, intentar actuar un estado de alegría, interactuar con alguien gracioso, ver películas, escuchar audios graciosos. A este catálogo quiero sumar el de la sonrisa deliberada. 

Hace tiempo que hago el experimento. Sonrío en cualquier momento -incluidos momentos de estrés-, no como respuesta a un estímulo particular que me cause la sonrisa, sino de manera voluntaria, deliberada.

Empecé haciendo el experimento solo y después con mi pareja. Algunas veces respondía a una mirada suya con la sonrisa voluntaria. El gesto a veces le producía risa, otras veces un rechazo juguetón, el gesto nunca ha pasado desapercibido.  

Después empecé a practicar la sonrisa deliberada de manera social, con los compañeros del trabajo. Algunos lo interpretan como una sonrisa verdadera (en la que a veces se convierte) a la que corresponden con una sonrisa, también, verdadera. Otras veces ríen y otras veces sonríen porque el gesto les parece extraño. Otras veces lo toman como una broma.

Quiero describir la técnica con mayor detalle. Uno de sus fundamentos es que se debe practicar con independencia del estado emocional que uno tenga. Otro, que no es necesario -ni recomendable- esperar como resultado -ni forzar-, un estado emocional específico. Su efecto consiste en que  la mueca resulta graciosa, a veces para uno mismo, a veces para los demás, porque exhibe un contraste entre dos representaciones o entre dos estados emocionales diferentes -el contraste, por cierto, es uno de los elementos principales del humor-. Si resulta gracioso para uno mismo, la respuesta es a veces una risa o una sonrisa genuina. Si resulta gracioso para otro y se ríe, se sonríe, o hace algún comentario, uno puede experimentar la reacción risible -o sonrisible- que produce la experiencia cómica. En el “peor” de los casos puede no resultar gracioso para nadie, pero el ejercicio de sonreír, que obliga, mínimamente, a cambiar la expresión facial produce un efecto de relajación, digamos, una pausa activa para la cara, que permite regresar luego a los gestos habituales pero con un tono más relajado.

Hay otro dato que no quiero dejar pasar de largo y es el resultado de un experimento típico en las investigaciones sobre el humor y la risa: se pone a un grupo de personas a sostener un lápiz con la boca mordiéndolo como lo haría un perro con un hueso, de tal modo que la postura fuerza los músculos de la sonrisa; a otro grupo se le pide que sostenga el lápiz pero con los labios de modo que se impide el gesto de la sonrisa. Mientras lo hacen, a los dos grupos se les muestran caricaturas. Los resultados del experimento son consistentes: al grupo que ha practicado la sonrisa forzada al morder el lápiz, siempre, las caricaturas les parecen más graciosas. Esto quiere decir que sonreír, así sea de manera forzada, nos predispone a una percepción más alegre de la realidad, a una mayor disposición para disfrutar de los estímulos cómicos o humorísticos, o, en general, a tener una percepción más amigable y alegre de la vida. 

Así pues que sonría de manera deliberada, practique cualquiera de los experimentos mencionados o, todavía mejor, los que usted invente. Ya sabe que adoptar el gesto produce un cambio de percepción y relaja un poco. Hágalo pues. Si quiere, claro, si le parece, tampoco es que sea una obligación hacerlo.


El exquisito tejido erótico de la pubertad

La pubertad no goza, lastimosamente, de muy buena prensa. Ni de buen nombre: Pubertad... Pronunciarla obliga a la liberar, a través de los labios, aire comprimido: Pub… la palabra sugiere explosiones de materia aprisionada en la piel; pubertad: inestabilidad, desagradables secreciones. 

Tal vez sea por eso que tendemos a recordar la pubertad como una época vergonzosa de nuestras vidas, la época del acné, la inocencia y la inexperiencia, que juzgamos en etapas posteriores como estupidez. Sin embargo, en su defensa hay que decir que la pubertad es la época en la que el goce erótico es el más refinado. Me refiero, por supuesto, a su aspecto visual y pasivo, al lado voyeur del espectro.

Y es que en la pubertad la chispa más sutil bastaba para incendiar nuestras pasiones. A diferencia de los adolescentes mayores –y aún de muchos adultos– ostentábamos la sensibilidad extrema de un catador. Ni los más volátiles taninos, ni los más sutiles grados de acidez, ni las más tenues “notas” del manjar visual lograban escapar a la tensa receptividad de nuestros sentidos.

Todavía recuerdo –tenía once o doce años– una visión. La manga ancha de la camiseta de una chica mayor me permitió ver, por unos breves instantes, su brassiere. Y no es que la chica tuviera la voluntad de mostrarme sus prendas íntimas, nada de eso. Es que, en los movimientos naturales de su conversación (que no era conmigo), en algún momento, el ángulo propicio dio pie a la visión. 

Pero no eran solamente las visiones las que provocaban mis respuestas psicofisiológicas. Las palabras, asociadas a esas visiones, venían a sumarse a esas respuestas. Porque no era solamente ver el brassiere, era saber que eso se llamaba brassiere y repetir la palabra como un mantra en el escondite de la mente: brassiere... brassiere... brassiere... Han pasado varias décadas desde entonces pero todavía atesoro el momento como uno de los más valiosos de mi eroticoteca personal.

Otra fuente de imágenes incunables eran las revistas. Pero no, como acaso imaginará el lector, las icónicas –y explícitas– Macho, Hustler o Playboy (un hallazgo posterior), sino las también icónicas, aunque destinadas a un público femenino, Vanidades y Cosmopolitan. Guardadas en una cesta en el baño de mi mamá me esperaban –eso sentía yo– para ser liberadas y leídas, para que yo, asegurando la puerta, las desplegara y las examinara con minuciosidad de filatelista.

Mi primera experiencia de lectura me mostró que, además de sus consejos para conseguir marido, retenerlo o abandonarlo, o de sus ejercicios para eliminar la grasa inconveniente (“esos molestos bananitos”), o de las últimas tendencias en decoración de interiores, las Vanidades y las Cosmopolitan incluían, con fines identificatorios, ilustrativos y hasta didácticos, fotos e ilustraciones de mujeres (como la de la bañera, como la de la piel dorada) que exhibían, aunque de manera parcial, la desnudez de sus cuerpos. 

Era hacia los límites de esa semidesnudez hacia donde se dirigían mis más denodados esfuerzos visuales. Quería ver más; quería atravesar, como Supermán con sus rayos X, la insidiosa espuma que tapaba los pechos de la mujer de la bañera; quería que mis ojos traspasaran el piso sobre el que se recostaba boca abajo la mujer de la piel dorada para ver sus pechos desprovistos de brassiere; quería poder empujarla suave pero firmemente para hacerla cambiar de posición y poder contemplar así, aunque solo fuera por unos segundos, su relieve posterior.

Quería verlo todo pero no podía. Creo que esa fricción, nunca resignada, entre el querer y el no poder era la que mantenía la inflamable yesca de mi erotismo. La mujer de la piel dorada era, para colmo, la modelo de la sugestiva marca “Nude” que mis suficientes conocimientos lingüísticos me traducían como “desnudo” o, todavía mejor, “desnuda”, y que, como la palabra brassiere, provocaba en mí esos temblores que se parecían tanto al miedo y a la felicidad.

Alguna vez, haciendo gala de catador y de sus inevitables clasificaciones, se me ocurrió establecer un “ranking” de las imágenes o fotos con mayor carga erótica. Las mejores, de acuerdo a mi criterio, eran calificadas, lapicero en mano, con un rotundo “Ok”. Días después, sin embargo, el recién iniciado certamen sería censurado por las autoridades competentes (mi mamá) con un desaprobatorio “Eh avemaría...” sin que los organizadores del certamen (o sea yo) supieran a ciencia cierta si la causa de la censura era la torpe caligrafía que mancillaba la integridad de las revistas, el acto cosificador de asignar calificaciones a las mujeres de acuerdo con un supuesto coeficiente erótico, o simplemente el católico temor por el despliegue de la curiosidad sexual de los niños. Nunca lo supe porque nunca pregunté. Solo me avergoncé y esperé que el episodio quedara en el olvido. –Ojo–, el episodio, no el certamen. Prueba de ello es que se repitió aunque con modificaciones: las calificaciones pasaron del formato escrito al mental. 

La búsqueda de protuberancias, pieles, y curvas en las revistas era consistente, por supuesto, con búsquedas, en general, de lo oculto, de lo privado de lo íntimo, empresa que demandaba rigurosas pesquisas cuando no había nadie en casa. En una de ellas hice un hallazgo que me enseñaría mucho sobre el poder de las palabras y sobre cómo las más tempranas experiencias configuran nuestras preferencias posteriores, particularmente en cuestiones de erotismo.

Poco visible, dentro de un cajón del vestier de mi mamá, descubrí un nuevo lote de revistas. El hecho de que no estuvieran, como las otras, en un revistero a la vista de todos, reclamó de mí el más inmediato examen. Las puse en el suelo y sentado ante ellas vi que no eran –dato sorpresivo– las ya familiares y conocidas Vanidades ni Cosmopolitan. Unos amplios y contundentes caracteres blancos en la portada las identificaban: “Burda”... 

Burda... Sin siquiera abrir las revistas su nombre ya sonaba a prohibido, a grosero, a vulgar. Burda... El adjetivo, aplicado a las mujeres de la revista –seguro que las había–, las pintaba en mi mente agresivas, toscas, sin reparos a la hora de exhibir su desnudez.

Las primeras páginas mostraban, sin embargo, mujeres muy bien vestidas, –tal vez excesivamente vestidas para mi expectativa– pero no me amilané; supuse que como en las Vanidades y las Cosmopolitan las imágenes eran variadas y que las mujeres Burdas, como todo lo bueno en la vida, estaban reservadas para más adelante. 

Después de haber hojeado media revista, sin embargo, mis esperanzas empezaron a flaquear. Por no dejar, o porque todavía quedaba algún resto de esperanza, continué hasta el final. Nada. El ejemplar rehuía decididamente cualquier viso de desnudez. Pero la persistencia de la ilusión me hizo pensar que tal vez algún otro ejemplar pudiera contener lo que buscaba. Con velocidad redoblada hojeé una a una las revistas, pero la revista “Burda” no tenía nada que ver con desnudez; todo lo contrario, era una revista destinada a ocultarla, una revista de costura: crochet, tejido de punto, nuevas tendencias, modelos de yo no se qué, era todo lo que ofrecía.

Estoy seguro, aunque no lo recuerdo con precisión, que el episodio de las “Burda” –burda desilusión– clausuró definitivamente el ritual de las revistas femeninas. Con el tiempo transitaría hacia la etapa de los desnudos artísticos de la enciclopedia de fotografía Salvat y después a las revistas explícitas con sus nuevos vértigos y sus nuevas prácticas solitarias. 

Sin embargo, dos secuelas persisten aún de la primera época: la primera, que a veces, sin que venga a cuento, aparecen en mi mente –a veces hasta en sueños– las imágenes de la mujer de la bañera y de la mujer de la piel dorada que me seducen pero que al mismo tiempo me refriegan en la cara la imposibilidad de volver a los días de nuestros primeros encuentros. La segunda, que a pesar del tiempo y de la cantidad ingente de estímulos eróticos que existen, yo no puedo ver un buzo tejido en crochet tunecino sin que mis más sensibles fibras se estremezcan, como en los mejores días del baño o del vestier de mi mamá.


Me venden

Voy en el carro, despacio, entre un centro comercial y un parque. En la acera derecha, la del parque, hay un señor que sujeta con los dedos un marco que contiene mi cabeza. Veo que me están vendiendo. Pero como no soy el tipo de persona que entabla querellas, en este caso por la propiedad de mi mismo, y además el tránsito me obliga a avanzar sigo mi camino y me voy pensado en lo que va a pasar cuando mi comprador (aunque prefiero que sea una compradora, una que quiera ver en mí su lado masculino o que quiera sentirse acompañada por mi cara en el espejo) me lleve y me cuelgue en la sala de su casa (supongo que no tiene dinero suficiente para comprar varias unidades y ponerlas en diferentes habitaciones o, quien sabe, a lo mejor solo estoy disponible en el formato de sala).

Supongo pues que cuando me desempaque y me cuelgue en la pared de su sala mi compradora se va a parar justo enfrente de mí para estrenarme y yo instintivamente voy a correr mi cabeza hacia un lado como intentando darle permiso. Ella, entre divertida, confundida y contrariada, se va a retirar del espejo y va a volver a ponerse enfrente de él. Después de tres repeticiones yo entenderé que lo que quiere ver es mi cara. Claro, me diré: si me ha comprado es porque quiere verla, porque le ha gustado. Entonces me quedo quieto y le obsequio mi mejor sonrisa. Ella también sonríe (todavía no sé si es su mejor sonrisa) y ahí caeré en cuenta de que soy una muy buena compra porque proveerse de sonrisas matutinas y a demanda puede ser una de las cosas más valiosas del mundo. Le sonrío porque en general soy propenso a la sonrisa y por una pauta biológica y social de amabilidad que me impide mostrarme plano, inexpresivo, muchísimo menos indiferente. 

Pero la sonrisa será solo al principio. Con los días mi cara irá mostrando un repertorio cada vez más amplio de matices. Llegará el día, por ejemplo, en el que no haya dormido bien o esté cansado -permanecer todo el tiempo disponible en el espejo debe cansar mucho- o que experimente ese rechazo gratuito que siento a veces por mis congéneres; entonces la mujer no verá la sonrisa. O al revés, la mujer se levantará de mala parada y contra todo pronóstico no le sonreirá a mi sonrisa o hasta se molestará porque hay días en que la gente feliz da asco, y yo voy a quedar herido, no de muerte, claro, pero herido, y al día siguiente lo que la mujer verá en el espejo no será la sonrisa de hasta entonces sino una cara fría, distante, herida (en el sentido emocional, no físico, que sería horroroso, porque qué hacer con una cara herida, y ajena, al otro lado del espejo). 

Otras veces, lo sé, la mujer se sentirá cuestionada. 

-“Qué…” -preguntará cuando encuentre en mi cara una actitud que no sepa interpretar. Asumirá mi cara como cuestionadora y se va a cuestionar: Qué tengo, qué me ve, qué quiere… y como los espejos no hablan se va a quedar con una duda que le va a dar vueltas hasta que encuentre algo. Como digo, una buenísima compra.

Pero la cosa no se quedará ahí porque muchas visitas se miran en el espejo. Por ejemplo, -me parece estarla viendo- una señora voluminosa, vestida con traje sastre y un peinado engolado de grandes bucles -como los del marco del espejo-, la típica señora que se mira al espejo en las casas ajenas, que gira el cuello con pequeños movimientos de loro para mirarse los dos lados de la cara, que abre la boca y se limpia el labial corrido con un dedo; el tipo de señora que, con un tirón seco, se hala las solapas de una chaquetilla verde. 

Esa señora, pues, se va a mirar en el espejo, va a verme y se va a sorprender; con un salto y un grito llamará la atención de la dueña de casa que le va a explicar que me compró en la calle a un señor que etcétera y la señora se va a volver a asomar al espejo con renovada curiosidad de loro; se va a interesar mucho, tanto, que va a repetir las visitas para mirarme o mirarse en mí, y, como el deseo es el deseo del Otro, entonces preguntará a su amiga dónde me compró. Con la información recibida va a ir a comprarme (¿ya dije que soy una buena compra?) y allá estará el tipo de los espejos al que le queda al menos uno -ya ha vendido el mío-. La señora, por supuesto, no va a encontrar el espejo con mi imagen, sino con la suya y va a intentar explicarle al tipo que me busca a mí, pero el tipo, como respuesta, pensando que está loca, le dirá que no e intentará despacharla con cuerdas destempladas, o, si es humilde dirá que no, que no conoce ese tipo de espejos; conjeturarará tal vez que el espejo que le vendió a su amiga podía tener un desperfecto o hasta una ventaja pero en cualquier caso un desperfecto o una ventaja no intencional y podrá dar por cerrada la conversación con una sentencia sobre el misterio de la vida, sobre que hay tantas cosas que no se comprenden y sin embargo suceden, vea no más, mi señora, lo que dicen de los extraterrestres.

Maimónides

Como si fueran restos de sueños me vienen a la cabeza, nonas, sin contexto, palabras que repito, más que por su significado, por su sonido. La de hoy, “Maimónides". Maimónides, yourmónides, ourmónides… juego con ella, desperezándome. Flexibilizo así mi actitud ante la vida. Otro juego: Maimónides: mis monedas, en inglés. 

Después, pensando que los sonidos quieren decirme algo, me sumerjo en la Wikipedia y sus innúmeros saberes: 

"Moisés ben Maimón, más conocido como Maimónides (Córdoba, al-Ándalus, Imperio almorávide, 30 de marzo de 1138 - El Cairo, Egipto ayubí, 12 de diciembre de 1204). 

Córdoba Al Andalus… 

Ahí me es imposible no acordarme de mi madre, la única persona a quien le he oído pronunciar esa singular combinación de fonemas en un contexto más bien catedrático. No es raro escucharla decir que “Los árabes ocuparon España por ocho siglos”... ni oírla hablar sobre la cultura, la historia -y las historias- de los árabes, ni sobre sus visitas a los países en donde su cultura vive y palpita. No es raro oírla hablar, tampoco, de sus visitas a la mismísima Andalucía, o a Granada en donde -cita con tono dramático- la madre del sultán le dijo a éste: "Ahora llora como niño lo que no pudiste defender como hombre".... Honra en sus relatos un profundo y misterioso vínculo con el pueblo de Scherezada, de Al-Khwarizmi y de Mahoma.  

Asociadas a Maimónides, también, aparecen en la Wikipedia Torá, Yemen, Averroes, Avicena, Egipto… hermosos nombres para endulzarse los oídos y los labios y llenarse la cabeza de sentidos. Averroes y Avicena, por ejemplo, sabios y médicos también como Maimónides y como tantos otros sabios y médicos; gente curiosa, interesada por igual por las uñas enterradas, la mecánica celeste, la existencia de Dios o de los dioses. 

No puedo pensar en los médicos sin pensar en mi padre, médico también, polifacético, y de una manera, harto singular, sabio. No son poco frecuentes en la historia los médicos astrónomos, filósofos, músicos, y más. La tarjeta de Maimónides: médico, filósofo, astrólogo y rabino. Comentador de la Mishná. A sus órdenes. 

He oído también hablar de Maimónides a Memo Ánjel, un profesor reconocido en la ciudad por sus programas radiales, convertido, según creo, al judaísmo. Memo Ánjel es, como lo era Maimonides, otro sabio y erudito. Escucharlo me hace pensar a veces sobre el sentido y utilidad del conocimiento. Quiero creer, al escucharlo, que el conocimiento sirve para disfrutar más de la vida, para catarla mejor, y que no hay mayor riqueza que esa, la del mayor disfrute de la vida.  

Tal vez para eso aparece Maimónides en mi mente, para acordarme de mi riqueza: del don de las palabras, y del amor, heredado de mi padres, por el conocimiento; práctico el de mi padre, histórico, cultural, ancestral, espiritual, el de mi madre. Maimónides, mi riqueza; Maimónides: mis monedas. 


Baúl

Abrir el baúl, ese baúl con caras de colores en forma de cubo y sacar el tigre. Ese tigre que, aunque desprovisto ya de los botines y los guantes -garras de ficción-, y de las orejas brotadas de la capucha era el favorito de todos: enterizo, como un mameluco, cerrado al frente con cremallera. Quedaba uno con él como una especie de mecánico felino. También estaba el vikingo, que había olvidado su casco en forma de cono; duro, durísimo y forrado con piel de vaca y dos cachos de lo mismo que se prolongaban a los lados y amenazaban con feroces embestidas. Del chef, el gorro: blanco y alto, y del bombero -rojo- el casco de plástico, dudoso escudo contra el fuego, duro también como el de vikingo y áspero al cráneo por ausencia de espuma interior. Calzárselo era como ponerse los “zuecos” de madera que mamá usaba como adorno y que nunca supe si estaban hechos para adornar o para torturar los pies de un usuario condenado. 

Cascos, tocados, gorros, zuecos… trajes de otros tiempos... La memoria es también un baúl de colores del que se sacan, para ponerse, para lucir y volver a guardar, los recuerdos.

De adiciones y adicciones

No atendí a lo que decía la voz indistinta y en altos decibeles del locutor porque supe que hacía parte de uno de esos eventos para promocionar productos. Odio el ruido, detesto el escándalo y no me gusta sentirme presionado o sugestionado para comprar productos o servicios que siento que no necesito. Cuando necesite este producto -les digo en declaraciones imaginarias a promotores y vendedores-, yo lo busco. 

Seguí caminando hasta identificar el epicentro del barullo: una carpa de esas que se usan para hacer eventos instalada en una bomba de gasolina. En el techo de la carpa, un logo: Petrolabs. El primer término, en mayúsculas y alto contraste con la lona, hacía prácticamente invisible las letras minúsculas del segundo, casi del mismo color de la lona. Me pregunté si el primer término podría resultar disuasivo a los potenciales compradores de productos para mezclar con la gasolina, que eran los que se promocionaban. Podría ser que la asociación entre ese primer término (un presidente con baja popularidad, entre otras, por el precio de la gasolina) y la gasolina, no resultara muy favorable para la compra.

Otro aspecto que me pareció controversial fue que el locutor se refiriera a los productos como “adictivos”. Sí. Adictivos para el combustible, decía. Lo primero que pensé fue que se equivocaba (un error de lectura o de pronunciación imperdonables en un locutor), pero después pensé que se trataba de una apuesta ética de la empresa consistente en  advertir a los potenciales compradores sobre los riesgos de alimentar el motor con sustancias adictivas, tales como tolerancia, o sea, la necesidad del motor de consumir cada vez más sustancia para mantener el mismo funcionamiento; mal funcionamiento (cambios inesperados de velocidad, corcoveos, valvuleos, dificultad para encender, entre otros síntomas), y, en general, un deterioro significativo de la capacidad del vehículo para cumplir sus actividades habituales de transporte en ausencia de la sustancia (síndrome de abstinencia).

Me pareció bien advertir sobre los riesgos del producto pero me pareció que el tono del locutor, alegre, festivo, sofisticado, ese tono de que todo es maravilloso, valioso e inmejorable, no era el más adecuado habida cuenta de la seriedad del mensaje; tampoco me pareció adecuada la música -demasiado festiva para la seriedad del mensaje- que el locutor puso después de su mensaje verbal. Prueba de ello, el instintivo y festivo ¡Eeeepaaaa! con que una de las bomberas reaccionó al escuchar la irrupción de las trompetas, timbales y güiros. 

Otro punto que me pareció, ya no controversial sino curioso, fue que al cabo de un par de compases hiciera la entrada el cantante, y que el cantante fuera -ahí sí voltee para asegurarme de que mi percepción era cierta- ¡nada más y nada menos que el mismísimo locutor!.

Me pregunté si los elementos que componían la estrategia, a saber, una marca con nombre de presidente impopular y un locutor de bigote canoso con boina a lo Rolando Laserie cantando guapachoso e insistiendo sobre la adictividad de los productos lograrían torcer el destino de algún conductor en la ruta de su casa o de su trabajo para hacer escala en la bomba y comprar los productos. Mi respuesta inmediata: no. 

Sin embargo me pareció que la situación podría tener interés. Tal vez para hacer chistes (imaginaba al locutor presentándose a sí mismo como cantante en un evento: -y ahora reciban con un fuerte aplauso… ¡a mí!)... O tal vez para escribir un cuento, un relato, algo, y, como para escribir cuentos relatos y algos los detalles son importantes porque a veces funcionan como símbolos o como pequeñas cajas de Pandora que despliegan muchos sentidos, me di a explorar un detalle que no me había quedado claro: los productos promocionados ¿eran solo los adi(c)tivos, o había otro tipo de productos?  

Con la marca claramente definida en mi memoria busqué en internet y aprendí que la empresa se especializa en la venta y comercialización de aditivos para gasolina y diésel; que los aditivos tienen dos funciones específicas: una, liberar el motor de humedad, limpiar carburadores e inyectores y quitar ¡algas!... (nunca se me hubiera ocurrido que el motor pudiera albergarlas) y dos, limpiar el carbono del sistema para evitar el humo negro y disminuir las emisiones de dióxido de carbono y de óxido de hidrógeno. 

Entonces me puse a meditar sobre los aditivos. Nunca los había usado porque alguien -creo- en algún momento de mi vida me había dicho que no eran buenos ¿Quién, por qué? Ni idea. (¡Dios sabe cuántos juicios y prejuicios que escuchamos por ahí al desgaire condicionan nuestra conducta de manera religiosa! “A mí me dijeron una vez”... decimos, y nos aferramos a esos dichos de manera acrítica como argumentos absolutos, contundentes e irrevocables). Otro criterio de mi resistencia a los aditivos era de tipo purista (seguramente escuchado por ahí a alguien más); según este criterio, si el whisky necesitara cocacola, el café azúcar o la gasolina aditivos, ya vendrían con ellos incorporados. Finalmente, nunca había echado aditivos con la idea de que se trata de un producto innecesario promovido por los fabricantes solo con el objetivo de hacernos consumir.

A esa altura me di cuenta de que tanta información sobre los aditivos me había hecho reflexionar sobre ellos al grado de cuestionar mis prejuicios. Entonces se me ocurrió que tal vez mis investigaciones y reflexiones eran un efecto previsto y premeditado; que los aspectos contradictorios y disruptivos de la estrategia estaban pensados precisamente para instigar el interés del público. Imaginé al jefe de la campaña hablando con el locutor:  

-Don Pedro (el locutor tenía cara de llamarse así) diga “adictivo”. 
-¡Pero aditivo es sin ce! -protestaría, profesional, don Pedro- 
-Sí, don Pedro -replicaría, comprensivo, el diseñador de la campaña-  nosotros sabemos, pero, háganos caso, dígalo así.
-Está bien, ustedes son los que mandan -diría resignado don Pedro- El cliente siempre tiene la razón… 

La verdad, no tengo cómo saber si la campaña era producto del desconocimiento de estrategias más eficaces de mercadeo (¿carpas con chicas voluptuosas, embutidas en lycra y contoneándose a ritmo de reguetón?), o si era producto, al estilo de “La Casa de Papel”,  de un estudio profundo de la psicología humana que contaba con mis reacciones y conductas para interesarme por la marca. No lo sé. Lo que sí sé es que llevo dos meses echándole, Fulloctane y Nosequesán a la gasolina y que cuando voy a tanquear me sorprendo preguntando con nostalgia, mientras siseo mentalmente el ritmo de una cumbia cienaguera: ¿Y el señor de los aditivos qué, no ha vuelto?

Lluvia

 Aunque empiezan a caer las gotitas, confío en llegar seco a la estación. Dos segundos después, sin embargo, las gotitas se convierten en una llovizna pareja que empieza a mojarme seriamente la camisa y que me obliga a guarecerme en algún lugar. Se me ocurre, ignorando mis experiencias fallidas de otros aguaceros, hacerlo debajo de uno de los árboles de mango que hay al borde de la via. Claro, me sigo mojando, la lluvia tiene la habilidad de escurrirse entre las hojas del árbol. Por eso exploro el área en busca de una protección real. La más cercana, un tramo de acera protegido por el alero de una fábrica. Cruzo la calle y me hago debajo del alero, al lado de un motociclista. Cada uno se ocupa de lo que se ocupa uno en los casos de lluvia imprevista: mirar: los árboles, los riachuelos que se forman con la lluvia, la calle, la lluvia misma. Al rato viene a hacernos compañía una chica joven, uniforme de empresa, pelo negro, brillante, lacio. Registramos su presencia y regresamos a la contemplación y a la espera, a los charcos, al taxi que intenta meterse a la via principal proveniente de una via secundaria. Pasa otro rato y al alero se aproxima otra mujer. Tiene el pelo ancho como el cuello de una cobra (le queda bien); mientras se aproxima va cerrando un paraguas, tal vez no suficientemente fino como para soportar el vendaval. Ahora somos cuatro debajo de alero. Yo regreso a los árboles, a los charquitos, al taco y me acuerdo del pediatra que dijo que los niños deben ver llover. Cuando el aguacero amaina oigo una voz que dice: “Hasta la estación”. Es una voz de mujer mayor, la del paraguas. Cuando volteo a mirar la veo, junto a la chica joven, apretadas las dos, debajo del paraguas, rumbo a la estación.