Aunque empiezan a caer las gotitas, confío en llegar seco a la estación. Dos segundos después, sin embargo, las gotitas se convierten en una llovizna pareja que empieza a mojarme seriamente la camisa y que me obliga a guarecerme en algún lugar. Se me ocurre, ignorando mis experiencias fallidas de otros aguaceros, hacerlo debajo de uno de los árboles de mango que hay al borde de la via. Claro, me sigo mojando, la lluvia tiene la habilidad de escurrirse entre las hojas del árbol. Por eso exploro el área en busca de una protección real. La más cercana, un tramo de acera protegido por el alero de una fábrica. Cruzo la calle y me hago debajo del alero, al lado de un motociclista. Cada uno se ocupa de lo que se ocupa uno en los casos de lluvia imprevista: mirar: los árboles, los riachuelos que se forman con la lluvia, la calle, la lluvia misma. Al rato viene a hacernos compañía una chica joven, uniforme de empresa, pelo negro, brillante, lacio. Registramos su presencia y regresamos a la contemplación y a la espera, a los charcos, al taxi que intenta meterse a la via principal proveniente de una via secundaria. Pasa otro rato y al alero se aproxima otra mujer. Tiene el pelo ancho como el cuello de una cobra (le queda bien); mientras se aproxima va cerrando un paraguas, tal vez no suficientemente fino como para soportar el vendaval. Ahora somos cuatro debajo de alero. Yo regreso a los árboles, a los charquitos, al taco y me acuerdo del pediatra que dijo que los niños deben ver llover. Cuando el aguacero amaina oigo una voz que dice: “Hasta la estación”. Es una voz de mujer mayor, la del paraguas. Cuando volteo a mirar la veo, junto a la chica joven, apretadas las dos, debajo del paraguas, rumbo a la estación.
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