Abrir el baúl, ese baúl con caras de colores en forma de cubo y sacar el tigre. Ese tigre que, aunque desprovisto ya de los botines y los guantes -garras de ficción-, y de las orejas brotadas de la capucha era el favorito de todos: enterizo, como un mameluco, cerrado al frente con cremallera. Quedaba uno con él como una especie de mecánico felino. También estaba el vikingo, que había olvidado su casco en forma de cono; duro, durísimo y forrado con piel de vaca y dos cachos de lo mismo que se prolongaban a los lados y amenazaban con feroces embestidas. Del chef, el gorro: blanco y alto, y del bombero -rojo- el casco de plástico, dudoso escudo contra el fuego, duro también como el de vikingo y áspero al cráneo por ausencia de espuma interior. Calzárselo era como ponerse los “zuecos” de madera que mamá usaba como adorno y que nunca supe si estaban hechos para adornar o para torturar los pies de un usuario condenado.
Cascos, tocados, gorros, zuecos… trajes de otros tiempos... La memoria es también un baúl de colores del que se sacan, para ponerse, para lucir y volver a guardar, los recuerdos.
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