No atendí a lo que decía la voz indistinta y en altos decibeles del locutor porque supe que hacía parte de uno de esos eventos para promocionar productos. Odio el ruido, detesto el escándalo y no me gusta sentirme presionado o sugestionado para comprar productos o servicios que siento que no necesito. Cuando necesite este producto -les digo en declaraciones imaginarias a promotores y vendedores-, yo lo busco.
Seguí caminando hasta identificar el epicentro del barullo: una carpa de esas que se usan para hacer eventos instalada en una bomba de gasolina. En el techo de la carpa, un logo: Petrolabs. El primer término, en mayúsculas y alto contraste con la lona, hacía prácticamente invisible las letras minúsculas del segundo, casi del mismo color de la lona. Me pregunté si el primer término podría resultar disuasivo a los potenciales compradores de productos para mezclar con la gasolina, que eran los que se promocionaban. Podría ser que la asociación entre ese primer término (un presidente con baja popularidad, entre otras, por el precio de la gasolina) y la gasolina, no resultara muy favorable para la compra.
Otro aspecto que me pareció controversial fue que el locutor se refiriera a los productos como “adictivos”. Sí. Adictivos para el combustible, decía. Lo primero que pensé fue que se equivocaba (un error de lectura o de pronunciación imperdonables en un locutor), pero después pensé que se trataba de una apuesta ética de la empresa consistente en advertir a los potenciales compradores sobre los riesgos de alimentar el motor con sustancias adictivas, tales como tolerancia, o sea, la necesidad del motor de consumir cada vez más sustancia para mantener el mismo funcionamiento; mal funcionamiento (cambios inesperados de velocidad, corcoveos, valvuleos, dificultad para encender, entre otros síntomas), y, en general, un deterioro significativo de la capacidad del vehículo para cumplir sus actividades habituales de transporte en ausencia de la sustancia (síndrome de abstinencia).
Me pareció bien advertir sobre los riesgos del producto pero me pareció que el tono del locutor, alegre, festivo, sofisticado, ese tono de que todo es maravilloso, valioso e inmejorable, no era el más adecuado habida cuenta de la seriedad del mensaje; tampoco me pareció adecuada la música -demasiado festiva para la seriedad del mensaje- que el locutor puso después de su mensaje verbal. Prueba de ello, el instintivo y festivo ¡Eeeepaaaa! con que una de las bomberas reaccionó al escuchar la irrupción de las trompetas, timbales y güiros.
Otro punto que me pareció, ya no controversial sino curioso, fue que al cabo de un par de compases hiciera la entrada el cantante, y que el cantante fuera -ahí sí voltee para asegurarme de que mi percepción era cierta- ¡nada más y nada menos que el mismísimo locutor!.
Me pregunté si los elementos que componían la estrategia, a saber, una marca con nombre de presidente impopular y un locutor de bigote canoso con boina a lo Rolando Laserie cantando guapachoso e insistiendo sobre la adictividad de los productos lograrían torcer el destino de algún conductor en la ruta de su casa o de su trabajo para hacer escala en la bomba y comprar los productos. Mi respuesta inmediata: no.
Sin embargo me pareció que la situación podría tener interés. Tal vez para hacer chistes (imaginaba al locutor presentándose a sí mismo como cantante en un evento: -y ahora reciban con un fuerte aplauso… ¡a mí!)... O tal vez para escribir un cuento, un relato, algo, y, como para escribir cuentos relatos y algos los detalles son importantes porque a veces funcionan como símbolos o como pequeñas cajas de Pandora que despliegan muchos sentidos, me di a explorar un detalle que no me había quedado claro: los productos promocionados ¿eran solo los adi(c)tivos, o había otro tipo de productos?
Con la marca claramente definida en mi memoria busqué en internet y aprendí que la empresa se especializa en la venta y comercialización de aditivos para gasolina y diésel; que los aditivos tienen dos funciones específicas: una, liberar el motor de humedad, limpiar carburadores e inyectores y quitar ¡algas!... (nunca se me hubiera ocurrido que el motor pudiera albergarlas) y dos, limpiar el carbono del sistema para evitar el humo negro y disminuir las emisiones de dióxido de carbono y de óxido de hidrógeno.
Entonces me puse a meditar sobre los aditivos. Nunca los había usado porque alguien -creo- en algún momento de mi vida me había dicho que no eran buenos ¿Quién, por qué? Ni idea. (¡Dios sabe cuántos juicios y prejuicios que escuchamos por ahí al desgaire condicionan nuestra conducta de manera religiosa! “A mí me dijeron una vez”... decimos, y nos aferramos a esos dichos de manera acrítica como argumentos absolutos, contundentes e irrevocables). Otro criterio de mi resistencia a los aditivos era de tipo purista (seguramente escuchado por ahí a alguien más); según este criterio, si el whisky necesitara cocacola, el café azúcar o la gasolina aditivos, ya vendrían con ellos incorporados. Finalmente, nunca había echado aditivos con la idea de que se trata de un producto innecesario promovido por los fabricantes solo con el objetivo de hacernos consumir.
A esa altura me di cuenta de que tanta información sobre los aditivos me había hecho reflexionar sobre ellos al grado de cuestionar mis prejuicios. Entonces se me ocurrió que tal vez mis investigaciones y reflexiones eran un efecto previsto y premeditado; que los aspectos contradictorios y disruptivos de la estrategia estaban pensados precisamente para instigar el interés del público. Imaginé al jefe de la campaña hablando con el locutor:
-Don Pedro (el locutor tenía cara de llamarse así) diga “adictivo”.
-¡Pero aditivo es sin ce! -protestaría, profesional, don Pedro-
-Sí, don Pedro -replicaría, comprensivo, el diseñador de la campaña- nosotros sabemos, pero, háganos caso, dígalo así.
-Está bien, ustedes son los que mandan -diría resignado don Pedro- El cliente siempre tiene la razón…
La verdad, no tengo cómo saber si la campaña era producto del desconocimiento de estrategias más eficaces de mercadeo (¿carpas con chicas voluptuosas, embutidas en lycra y contoneándose a ritmo de reguetón?), o si era producto, al estilo de “La Casa de Papel”, de un estudio profundo de la psicología humana que contaba con mis reacciones y conductas para interesarme por la marca. No lo sé. Lo que sí sé es que llevo dos meses echándole, Fulloctane y Nosequesán a la gasolina y que cuando voy a tanquear me sorprendo preguntando con nostalgia, mientras siseo mentalmente el ritmo de una cumbia cienaguera: ¿Y el señor de los aditivos qué, no ha vuelto?
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