lunes, 2 de diciembre de 2024

El exquisito tejido erótico de la pubertad

La pubertad no goza, lastimosamente, de muy buena prensa. Ni de buen nombre: Pubertad... Pronunciarla obliga a la liberar, a través de los labios, aire comprimido: Pub… la palabra sugiere explosiones de materia aprisionada en la piel; pubertad: inestabilidad, desagradables secreciones. 

Tal vez sea por eso que tendemos a recordar la pubertad como una época vergonzosa de nuestras vidas, la época del acné, la inocencia y la inexperiencia, que juzgamos en etapas posteriores como estupidez. Sin embargo, en su defensa hay que decir que la pubertad es la época en la que el goce erótico es el más refinado. Me refiero, por supuesto, a su aspecto visual y pasivo, al lado voyeur del espectro.

Y es que en la pubertad la chispa más sutil bastaba para incendiar nuestras pasiones. A diferencia de los adolescentes mayores –y aún de muchos adultos– ostentábamos la sensibilidad extrema de un catador. Ni los más volátiles taninos, ni los más sutiles grados de acidez, ni las más tenues “notas” del manjar visual lograban escapar a la tensa receptividad de nuestros sentidos.

Todavía recuerdo –tenía once o doce años– una visión. La manga ancha de la camiseta de una chica mayor me permitió ver, por unos breves instantes, su brassiere. Y no es que la chica tuviera la voluntad de mostrarme sus prendas íntimas, nada de eso. Es que, en los movimientos naturales de su conversación (que no era conmigo), en algún momento, el ángulo propicio dio pie a la visión. 

Pero no eran solamente las visiones las que provocaban mis respuestas psicofisiológicas. Las palabras, asociadas a esas visiones, venían a sumarse a esas respuestas. Porque no era solamente ver el brassiere, era saber que eso se llamaba brassiere y repetir la palabra como un mantra en el escondite de la mente: brassiere... brassiere... brassiere... Han pasado varias décadas desde entonces pero todavía atesoro el momento como uno de los más valiosos de mi eroticoteca personal.

Otra fuente de imágenes incunables eran las revistas. Pero no, como acaso imaginará el lector, las icónicas –y explícitas– Macho, Hustler o Playboy (un hallazgo posterior), sino las también icónicas, aunque destinadas a un público femenino, Vanidades y Cosmopolitan. Guardadas en una cesta en el baño de mi mamá me esperaban –eso sentía yo– para ser liberadas y leídas, para que yo, asegurando la puerta, las desplegara y las examinara con minuciosidad de filatelista.

Mi primera experiencia de lectura me mostró que, además de sus consejos para conseguir marido, retenerlo o abandonarlo, o de sus ejercicios para eliminar la grasa inconveniente (“esos molestos bananitos”), o de las últimas tendencias en decoración de interiores, las Vanidades y las Cosmopolitan incluían, con fines identificatorios, ilustrativos y hasta didácticos, fotos e ilustraciones de mujeres (como la de la bañera, como la de la piel dorada) que exhibían, aunque de manera parcial, la desnudez de sus cuerpos. 

Era hacia los límites de esa semidesnudez hacia donde se dirigían mis más denodados esfuerzos visuales. Quería ver más; quería atravesar, como Supermán con sus rayos X, la insidiosa espuma que tapaba los pechos de la mujer de la bañera; quería que mis ojos traspasaran el piso sobre el que se recostaba boca abajo la mujer de la piel dorada para ver sus pechos desprovistos de brassiere; quería poder empujarla suave pero firmemente para hacerla cambiar de posición y poder contemplar así, aunque solo fuera por unos segundos, su relieve posterior.

Quería verlo todo pero no podía. Creo que esa fricción, nunca resignada, entre el querer y el no poder era la que mantenía la inflamable yesca de mi erotismo. La mujer de la piel dorada era, para colmo, la modelo de la sugestiva marca “Nude” que mis suficientes conocimientos lingüísticos me traducían como “desnudo” o, todavía mejor, “desnuda”, y que, como la palabra brassiere, provocaba en mí esos temblores que se parecían tanto al miedo y a la felicidad.

Alguna vez, haciendo gala de catador y de sus inevitables clasificaciones, se me ocurrió establecer un “ranking” de las imágenes o fotos con mayor carga erótica. Las mejores, de acuerdo a mi criterio, eran calificadas, lapicero en mano, con un rotundo “Ok”. Días después, sin embargo, el recién iniciado certamen sería censurado por las autoridades competentes (mi mamá) con un desaprobatorio “Eh avemaría...” sin que los organizadores del certamen (o sea yo) supieran a ciencia cierta si la causa de la censura era la torpe caligrafía que mancillaba la integridad de las revistas, el acto cosificador de asignar calificaciones a las mujeres de acuerdo con un supuesto coeficiente erótico, o simplemente el católico temor por el despliegue de la curiosidad sexual de los niños. Nunca lo supe porque nunca pregunté. Solo me avergoncé y esperé que el episodio quedara en el olvido. –Ojo–, el episodio, no el certamen. Prueba de ello es que se repitió aunque con modificaciones: las calificaciones pasaron del formato escrito al mental. 

La búsqueda de protuberancias, pieles, y curvas en las revistas era consistente, por supuesto, con búsquedas, en general, de lo oculto, de lo privado de lo íntimo, empresa que demandaba rigurosas pesquisas cuando no había nadie en casa. En una de ellas hice un hallazgo que me enseñaría mucho sobre el poder de las palabras y sobre cómo las más tempranas experiencias configuran nuestras preferencias posteriores, particularmente en cuestiones de erotismo.

Poco visible, dentro de un cajón del vestier de mi mamá, descubrí un nuevo lote de revistas. El hecho de que no estuvieran, como las otras, en un revistero a la vista de todos, reclamó de mí el más inmediato examen. Las puse en el suelo y sentado ante ellas vi que no eran –dato sorpresivo– las ya familiares y conocidas Vanidades ni Cosmopolitan. Unos amplios y contundentes caracteres blancos en la portada las identificaban: “Burda”... 

Burda... Sin siquiera abrir las revistas su nombre ya sonaba a prohibido, a grosero, a vulgar. Burda... El adjetivo, aplicado a las mujeres de la revista –seguro que las había–, las pintaba en mi mente agresivas, toscas, sin reparos a la hora de exhibir su desnudez.

Las primeras páginas mostraban, sin embargo, mujeres muy bien vestidas, –tal vez excesivamente vestidas para mi expectativa– pero no me amilané; supuse que como en las Vanidades y las Cosmopolitan las imágenes eran variadas y que las mujeres Burdas, como todo lo bueno en la vida, estaban reservadas para más adelante. 

Después de haber hojeado media revista, sin embargo, mis esperanzas empezaron a flaquear. Por no dejar, o porque todavía quedaba algún resto de esperanza, continué hasta el final. Nada. El ejemplar rehuía decididamente cualquier viso de desnudez. Pero la persistencia de la ilusión me hizo pensar que tal vez algún otro ejemplar pudiera contener lo que buscaba. Con velocidad redoblada hojeé una a una las revistas, pero la revista “Burda” no tenía nada que ver con desnudez; todo lo contrario, era una revista destinada a ocultarla, una revista de costura: crochet, tejido de punto, nuevas tendencias, modelos de yo no se qué, era todo lo que ofrecía.

Estoy seguro, aunque no lo recuerdo con precisión, que el episodio de las “Burda” –burda desilusión– clausuró definitivamente el ritual de las revistas femeninas. Con el tiempo transitaría hacia la etapa de los desnudos artísticos de la enciclopedia de fotografía Salvat y después a las revistas explícitas con sus nuevos vértigos y sus nuevas prácticas solitarias. 

Sin embargo, dos secuelas persisten aún de la primera época: la primera, que a veces, sin que venga a cuento, aparecen en mi mente –a veces hasta en sueños– las imágenes de la mujer de la bañera y de la mujer de la piel dorada que me seducen pero que al mismo tiempo me refriegan en la cara la imposibilidad de volver a los días de nuestros primeros encuentros. La segunda, que a pesar del tiempo y de la cantidad ingente de estímulos eróticos que existen, yo no puedo ver un buzo tejido en crochet tunecino sin que mis más sensibles fibras se estremezcan, como en los mejores días del baño o del vestier de mi mamá.


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