sábado, 12 de abril de 2014

Café con gafas

¡Señora Gloria!... ¡Señora Gloria!....

Y la señora Gloria, sorda, continúa sentada en su silla como si nada, como si no fuera con ella.

Por eso de la mesa de la señora Gloria se levanta un señor con canas en la cabeza y en el bigote que va por el pedido de la señora Gloria. La señora Gloria parece un esperpento: tiene el pelo corto y una bocaza con la que podría tragarse el libro de tapas rojas que lee.

La señora Gloria ha pedido café. Tiene unos ojos grandotes y unas cejas largas que quizá pudieron haber enamorado al señor canoso hace muchos años.

De pronto el señor canoso, en un solo movimiento se pone de pie y empuja la silla hacia atrás. Se dirige hacia el joven de gafas que escribe que su señora Gloria tiene una gran bocaza y sin mediar palabra alguna, lo golpea directo en la nariz.

El joven que escribe experimenta una extraña sensación de placer mientras es golpeado. Por supuesto un placer que queda enterrado al instante por el dolor. De todas maneras, placer y dolor duran poco porque queda tirado en el suelo derramando sangre por la nariz, inconsciente.

El señor de las canas y el joven de las gafas han arruinado el café de los demás: el joven de barba que está sentado con dos mujeres duda si levantarse a socorrer al joven que escribe (que escribía) o quedarse sentado esperando que los dependientes del café se ocupen. Al fin y al cabo el joven que escribe les pertenece de algún modo en calidad de cliente.

El joven de la barba deja que sea así. De todos modos no tiene mucho tiempo de pensar porque ya la dependienta se acerca con una trapeadora en la mano: se siente más tranquila ocupándose de la sangre derramada en el piso que del joven, pero se siente obligada a preguntarle cómo se siente sabiendo ocultar bien un gesto de incomodidad ‒no reconoce que de asco‒ por la sangre que todavía mana de las narices afeando la imagen corporativa del café.

Igual reacción parece ocasionar a las mujeres que están con el joven de la barba que dejan empezados sus capuchinos y se levantan para irse, haciendo cara de la mayor naturalidad posible, como si su partida fuera el desenlace natural de su estadía en el café. 

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