domingo, 20 de abril de 2014

LA SACADA DE LA CÉDULA


En un lugar de la Villa, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que… boté la cédula. Una voz interior me preguntó ¿Dónde olvidaste la cédula, Santiago? Y me respondí a mí mismo: ¡Pues si supiera donde la dejé no las estaría buscando güevón! Entonces, corregido por mí mismo cambié la pregunta: ¡Eh! dónde habré dejado esa p… cédula… Dirán que es una vulgaridad utilizar esta palabra para referirse al documento en cuestión pero no encuentro una descripción más precisa para una que se ha perdido irremediablemente.

Hablemos un poco de la cédula. En primer lugar, ¿para qué le ponen la huella a la cédula? Imagínese de noche, un policía le pide su cédula, mira la foto, de pronto no le parece muy convincente, tiene sus dudas, y le dice: A ver, ¡muéstreme su índice derecho! Y usted procede a estirárselo al oficial. El se queda mirando, una curvita no le convence, llama a su compañero, vení Martínez, vos si ves esta curvita?, ¡no me mueva el dedo hágame el favor! Contemos las rayitas, a ver, una, dos, tres… veinticinco…. ¿veinticinco o veintiséis?... ahhh… volvamos a empezar: uno, dos, tres… 

Segundo, ¿qué es eso de fecha y lugar de expedición?, dice Envigado, 30 diciembre / 1992. Resulta que cuando eso, la próspera ciudad era entonces un paraje inhóspito; había que ir de expedición a sacar la cédula.

Otra cosa curiosa es la firma del Registrador Nacional ¿saben cómo se llama el registrador nacional?, ¿Quién puede decírmelo? Una pista: se encuentra en el respaldo de la cédula: Carlos Ariel Sánchez Torres. Es una persona de admirar. Yo lo admiro por su potente visión, por su pulso y, especialmente por su paciencia. Y es que es capaz, no solamente, de hacer la firma más diminuta que existe, sino también de estamparla en cada cédula que se expide en el territorio nacional. Si es que yo leyéndola me embizco y me mareo, como será ese señor todo el día firmando cédulas, sacando la lengua intentando la precisión, ¡hij… ya me tiré esta!... ¡Cómo saldrá de la oficina! Todo ese trabajo de don Ariel y vengo yo ¡y boto la cédula! Cómo le dará de rabia. Lee los datos de la cédula y dice, vení pero esta cédula yo ya la había firmado… ¿fue que ese pendejo la botó o qué? Por eso cobran treinta y cuatro mil pesos por el duplicado.

Al perder la cédula empecé la etapa de duelo que, como sabemos, inicia con la negación: Por eso no fui ni a la notaría a poner el denuncio, ni a la registraduría, que es un lugar al que temo instintivamente porque lo asocio con trámites, burocracia, filas y funcionarios que no funcionan. También, debo confesarlo, me daba pena volver a molestar a Carlos Ariel. Así, dejé pasar un mesecillo, pensando que podía aparecer en el bolsillo interior de una chaqueta, en la oficina, o por ahí “traspapelada” entre las cosas. Pero no aparecía. Entre mi fobia a las registraduría, mi registrofobia, y la esperanza de que la cédula apareciera por sí sola en algún lugar, no me animaba a preguntar por el trámite de una nueva cédula. Pero llegó el momento en que decidí enfrentar, tanto la pérdida irremisible de la cédula como el olor a madera vieja de la registraduría. 

Pregunté allí por el trámite. Para mi sorpresa me dieron en la puerta una fotocopia con las las indicaciones. Había que separar una cita (me pregunto cómo podrá sentirse la una pequeña citica separada de sus hermanas:  el dolor, la tristeza, la citica (sitica) aferrándose a las demás, el computador arrastrándola de la mano porque la cita se separaba por internet y las citas más viejas: “sabíamos que este día llegaría; pero hay que aceptarlo, es parte de la vida de toda cita…” (fin de la cita) 

Noté maravillado que había citas hasta para el día siguiente…! Yo preveía que la cita iba a coincidir con la del certificado de defunción, pero no. Después de un par de clicks ya tenía mi cita para dentro de tres días. Estaba tan emocionado estrenando cita que no puse mucha atención a los documentos que había que llevar, porque uno no se puede presentar a una cita así no más, con las manos vacías, no señor. Y así, como una cita amorosa requiere buena ropa, perfume y flores, una cita con la registradora, requiere cuatro fotos de cuatro por cinco  cuatro por cinco, veinte, por cuatro…, como quien dice ochenta, y de fondo blanco (parece que la registradora es aficionada a la bebida ¡fondo blancooo…!) y un recibo de pago en el banco popular por la módica suma de treinta y cuatro mil pesos. Ya mi padre me había advertido en mi niñez con su pródiga sabiduría sobre el valor de la identidad: ¡son treinta y cuatro mil pesos!.

Se llegó el día D. La cita era a las tres de la tarde y yo estaba en Bello, así que me dije a mi mismo que debía salir de allí a la una de la tarde para alcanzar a 1: imprimir las fotos que tenía guardadas en mi memoria usb de un reciente trámite y 2: hacer el pago, que había olvidado con la euforia de haber ganado la cita.

Calculé que podría cumplir mi itinerario. Así que me dirigí, bajo un sol calcitrante a Carrefour (chévere) y cuál no sería mi sorpresa al ver que el local de fotojapón estaba desocupado. Maldiciendo, volví caminando al metro para tomarme las fotos en Envigado y hacer el pago en el BP. Ya el tiempo se estrechaba. Subí al metro No. No es cierto, entré en el metro porque a uno no lo dejan subirse, es peligroso… y a los pocos minutos de arrancar ¡se detuvo! Se detuvo a mitad de camino y no arrancaba y no arrancaba. Fue muy angustiante porque una cosa es que no arranque, pero que no arranque y no arranque… es el doble de angustioso. Yo miraba el reloj diciéndome: tranquilo, por más que te angusties no va a arrancar, y mucho menos a arrancar-arrancar. Respiraba profundo. Digo profundo porque estaba en el fondo de una multitud de cuerpos y de axilas colgantes (las axilas colgantes de babilonia), y después de algunos minutos-horas, el metro, no solo arrancó, sino que arrancó-arrancó. Iba de estación en estación y yo hacía fuerza para que el tiempo me alcanzara. Tenía mucho miedo de perder la cita en la registraduría. Miedo de un nuevo trámite, y miedo de un castigo imaginario.

Imaginaba la cara del portero o del funcionario encogiendo los labios, levantando una ceja y con un gesto de desaprobación negándome la cita y haciendo una observación despectiva del tipo “es que no cumplen con la citas”, incluyéndome a mí en la masa informe de los que llegan tarde a las citas. Temí que me castigaran. Hasta llegué a imaginar que el funcionario me decía: si fue tan machito pa´ llegar tarde, entonces mire a ver cómo se las va a arreglar sin cédula. Y diciéndole después a otro funcionario:  Fue duro, pero es por su bien. Imaginaba que me iba a tocar la ardua tarea de independizarme y montar mi propia registraduría. 

En estas divagaciones iba cuando el metro llegó a su destino, la Estación Envigado, estación cercana al periódico el Colombiano, parque de Envigado, con rutas integradas… Bajé y fui rumbo a la ruta integrada con dirección parque Envigado. Allí buscaría el banco popular y un tomadero de fotos sabía que al frente de la registraduría había uno y después, a cumplir la cita. Lo que viví en adelante fue una mezcla intermitente de esperanza y derrota. A veces pensaba que sí iba a alcanzar, pero después miraba el reloj y me decía a mí mismo, no voy a alcanzar. También me decía: si no alcanzo no me voy a castigar. Si no alcanzo no alcancé y punto. 

Le tocó el turno al banco popular. Ya había ido a hacer una vuelta antes allí y entonces me dirigí concentrado. Cuando llegué caí en cuenta que la vuelta que había hecho en ese banco no era una vuelta del banco popular sino de AV Villas. A no ser que hubieran cambiado el banco en una semana. Pregunté por el banco popular. Un señor me lo señaló. Dudé del señor y una cuadra más adelante pregunté a otro señor. Y el señor me señaló. Entré al banco. Había una fila que uno no sabe. Unas diez personas ¿voy a alcanzar? En un momento me dije. Ya no alcancé, aceptando la realidad. Ya no alcancé me decía, pero voy a hacerlo, después vemos. 

Me puse en la cola de la fila. Es verdad que quise ponerme en la cabeza pero a algunos de los clientes pareció no agradarles mucho. Esto lo sospeché por su lenguaje corporal y por algunos escasos vocablos, del tipo “hey hey hey hey” cantados al unísono por todos los miembros de la fila. Tan pegajoso era el estribillo que me sumé a él y empecé a bailarlo, cuando un sutil empujón con el empeine de un pié me advirtió que los gritos no eran un estribillo de moda como el de Ricky Martin (¡un! ¡dos! ¡tres! Un pasito pa´ lante, María…) sino la imperativa amenaza de que ocupara mi lugar en el apéndice de la fila. 

Una vez allí, en la cola, que hacía honor a su nombre, porque la verdad es que no olía nada bien, empecé a observar el universo del banco popular. Había cosas interesantes. Llamémoslas a manera de síntesis, vejez y decadencia: un espacio pequeño, con carteleras y avisos de un verde desteñido y curtido, fracturas en el piso, desniveles peligrosos, caprichosos diseños del mugre en las baldosas, mostradores descascarados, señoras opulentas con trajes arcaicos y miradas gachas, tan curtidas como las paredes por el paso del tiempo, por una larga vida de largas filas a la espera de cualquier cosa. Las paredes, antaño de un blanco impoluto ahora mestizas de negro mugre, de negro tiempo.

Y en este ambiente retro, retro pobre, anidaban funcionarios también populares. Uno de los que más llamó mi atención fue el de la taquilla izquierda, consignaciones y cheques. No miento. Era un señor de edad avanzada (era lo único “de avanzada” que había en el banco) por ahí de unos sesenta y tantos años, calvo, canoso, barrigón y por lo visto orgulloso de un poderoso abdomen cuyo prólogo exhibía coqueto, abiertos los tres botones superiores de la camisa, haciendo alarde de un pecho poblado de bellos y níveos vellos, sudando por reflejo al calor distribuido por tres destartalados ventiladores de techo.

Mientras hacía la fila meditaba sobre el rechoncho y veterano cajero y en todo el lugar, oponiéndolo  a los nuevos y modernos bancos privados ¿cuándo ha visto usted un cajero viejo en Bancolombia? ¿Y un cajero calvo? ¿Y un cajero barrigón? ¡Jamás! ¡el departamento de recursos humanos decapitaría inmediatamente a un aspirante con este perfil! Y es que en Bancolombia no hacen proceso de selección sino casting: cómo registra el prospecto en las cámaras, su hoja de vida con fotos en traje de noche, en vestido de baño, la coquetería… 

A propósito de Bancolombia, o  Banco-lo-odia como le dice un amigo mío, ¿qué es eso de qué tan alto quieres llegar? Han visto ustedes los cajeros electrónicos cuyos botones se encuentran a treinta y cinco centímetros del suelo y en los que una persona de estatura promedio tiene que arrodillarse para digitar la clave? Siempre que retiro dinero y tengo que agacharme para meter el hocico en la rejilla que protege el teclado viene a mi mente el slogan ¿Qué tan alto quieres llegar? Me entra cierta sospecha ¿será a las rodillas del gerente del banco? ¿No es el tamaño de los cajeros un mensaje inconsciente de hasta dónde quiere el banco que lleguen sus clientes?.

En fin, volviendo a las oficinas de Bancolombia vs Banco Popular, no es extraño que cuando uno llega a una prístina e impoluta oficina de Bancolombia y está en traje informal, de tenis y camiseta, los cajeros se miren entre sí y se digan ¿y este guache para donde viene? Yo no lo voy a atender Señor, en este centro comercial no hay oficinas del Banco Popular, ¡pero qué tal el descaro!

Salí del banco Popular rumbo a la tomadera de fotos ¿alcanzaré, no alcanzaré? It was te question. Mi reloj marcaba la hora de la cita. En ese momento recordé algunas teorías sobre el tiempo: el tiempo es relativo, el tiempo es subjetivo, el tiempo es una variable más. Decidí entonces aminorar el paso, tranquilizarme, respirar más lento para enlentecer el universo (que también es nuestra creación) y es realmente sorprendente el poder de nuestra …. Estupidez, el tiempo siguió corriendo como si nunca hubiera visto un programa de Carl Sagan, ignorante por completo de la teoría de la relatividad.

Señorita imprímame esta foto… parece que ella también había estado leyendo sobre las teorías del tiempo y tenía puesta una camiseta que rezaba “movimiento slowly”, Nada que hacer. Había un señor antes de mí, cuya foto en pantalla la señorita enderezaba, torcía, retocaba, iluminaba con una meticulosidad de orfebre. Yo brincaba y miraba el reloj, zapateaba, veía las fotos de la familia del dueño de la papelería, limpiaba con la yema de los dedos el polvo de una mesa de madera, miraba por la ventana la puerta de la registraduría, recitaba los diez primeros capítulos del Corán, mordía los cueros de las uñas, (y también los míos), recordaba cronológicamente mis estudios académicos desde el preescolar… 

Hasta que llegó mi turno: 
Señor esa foto está con gafas
¿Y…?
En la registraduría no reciben fotos con gafas (qué imperdonable discriminación), ¿quiere que se las borre con el photo shop?
Señorita por Dios… tengo una cita a las 3:00 p.m. en la registraduría y ya son las tres y diez…(angustia).
Habló la voz del pueblo, la voz de la experiencia; habló un oráculo sin ambigüedades:
Eso lo esperan... 
Y procedió a consentir la foto, ora de un tamaño, ora de otro, ensayando diferentes contrastes. Finalmente la imprimió en una impresora también del movimiento slowly, pixel por pixel, sin afán, incluso devolviéndose para corregir algunos pixeles y haciendo su sonido de robotcito silencioso tzzzz….
Serían las 3:20 p.m. cuando entré a la registraduría:
¿A-qué-hora-tiene-la-cita?
(Con pena): mmm… a las tres de la tarde… lo que pasa es que...
Ah, bien pueda siéntese ahí que ya lo van a llamar
En ese momento recordé que estaba en Colombia y que los funcionarios de la registraduría no eran ni alemanes ni ingleses. Después de esperar un buen rato pasé: nombre, teléfono, dirección: Cra tal y pascual: la funcionaria se queda mirándome, como recordando, y me dice: ¿O sea que usté todavía vive con su mamá?
Sí su señoría es que… 
Ea… ve… ma… 
¿Cómo dice?
No, nada…
Cuando el plastificador me entregó la cédula, al final del trámite, me puse contento, orgulloso de haber hecho la vuelta, de conocer el terruño. Noté que la cédula provisional no cabía en ningún bolsillo de la billetera, el papelillo en cuestión era más un poster que un documento, hasta me sirvió para guarecerme de la lluvia que empezó a caer. Más que un documento era una cartelera. Me sumé entonces a una protesta que había en la puerta de la Registraduría en la que los manifestantes habían pegado un palo de escoba a sus contraseñas y gritaban: 

¡¡Exigimos – Documentos que quepan en la billetera!!
¡¡Exigimos – Documentos que quepan en la billetera!!
¡¡Exigimos – Documentos que quepan en la billetera!!

Pero bueno, ya estaba hecho el trámite ¡y la cédula nueva para dentro de dos meses!
Un par de días más tarde descubrí que ¡!!¡Se me había perdido la contraseña!!!! La historia de cómo saqué el duplicado del documento provisional para sacar el duplicado de la cédula merece capítulo aparte porque fue mucho más difícil.

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