Pido perdón a todos: a mis
padres, a mis hijos, a la madre de mis hijos, a las mujeres con quienes he
hablado recientemente, a Dios, a la Virgen María, a la Pacha Mama, al Gran
Espíritu, y a cualquiera que se atraviese, por esta imprudencia mía de existir.
Cuando cosecho un guayabo, que siembro
con dos míseras cervezas, ‒no se diga con tres‒, uno de los frutos que primero
brota es el deseo de morir. Una y otra vez aparece en mi mente la imagen de yo dándome
un disparo en la cabeza con un revólver. Y es que el guayabo me da por tomarme
muy en serio todo, sobre todo la muerte, ese remedio que sería infalible para
el hobbie insidioso de la culpa.
Cuando estoy colgado en el
guayabo me tomo todo muy en serio cuando lo que tengo que tomar son cantidades
ingentes de líquidos y cafeína que eviten la muerte parcial del cerebro, que
eviten que una de sus divisiones me agarre a patadas como a un vagabundo al que
hay que moler a palos por permitirse la imperdonable licencia de la pereza.
¿Por qué no morí cuando estaba chiquito?...
Me hubiera convertido en un angelito abstemio, de esos que no se aburren en el
cielo. Ahora, en cambio, superada con creces la edad angelical me da un tedio
infinito en el cielo, y por eso bebo, para practicar el deporte extremo de
saltar en las pailas del infierno, el infierning,
aunque, inconforme, como buen humano, termino desdeñando de él; no en este caso
por aburrición, sino por puro y físico dolor.
Viera usted como me tomo tan en
serio todo. El guayabo es como una lupa que intensifica hasta el orgasmo mis
conflictos cotidianos, que son como unos tenis o como unas gafas de poner y no
quitar: el dinero, el amor y sus simulacros, y también el dinero… el dinero… el
dinero, el dinero…
Encerrado en mi iglú del polo
occidental me sentaré a morir un poco, de frío también, de guayabo también...
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