Sonó el timbre. No le gustaban
los timbres: ni el del teléfono, ni el de la puerta, ni el de la escuela, nunca
le habían gustado los timbres y sabía que nadie tenía porqué timbrar. Nadie lo
conocía suficientemente en el pueblo como para tocar su timbre, pero de todos
modos, por reflejo, ‒no negaba que por curiosidad‒ se asomó con el sigilo
suficiente para que no se dieran cuenta de que se había asomado. Dos mujeres de
falda larga y sandalias, suficientes datos para saber que se trataba de
cristianas. Volvió a su lugar de trabajo. El timbre volvió a llamar. Cristo no
se da por vencido. Dudó entre recibir a las visitas o hacerse el pendejo. Total
podía pensarse que no había nadie en la casa. Sin embargo, dado a la tarea de
enfrentar la vida fuera de su casa, así fuera en la puerta, se asomó.
‒¡Hola!, ‒dijo una de las mujeres‒,
para su sorpresa una mujer con una sonrisa angelical, o cristiana, y además
hermosa; una negra–mulata–zamba, de piel brillante, portentosa, suficientemente
grande. Una mujer hermosa ¿por qué es tan difícil describir una mujer hermosa?
‒Para darte un mensaje… ‒dijo la
mulata.
‒Sí claro… ‒entendía que se
trataba de un mensaje escrito que se podía dejar por debajo de la puerta. La
mujer hizo saber que el mensaje era verbal, pero su sonrisa era incapaz de
hacer violencia
Pudo desquitarse diciendo que
estaba ocupado, que…
‒Está bien ‒se despidió la mulata
con esa sonrisa…
No le pareció bien mirarle el
culo a una mensajera de Cristo, pero estaba decidido a que la próxima vez no se
conformaría con el mensaje escrito en un plegable de tanto por tanto. La
próxima vez escucharía sobre Cristo y sobre el cielo y sobre los proverbios y
sobre todo lo que la negra quisiera decirle con tal de poderla contemplar, con
tal de poder abrevar de esa sonrisa de dientes imposiblemente blancos.
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