sábado, 12 de abril de 2014

hmmm

Sonó el timbre. No le gustaban los timbres: ni el del teléfono, ni el de la puerta, ni el de la escuela, nunca le habían gustado los timbres y sabía que nadie tenía porqué timbrar. Nadie lo conocía suficientemente en el pueblo como para tocar su timbre, pero de todos modos, por reflejo, ‒no negaba que por curiosidad‒ se asomó con el sigilo suficiente para que no se dieran cuenta de que se había asomado. Dos mujeres de falda larga y sandalias, suficientes datos para saber que se trataba de cristianas. Volvió a su lugar de trabajo. El timbre volvió a llamar. Cristo no se da por vencido. Dudó entre recibir a las visitas o hacerse el pendejo. Total podía pensarse que no había nadie en la casa. Sin embargo, dado a la tarea de enfrentar la vida fuera de su casa, así fuera en la puerta, se asomó.
 
‒¡Hola!, ‒dijo una de las mujeres‒, para su sorpresa una mujer con una sonrisa angelical, o cristiana, y además hermosa; una negra–mulata–zamba, de piel brillante, portentosa, suficientemente grande. Una mujer hermosa ¿por qué es tan difícil describir una mujer hermosa?

‒Para darte un mensaje… ‒dijo la mulata.
‒Sí claro… ‒entendía que se trataba de un mensaje escrito que se podía dejar por debajo de la puerta. La mujer hizo saber que el mensaje era verbal, pero su sonrisa era incapaz de hacer violencia
Pudo desquitarse diciendo que estaba ocupado, que…
‒Está bien ‒se despidió la mulata con esa sonrisa…

No le pareció bien mirarle el culo a una mensajera de Cristo, pero estaba decidido a que la próxima vez no se conformaría con el mensaje escrito en un plegable de tanto por tanto. La próxima vez escucharía sobre Cristo y sobre el cielo y sobre los proverbios y sobre todo lo que la negra quisiera decirle con tal de poderla contemplar, con tal de poder abrevar de esa sonrisa de dientes imposiblemente blancos.

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