domingo, 20 de abril de 2014

LAS CONVERSACIONES


¿Habéis notado que en almuerzos, cuando hay visitas, siempre hay alguien que, elogiando al anfitrión le pregunta muy interesado cómo ha hecho el almuerzo, es decir, cuál es la receta?. Inmediatamente, el cocinero anfitrión comienza a dar una explicación detallada de los ingredientes y del proceso: primero, en una sartén mediana (no puede ser demasiado grande ni demasiado pequeña) que no sea de teflón, porque se ha descubierto que, dada la naturaleza del teflón al que nada se le pega, también tiene dificultades para mantenerse aferrado a la olla y empieza a desprender pequeños pedazos de sí mismo que además son altamente tóxicos…

Ahora que… ¿existe algún instrumento para cocinar que no sea tóxico?, la comida misma, según sostienen avanzados naturalistas de una y otra secta,  no es tóxica también?. ¿Es que hay algo que no sea tóxico en este mundo? Nosotros mismos, incluso, somos tóxicos, si no, preguntar al planeta.

Pero vuelvo al asunto: la sartén tiene que ser de tal modo, hay que echarle agua primero, dejarla hervir, pero no demasiado, después echarle los granos que han debido ser cuidadosamente remojados desde el día anterior (ojalá con luna llena) en agua enriquecida con especias y un pedacito de suela de zapato, y después adicionarle aceite de oliva, el aceite estrato cinco de los aceites que hasta puede tomarse directamente porque tiene yo no sé qué de omega tres o no tiene, o no sube el colesterol...

Igual yo no sé nada de cocinar. Es por eso que nunca pregunto cómo ha sido hecho lo que me he acabado de comer. Disfruto lo que se me da y lo agradezco, pero es que no podemos ir por allí preguntando cómo se hace lo que nos comemos… seguramente no comeríamos nada tal como recomiendan los grupos de desnutricionistas a ultranza. 

Ahora, el chef amateur ha dado una explicación minuciosa de cómo se prepara el plato con el que nos ha deleitado ¿Para qué?. El 100% de las veces, el que pregunta la receta no tiene ni la más mínima intención de preparar el plato. Si la tuviera sacaría una libreta y apuntaría la receta. Estoy seguro que cuando llega de nuevo a su casa, no solo ha olvidado la receta con sus sofisticados procesos y diversos ingredientes sino que además ha olvidado por completo el suceso. Llega a su casa y en algún momento se pregunta ¿eh qué fue lo que almorcé yo hoy…?

Son esas cosas que nos enseñamos por el placer de enseñar… y por el placer de aprender, o mejor por la pose de aprender. Es un juego, un juego de erudición. Hace parte de las conversaciones, y eso tiene un nombre: conversación ritual; se trata de unas conversaciones que sostenemos simplemente por conversar, sin ningún propósito cognoscitivo, gnoseológico, sin ningún interés por aplicar los “conocimientos” adquiridos. Una especie de Zapping presencial, no de televisión. 

Otros ejemplos de conversaciones rituales: el tema del clima. Por dios ¿qué haríamos sin el clima? Hacía ya mucho tiempo que nos habríamos extinguido. ¿De qué diablos hablaríamos con los taxistas, de Hegel? “¿y cómo le parece pues la idea de la fenomenología?”. No. Sería imposible conocernos con extraños.

Nos quedaríamos mudos si todos los días fueran iguales y no hubiera variaciones. Si todos los días son días soleados, entonces qué es un día soleado? Dice una película. No sé si lo cogen, es bastante profundo. Nos montaríamos en un taxi y nos quedaríamos callados, haciendo algo como un hmmmm…. Y pensando: juep…, si no siempre hiciera el mismo sol tendría algo que hablar con este señor. 

Lo otro son las noticias. Tal vez en el caso de acabarse el clima pues aún quedarían los noticieros, claro que sin la sección del clima que no volvieron a dar, a la que nadie atendía, en la que nadie creía y que a que nadie le interesaba. ¿todavía existe Max Henriquez?  Señalando a una pared verde. Si no veía las nubecitas en la pantalla verde… ahora iba a tener la menor idea de si iba a llover o no en la vida real!

Hay otro tipo de conversación de juguete que me ha llamado la atención y es aquella en la que, están dos personas conversando usualmente hombres, y en la conversación se cuela un lugar geográfico, una coordenada, una ubicación que uno de los interlocutores no conoce. Ahí se para abruptamente la conversación, o, si se ha seguido adelante, pues se devuelve, “¿dónde me dijiste?

En San Juan, al lado del restaurante, diagonal a la ferretería… y el otro, que no se ha ubicado, chequea, ¿pero como cuando uno viene desde la setenta y ocho? ¿Bajando?. No, subiendo, Responde el otro. Y vuelve sobre una explicación de cómo se llega allí desde su casa. Moriría por tener google maps y poderle indicar al otro el lugar preciso. Claro que así no sería tan emocionante como ese juego de ver si los dos se ubican en el mismo lugar, y sentir su ego inflado ¡yo sé dónde queda! Es algo masculino.

Muchos no se sienten tranquilos hasta que imaginariamente no se encuentran en el mismo sitio. Puedo ver los globitos de imaginación de cada uno de los conversantes en una cuadra diferente y los dos perdidos. ¿pero dónde estará este otro güevón?, hasta que después de muchas señas (porque no es posible coger un taxi imaginario y darle la dirección al chofer), se encuentran. Los globitos se juntan en el mismo lugar y los dos personajes se dan un abrazo ¡aquí es, por fin nos hemos encontrado! ¡qué felices somos! ¡los dos conocemos la ciudad!, y acto seguido se continúa la anécdota, en la que, por supuesto, la ubicación geográfica no aporta absolutamente ningún dato significativo a la historia.

Para mí es diferente. Cuando me están contando algo y el interlocutor que va a dar una ubicación topográfica me ausculta con mirada inquisitiva a ver si mis gestos indican que realmente me ubico en el lugar que está mencionando, yo finjo que sí me ubico. 
He aprendido a fingir que sé dónde me están indicando que sucedieron los hechos. De todas formas, un sexto sentido del narrador pregunta ¿seguro que sabe dónde es? Por allá hay un kokoriko y una óptica. “Sí sí sí”, respondo, o “ajá”. ¿Pero si sabe dónde es? Sí, sí. Estoy seguro que si las convenciones sociales no toleraran las mentirijillas, el interlocutor se sentiría autorizado a retarlo a uno, como una mamá que quiere saber si su hijo sí le entendió: ¿a ver dónde es? Explíqueme usted. Y uno tendría que empezar: vea, toma la avenida regional en sentido sur norte… Y sólo después de aprobar el examen, el narrador sentiría que puede continuar con su relato en el que, como dijimos, la situación geográfica no aporta nada fundamental a la tensión del relato. Es simplemente el paisaje.

Yo suelo, en las novelas, saltarme las descripciones de los paisajes y de los sitios, tipo En nombre de la rosa: Estaban en un edificio hexagonal, cuyo vértice septentrional apuntaba al sudeste. Más arriba, subiendo por unas escaleras helicoidales que subían en oposición a las manecillas del reloj se encontraba un vestíbulo… 

Cuando digo el “ajá, ajá, sé dónde queda”, la verdad es que ni siquiera me tomo la molestia de pensar en dónde es que me están diciendo. Me basta con saber en qué país sucedieron las cosas, y no siempre. 

Otra parte importante son las conversaciones en miniatura, que tienen formatos. Son los saludos, que son proporcionalmente coherentes al interés por el otro. ¿qué has hecho? Bien, responde el otro. O sea, ha hecho el bien, demás que sin mirar a quien. ¿cómo estás? Nadita. Responde el otro. ¿Cómo estás? Trabajando…  igual uno podría, haciendo el gesto de saludo, decir las cosas más inverosímiles y obtendría las respuestas automáticas, por defecto. ¿Qué tal cabrón hijueputa? Trabajando, responde el otro. ¿Qué hay de tu puta madre? Bien…, sonríe y sigue su camino.

Se trata de las convenciones sociales que tienen algún sentido pero que en el uso se van volviendo clichés automáticos que se repiten sin conciencia. En conclusión, todo el tiempo estamos hablando a los otros de cosas que no tienen la menor importancia, preguntándoles sobre cosas que inmediatamente olvidamos,  y los demás fingen que les interesa, aunque realmente nos importa un pito, pero es porque nos queremos.

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