domingo, 20 de abril de 2014

EL BICICLISMO (Un poco largo pero bue...)


Quiero contaros la historia de mi relación con la bicicleta. Estando yo muy niño, aprendí a montar en bicicleta. Punto. Fue autodidaxis. Yo creo que una de las sensaciones más maravillosas en la vida es cuando uno empieza a andar en dos ruedas, después de haber aprendido a andar en dos piernas. Es un salto milagroso, cuántico, ese momento en el que uno puede dejar de poner esporádicamente un pie en el suelo, o en otros casos menos afortunados el maxilar inferior, la nariz, los dientes… 

Me gustaba, como a la mayoría de los niños montar en bicicleta porque da una sensación de autonomía, de poderío psicomotriz. Montaba en la casa, no tenía vecinos con quien montar porque vivía en una finca, así que montaba en el corredor, en la manga, en la cocina, en el baño… montar en el baño requiere de unas habilidades avanzadas. 

Otra cosa interesante del aprendizaje en bicicleta son algunos golpes en lugares dolorosos que a mí llegaron a preocuparme pero ahora con dos hijos, veo que no era lo que me imaginaba.

Después fui creciendo y abandoné la bicicleta, hasta un día en que decidí “retomarla” como decía mi padre. A ese fin, reparé una vieja bicicleta que había en el garaje y comencé tímidamente a ir de un lugar a otro. Era la primera vez que montaba fuera de la casa. Se convirtió para mí en una actividad de mucho gozo que además me reportaba un sentimiento de bienestar físico y mental. La bicicleta era pequeña y quedaba un poco como esos payasos que en sus funciones utilizan una bicicleta en miniatura para demostrar su habilidad y equilibrio. 

Un buen día, encontrándome con otro ciclista, este más avezado, me dijo que subiera más el sillín para que la pierna pudiera hacer toda la trayectoria del pedal con más potencia. Así que subí el sillín hasta el límite posible. Mis piernas podían hacer su trabajo con mucha más eficacia pero las manos apenas si me alcanzaban para coger el manubrio. A ese fin me dejé crecer las uñas para poder alcanzar y tener un soporte mejor ya que las clavaba en la goma, sin embargo el cansancio era mayor para el cuello y tenía la desventaja de que no podía mirar al frente. Afortunadamente tengo buen oído y, cuando escuchaba el chirrido de llantas que frenaban, o los sabios consejos de peatones y automovilistas que me guiaban con emotivos “fíjese por donde anda” o “córrase hijueputa”, corregía mi trayectoria y evitaba dolorosas y conflictivas colisiones.

Tenía también mi falta de visibilidad la dificultad de que a veces resultaba en parajes desconocidos, unas veces urbanos, otras veces rurales, y algunas veces, selváticos; sabía que había montado más de la cuenta cuando pedía indicaciones sobre el lugar en el que me encontraba y las recibía en lenguas aborígenes o en idiomas diferentes.  Me recuerda el chiste del padre orgulloso que le dice al amigo que el hijo monta en bicicleta desde los cuatro años y el otro le responde ¡pero ya debe ir en la p… m…  ¡

Así que decidí comprar una nueva bicicleta, esta ya con un diseño homogéneo, porque la otra, en sus sucesivas reparaciones, ya parecía una especie de Frankenstein metálico : marco “Monark”, una rueda pirelli, la otra (marca), manubrio Arbar, pedales Shimano, todas las piezas de colores diferentes, según la disponibilidad del mercado. Algunas personas se burlaban de mi vehículo, diciéndole el bocadillo, pero yo, con más imaginación poética, me imaginaba como un raudo arco iris recorriendo el asfalto de la ciudad; una cuestión de percepción.

La nueva bicicleta era azul y el marco era más grande: para un cuadro grande, un marco grande, me dijo el vendedor apelando a mi vanidad para concretar la venta. Lo logró. El hecho de ser comparado con una gran obra de arte me convenció. Así que yo me sentía en la nueva bicicleta como el David de Miguel Ángel, y, debo admitir, trataba de emularlo en lo que más me fuera posible. Era claro que las demás personas lo percibían porque parecían asombradas cuando me veían transitar en mi flamante bicicleta con ese porte soberbio del David, con esos músculos, con esa mirada sublime… supongo que el hecho de ir desnudo también contribuía un poco a que llamara la atención más que los otros ciclistas embutidos en sus shorts de lycra, sus camisetas ultralivianas, sus gafas ergonómicas  y sus zapatillas adaptadas a la horma del pedal. 

Ser un ciclista aficionado no siempre es reconfortante para el ego. Cuando salía a montar en bicicleta nadie más en mi familia lo hace me sentía un prohombre, un Lucho Herrera, un Santiago Botero, un Airton Sena de la bicicleta. Y podía conservar ese sentimiento, esa imagen de mi mismo, hasta que veía otros ciclistas masticando a dentelladas de pedal el duro postre del asfalto. TODOS, los ciclistas que transitaban por donde yo lo hacía, sin excepción, se me pasaban, sin tener en cuenta, su condición física, religión, edad,... Cuando se me pasaban personas menores yo decía: bueno, es que están más jóvenes, la energía de la juventud. Recuerdo que en mis épocas de juventud en el año de mil novecientos… yo no me cansaba con nada. Cuando quien me adelantaba era más o menos de la misma edad yo decía “es que hay gente muy tesa; cuántos años llevarán montando… Tenían unas pantorrillas que bien podrían impulsar loma arriba una volqueta de pedales. Pero cuando se me pasaban personas de la tercera edad… ¡y señoras…! No me decía nada, no solo porque ya no tenía aliento para hacerlo, ni siquiera mentalmente, sino porque no encontraba ninguna razón que me consolara. 

Aunque me consolaba pensando que habría otros ciclistas hipotéticos que no me rebasaban porque iban muy atrás de mí y nunca llegarían a alcanzarme. Cosa realmente probable, pero que no me dejaba satisfecho. Yo soñaba con algún día podérmele pasar a alguien. Ese día no ha llegado hasta el momento.

Una cosa curiosa que sucede en el mundo del ciclismo y que no he podido explicarme, a pesar de que todos lo dicen como la cosa más natural y obvia del mundo es la siguiente: cuando usted va montando en bicicleta y otros ciclistas, que los hay muy generosos -hace parte de la psicología del ciclista-, lo ven cansado o detectan (inmediatamente por supuesto) que usted es un novato, le dicen la siguiente palabra : “¡péguese!” ¿?. Varias veces me sucedió y siempre me quedaba igual de atónito. ¿Péguese?… Lo que esta expresión quiere decir es que se vaya uno detrás del otro, o si son varios, del lote… pero… si cada uno va montado en su bicicleta, ¿cómo es que se puede pegar uno...  ¡y de dónde!? 

Cuando vamos en carro, y nos varamos, a veces aparece un generoso automovilista que se ofrece  a  remolcarnos, y para eso utilizamos una CUERDA, o una cadena, un alambre o cualquier elemento FÍSICO que se preste con eficacia a los fines de la TRACCIÓN MECÁNICA.

Pero en el caso de los ciclistas es como si uno se varara en el carro, pasa otro a sesenta kilómetros por hora y le grita por la ventanilla: “!péguese!” ¿!pero cómo!?, le gritaría el otro y sobre todo ¡Con qué! Es algo misterioso para mí, pero ellos lo dicen con la misma naturalidad con que dicen pedalee, o gire a la izquierda o cualquier otra cosa.

Los que saben de ciclismo y física dinámica seguro pueden explicar el asunto como algo que obedece a una ley natural, pero debo decir que a mí no me parece tan obvio, especialmente porque he intentado “pegarme” pero igual me dejan botado, no sé si es que me pego con pega loca chiviada, o qué… 

Solamente una vez experimenté ese misterioso fenómeno de “pegarse”. Mi reflexión era la siguiente : de lo que uno se pega es de la energía del otro. Es misterioso pero así es, o tal vez no misterioso sino invisible. Un día estaba reflexionando sobre esto mientras iba montado en mi flamante Arrow GW. Hay que pegarse de la energía del otro, pensaba. Solamente esperaba la oportunidad de que otro ciclista me pasara. Llegó uno y me deshice de todos mis prejuicios racionales “La energía, la energía”, me repetía una y otra vez, casi en trance. “La energía, la energía”, y ahí fue que sucedió. 

Yo lo sentí como un milagro, estaba muy sorprendido. Empecé a ir a la misma velocidad que mi compañero de punta. Iba siguiéndole el paso y misteriosamente, para mi sorpresa, empecé a ganar velocidad, y no solo eso, sino que además sentía que no estaba haciendo ningún esfuerzo. Era como si una fuerza misteriosa guiara mi, a esas alturas, nave espacial, para igualar la velocidad de mi compañero. Además tenía la convicción de que no solo podía igualarla sino también superarla. Pero lo más sorprendente de todo, lo que acabó de revelarme que el universo es mucho más de lo que estamos acostumbrados a suponer, fue que llegó un momento en el que dejé de pedalear, sí, dejé de pedalear, y sin embargo la bicicleta seguía rauda, supersónica, y yo sin cansancio, relajado, sintiendo la ráfaga amorosa y vigorosa del viento que ya tiraba toda la piel de mi rostro hacia atrás, como en un viaje a la velocidad de la luz. Me entregué a la experiencia, dejé de racionalizar, simplemente me dejaba llevar. Sentía un gozo indescriptible, creía que iba a volar como en la película de ET, que de pronto iba a pasar a otra dimensión a otra realidad más profunda y verdadera. Pero, paulatinamente fuimos perdiendo velocidad, la emoción fue disminuyendo, el fenómeno era cada vez menos intenso, nuestras bicicletas volvían a poner la rueda en una realidad más concreta y ordinaria. Habíamos terminado de bajar la loma. 

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