Todo empezó desde que tuve columna. He sabido que la causa principal de la lumbalgia es tener columna. Las lombrices no saben qué es eso. Para quienes no sepan, la lumbalgia es un dolor que da en por los lados en donde la espalda pierde su casto nombre. Eso duele de tal manera que uno no puede caminar. Los músculos se contraen con fuerza y ya no pueden descontraerse. La contracción es una reacción de protección ante el miedo. Mírese la nuestra ante un balón que viene hacia nosotros o una bomba nuclear. Cerramos los ojos. Muchos se preguntan sobre la utilidad de cerrar los ojos en casos de emergencia. En fin, el cuerpo no pregunta mucho. En el caso mío, el espasmo es en la región “lumbo sacra” como quien dice en esa zona sagrada.
Yo no siempre tuve lumbalgia. Hubo una época feliz en que podía agacharme y hacer esfuerzos innecesarios y repetitivos con la columna. Caminaba, corría, me agachaba y cargaba materas sin tener cuidado de asumir la posición cómica y recomendada para levantar cosas pesadas, posición que poco usamos y en la que no se pierde el aspecto bípedo de nuestra anatomía.
Los cuadrúpedos no sufren mucho de esta enfermedad. Es culpa de nuestro bipedismo. Nunca se ha visto gorila alguno quejarse de lumbalgia. Prueba de ello es que en las filas de la EPS o de urgencias, no se ve ningún gorila haciendo fila (aunque con algunos se tiene la duda). ¿O será que para ellos es más difícil acceder al POS?. Ignoramos si zoológicos y circos afilian a todos sus empleados a la seguridad social.
Pero volvamos al inicio de la lumbalgia. Tal vez, reconociendo el trauma inicial podamos llegar a aliviarnos de él. ¿Se imaginan que el psicoanálisis sirviera para reparar daños de infraestructura física? Bastaría con recordar vívidamente la primera vez que se tuvo el accidente y, al traerlo a la conciencia, recuperaríamos nuestro estado inicial. Si mi columna pudiera enderezarse al recordar vívidamente la primera vez que me la torcí…
La primera vez que experimenté ese dolor paralizante fue cargando a mi hija mayor cuando tenía unos dos años. Vivía en ese entonces por un loma, bastante empinada y cuando llegué con ella cargada a la casa (con la niña, aunque parece que viniera cargando la loma), empecé a experimentar un dolorcillo. Cuando el dolor empieza a insinuarse uno no le presta mucha atención. Siempre se tiene la esperanza, la cuasi-certeza de que el dolor va a desaparecer después del descanso. Pues no; al otro día el dolor fue mayor y la inmovilidad también. Caminaba pequeños pasos. Era como si el cuerpo estuviera tranquilo en la quietud o en el movimiento pero no soportara el cambio de estado. Mientras estaba quieto no me dolía. Alzaba mi vuelo, un poco contrahecho, pero a medida que iba avanzando el cuerpo se sentía sin dolor y podía moverme con tranquilidad. ¡Parecía un ser humano común y corriente! Era como si me fallara el motor de arranque.
Como no soy una persona impulsiva decidí dejar que el cuerpo volviera naturalmente a su estado de equilibrio inicial. Insistía en que el dolor tenía que desparecer en algún momento y que no era necesario acudir al médico para una revisión. No importaba que para entonces me demorara 45 minutos en llegar a la cocina y eso que vivía en un apartaestudio de esos que tienen el baño, la cocina, el dormitorio, la sala, y todo lo demás en un solo espacio. Sin embargo seguía teniendo fe. Creía que se trataba de algo transitorio. Solo llevaba dos meses en esa situación. No le llamemos a esto terquedad. Llamémoslo una fe firme en la capacidad autocurativa del cuerpo.
Después de escuchar la sugerencia de mi esposa, de mi madre, de mis hijos y de algún que otro transeúnte en la calle decidí consultar a un especialista, amigo de mi madre. Ya allí conversaron, recordaron viejos tiempos y se preguntaron por todos los miembros de la familia, excepto por mí, a quien habían olvidado por completo, una lástima porque hubiera sido la oportunidad para exponer mi motivo de consulta. Pero por una extraña razón brincaron de mi hermano mayor a mi hermana menor. Cuando nos estábamos despidiendo la secretaria se compadeció de mí y le recordó que el paciente era yo, así que el doctor hizo una excepción y decidió atenderme, sin tener idea de quién era yo.
Me hizo quitar los pantalones. Cuando uno se enferma le hacen bajar los pantalones. Creo que los médicos automatizan la instrucción. Es bien conocida la historia del señor que llega donde el médico, éste inmediatamente lo hace desnudar, no le deja decir nada. Se encuentra con otra persona en el “vestidor” ¿o, des–vestidor? y se queja con él de que el médico no lo ha dejado hablar y lo ha hecho desvestir. “Qué diré yo que vine a revisar el teléfono”, le contesta el otro. Chiste viejo, pero cierto. Hay que bajarse los pantalones para la revisión, hay que bajarse los pantalones para la radiografía, hay que bajarse los pantalones para las inyecciones… He pensado seriamente dejar de usar pantalones mientras me alivio de esta dolencia. Ando en busca de una falda escocesa.
Me hizo quitar los pantalones y descubrió algo que aún no logro creer del todo. Sacó unas tablas, un metro, (afortunadamente no sacó clavos ni martillo, pensé que me iba a remendar en caliente) y llegó a la conclusión de que tenía una asimetría de los miembros inferiores. Es la expresión que utilizo cuando hay médicos presentes y que me hace sentir de más categoría que decir simplemente que soy cojo. A propósito de la tendencia del cuerpo a restaurar el equilibrio perdido, sabemos que el cuerpo tiende a compensar inhabilidades o falencias de unos órganos con otros; así, si uno se queda ciego oye mejor, o si no puede caminar desarrollará mucha fuerza en sus brazos. En el caso mío, me explicó el ortopedista, cuando uno tiene una pierna más corta en compensación siempre tiene la otra más larga.
Pero volvamos al descubrimiento. ¿Cómo es que yo a los veintitantos años resulté cojo (perdón, con una asimetría de los miembros inferiores) y nunca antes nadie se había dado cuenta, incluido yo mismo?. Eso es como darse cuenta a los veinte años de que uno es negro. Pero eso sí. Desde ese momento, nunca he podido saber si es sugestión o conciencia, empecé a verme cojo. A la salida del médico vi el Coltejer como si fuera la torre inclinada de Pisa, y descubrí por qué en todas las fotos salía con la cabeza inclinada como el perrito que sale en los calendarios de las farmacias.
La recomendación que me hizo el médico fue que mandara a hacer una plantilla para poner en el zapato derecho y de esa manera corregir el pequeño desacuerdo entre los miembros. Cuando no uso la plantilla puedo dar gusto a mis congéneres. Siempre me preguntan cuánto mido, digo que 1,87 y 1,84, depende en cual pie esté parado. Cuando me dicen que soy muy alto, observación que interpreto como un anhelo de que fuera más bajo, me paro en el pie derecho. Inmediatamente la gente se siente más cercana, tienen que alzar menos la cabeza para hablarme cuando la conversación es de pie (aunque, según la persona, a veces sugiero que la conversación se verifique en posición horizontal); cuando noto que a la persona le incomoda demasiado la diferencia de estatura y ni parado en mi pie derecho puedo democratizar la conversación, le sugiero que hablemos por teléfono; es increíble como apenas se nota la diferencia de estatura.
Conseguí la plantilla y la he usado por muchos años. Recuperé la locomoción y el mundo se volvió mucho más equilibrado, mucho más derecho para mí. Ahora entiendo por qué las bolas no se ruedan de las mesas de billar hacia un lado. Ahora el mundo es plano.
Sin embargo hace poco volvió a darme la dichosa lumbalgia. Se ve que me extrañaba. ¿Qué será de Santiago? Vamos a visitarlo. Escogió una nueva cargada de niño, esta vez de mi segundo hijo, de 6 años. Los niños vienen con el pan debajo del brazo y con la lumbalgia debajo de las axilas.
Me ha dicho un médico amigo que la causa de la lumbalgia puede ser pobreza abdominal. Es una enfermedad común en padres primerizos y también secundizos porque definitivamente el ser humano no aprende. ¡Y yo que he venido haciendo ejercicio, montando en bicicleta…! Y resulta que ese ejercicio no me protege para cargar niños. Tampoco la natación me ha servido mucho. Yo que me creía un Charles Atlas y me desencajo cargando un niño de veinte kilos!. Parece que la natación es buena pero para cargar delfines…!
Esta vez me tocó ir a urgencias. Sentí que la urgencia era mía, no de ellos. ¿La comida rápida es rápida porque la hacen rápido o porque uno se la come rápido? Además se daba la paradoja de que iba de urgencia para urgencias y apenas caminaba. ¡Voy de urgencia! Parqueé el carro a una cuadra del hospital y me demoré 35 minutos llegando. Mientras caminaba trabajosamente desde el parqueadero hasta la sala de urgencias tuve tiempo de reflexionar (aunque no de flexionar) sobre la experiencia de la enfermedad; uno de los aspectos positivos de la enfermedad es que nos damos cuenta de la solidaridad humana. En el largo trayecto hubo una señora que se ofreció, preocupada, a acompañarme hasta el hospital, y yo, con ese ego disfrazado de humildad que no cesa ni en las peores circunstancias, no gracias señora si yo estoy súper bien (y caminaba a medio km por hora). Se ve la solidaridad de la gente. También es cierto que intentaron atracarme, pero eso es otro cuento. Le sugerí al atracador que me esperara hasta que saliera para llevar el atraco de una manera digna: “ay señor, será que usted me puede atracar a la salida?” (véase el monólogo de atención al cliente). Parece que se cansó de esperar
Llegué a la sala de urgencias. Había mucha gente, pero no había silla pa´ tanta gente. No era la primera vez que iba a urgencias allí. Había personas que estaban esperando desde mi última visita hacía cinco años. Hubo personas que se desmayaron, otras que se quejaban, otras con una bolsa de suero conectada y otras que estaban velando ahí mismo.
A mí no me gusta hablar mal de los servicios médicos. Creo que el personal hace un esfuerzo grande pero no da abasto. Cuando uno llega hay un montón de gente esperando detrás de una barra, dejando sus documentos, esperando sus fórmulas, esperando sus incapacidades, esperando ser atendidos, inclusive había una mujer esperando un bebé. Parece que el bebé no encontraba la dirección del hospital.
Empiezan a llamar a los pacientes que han dejado su documento para clasificar si se trata de una urgencia o pueden ser atendidos por consulta externa: ¡!!Guillermo González!!! Grita una enfermera. Por alguna extraña razón, hay pacientes que han estado esperando adoloridos a ser llamados y no responden cuando se les llama. Si así es cuando los van a atender de urgencia, no creo que sean buenos compañeros para ir a un bingo. ¡B31! Y ellos como si nada. ¡!!Guillermo González!!!..., repite la enfermera, y un señor que se encuentra confundido y un poco trastornado, alcanza a gritar con voz apagada y destemplada: ¡Biiingoooooo!... Por fin Guillermo González se dirige como un zombie hasta la puerta en donde será clasificado como urgencia, emergencia o sinvergüenzia que hace perder tiempo a los que realmente necesitan una consulta urgente.
Después llegó un funcionario del INPEC, con su uniforme de guardia. Estábamos enfermos pero somos colombianos. Hasta los más mareados, hasta una señora que se había desmayado se asomó desde el fondo de una camilla para “patearse” la llegada del guardia. Todos empezaron a murmurar: ¿le dieron un balazo? ¿una puñalada?... no, no, parece que se desmayó, está pálido… en susurros. Incluso se puso en marcha una ronda de apuestas. $20.000 a qué es puñalada…
A los veinte minutos se para Guillermo Gonzales, y una lenta muchedumbre de engendros atolondrados y pálidos, estilo Thriller, vamos rumbo a la silla que ha dejado desocupada. Carrera de tortugas, la tortuga de Aquiles. Los perdedores, extenuados por la carrera, mentamos la madre mentalmente porque no tenemos energía para hacerlo de viva voce. En un momento alcanzo la silla que ha dejado un tal Gutierrez y me siento len-ta-men-te porque mi cuerpo le ha cogido tirria al movimiento. Espero un par de horas, espero oír mi nombre, la música que me permitirá disminuir el dolor. Finalmente llega el nombre “!Diego Trujillo!”, trona la enfermera. Yo no me llamo Diego pero si Trujillo; siempre me cambian el nombre, pero si me van a aliviar el dolor puedo aceptar hasta llamarme Margarita Trujillo, no me importa. Me llaman una vez, y respondo con un grito apagado “vooooyyyy”, vuelven y me llaman, vuelvo y digo, al borde del desmayo: voooyyy… ya comprendo por qué llamaban tanto a González, no era que no respondiera sino que no tenía suficiente fuerza para hacerse oír desde el fondo de su anemia.
Entro donde una doctora Sanandresana, ‒una maravilla ver ese swing en un hospital un poco lúgubre y blanquiazul‒. Tiene un libro sobre su escritorio, le hablo del libro. Yo llevo un libro también, ya somos dos, el libro abre un portal poderoso médico-paciente. Intercambiamos algunos títulos, autores y ediciones y me manda nuevamente a la sala de espera. A pesar de la bibliografía no me siento mejor. Vuelvo al pequeño purgatorio. Me han clasificado y he clasificado como urgencia. Me siento victorioso, me siento de mejor familia. ¡Realmente soy una urgencia! No soy un hijo de papi y mami que va a urgencias sin ser absolutamente necesario. ¡Soy realmente una urgencia! Y miro con cierto desprecio a quienes no clasifican como urgencia.
Sé lo que se siente ser una no-urgencia. Una vez lo viví. Uno espera un par de medias horas y le dicen que no es una urgencia. Se siente uno como un niños mimado ¿y por esto vino el niño a urgencias?, se imagina uno que dice el médico. ¡Venga cuando le pase algo de verdad!, ¡sea macho!. La vez pasada tuve que aceptar la consulta demorable (que no es urgente), pues solamente estaba mareado, débil, con dolor de cabeza y de estómago. Una verdadera nadería ¡y yendo a urgencias!!!! Debo decir a mi favor que me incapacitaron tres días en los que hice un esfuerzo grande por sentirme mal y ser coherente con la incapacidad.
Volvieron a llamarme: “Mauricio Trujillo”, entré y me atendió una nueva médica. Preguntas, respuestas, movimientos de las piernas que hacían ver estrellas; no me hizo bajar el pantalón, hecho que me generó cierta inquietud, hasta desconfianza. Me dieron incapacidad por tres días, medicamentos para la inflamación, para el dolor y otro para perder la razón, una sustancia que se llama Trabadol; o Tramadol (de la traba a la trama hay una sola consonante). Cuando lo tomé sentí una disminución significativa del dolor y además tuve la certeza de ser el nuevo mesías. Tuve una conversación interesante con extraterrestres resucitados de las pirámides aztecas. Me encomendaron una misión importantísima para el equilibrio del planeta pero ya no la recuerdo. También empecé a experimentar la sensación de ser perseguido. Creo que no me mejoré del todo de la lumbalgia porque si bien el medicamento ayudaba a mejorar, las carreras que debía hacer para huir de monstruos malignos resentían mi columna. (velo, velo)
Me empecé a sentir más o menos mejor. Pude volver a montar en bicicleta y a nadar pero eso sí con bastón. Aumenta el grado de dificultad, pero se abre la posibilidad de hacer los primeros pinos en un circo, o ser pionero de un nuevo deporte: bastoning. En cuanto a la natación, pues siempre molestaba a los vecinos de carril. El bastón a veces golpeaba sus cabezas cuando sacaban la cabeza para tomar aire.
Además de los medicamentos, me dijo la médica que debía hacerme una radiografía dado que no era la primera vez que me lumbalgiaba. Me dieron cita para el mes siguiente, con las siguientes instrucciones: dos días antes del examen, dieta líquida excepto bebidas negras (café, cocacola, pintura…), nada de sólidos y un día antes tomarse dos frascos de una porquería dulce y espesa seguidos de ocho vasos de agua. Repetir el martirio dos veces en el día. La preparación me causó preguntas transcendentales: si uno licúa una papa (sólida) podrá pasar por líquido?. En ese momento creí que no aunque algunas personas me sugirieron licuar la comida. Según ellos bien podría conservar la misma dieta solamente que licuándola. Como quien dice carne, arroz y papas licuadas, una súper sobremesa. No seguí sus recomendaciones. También dudaba si el examen que me iban a hacer era o no invasivo. ¡Tanta preparación para una radiografía! Después me explicó alguien a quien nunca habían hecho una radiografía de ese tipo que era para que los órganos adyacentes a la columna no obstaculizaran la visión. ¡Qué manera tan elegante de decir que era para que la m… no tapara los huesos cercanos al c…!.
La preparación consistía entonces en ayuno y después, no sé cómo decirlo, en expulsión. Ayuno y expulsión. Quedé excretando líquido por el recto, voy a decirlo de la manera más basta posible, orinando por el culo como una vaca. No quiero ahondar en detalles.
Bien. Llegó el día de la radiografía lumbo-sacra. Sabía el lugar, el día y el doctor que debía practicarme la columnografía. Llegué donde la niña y le dije: señorita tengo una cita para una radiografía.
Como si hubiera dicho algo que no le hubiera gustado me dijo con tono seco:
‒Me da la orden por favor...
Yo pensaba para mis adentros: habrá sido entrenada en el ejército, no se contenta simplemente con decírselo, así que le dije con voz de mando: ¡hágame el examen, y por si no quedó claro, es una orden!. La señorita sacó un fusil y me dijo. No, la orden escrita. Caramba, tampoco le basta con que la orden sea verbal!. Después entendí que se trataba de la orden del médico que yo no llevaba. Suponía que todo estaba en el sistema. Para no alargar el cuento, fui a la asesora del cliente, a la cajera, a la señorita, a la oficina de archivo en la cual por cierto tenían archivado bajo llave cualquier gesto de amabilidad… NO APARECE!. De regreso a la señorita (que después de tanto tiempo no era señorita ya), a la asesora, finalmente se compadecieron de mí, imprimieron una nueva orden y pude hacerme la radiografía para la cual me había preparado tanto tiempo y de manera tan espartana.
Me hicieron quitar los pantalones… y la camisa… y las medias… y los zapatos. Tanta preparación para que el señor se despachara con un par de fotos. No pude hacer ni siquiera una pose para los rayos X. Me dijo: no respire cuando le diga (me preparo haciendo posición de yogui): “no respirerespire”, ya se puede poner la ropa. Todo tan rápido, tanta preparación, ni siquiera me dio tiempo de decir las palabras que tenía preparadas: en este día hermoso…
El proceso de la preparación para la radiografía es más interesante que la radiografía: lo recomiendo. Excepto por tener que tomarse el enema oral que tiene un sabor vomitivo, la experiencia del ayuno por dos días deja grandes enseñanzas: se valora el acto de alimentarse, se invierte solamente la energía necesaria para hacer las cosas, no se piensa en cosas innecesarias, como las tonterías que solemos pensar cuando tenemos suficiente energía. La mayoría de las fantasías son sobre comer, y lo mejor de todo, se tienen visiones místicas: volví a encontrarme con los extraterrestres resucitados de las pirámides aztecas. Recordé la misión que me encomendaron: hacer una colecta en este recinto para la salvación del mundo.
Después de tomada la radiografía fui a tomar el desayuno, y contrario a mi expectativa no me desbordé a comer como un animal. Comí como dos animales: pan, café, chocolate… mi abnegada esposa se ofreció a prepararme el desayuno pero fue tarde. Ya había dado cuenta de la despensa. Me sentí satisfecho, pude descansar, dejar de soñar con manjares. Al día siguiente mi dolor seguía igual. Esperé otros dos días para ver si la radiografía hacía efecto, pero no fue significativo. Hablé indignado con la médica que me había prescrito la radiografía y le dije que no había dado resultado. Mi dolor seguía igual. O tal vez debería hacerme otra más? ¿a las cuantas radiografías se mejora uno doctora? No obtuve una respuesta satisfactoria.
Después de la radiografía estuve un poco mejor, tal vez la radiografía hace efecto de a poco, hasta que fui a mi casa de campo: no sé si fue el tenis, el golf, la natación, la equitación, cuál de estas actividades me desmejoró. Lo cierto es que quedé peor pero en otra parte. Ahora el espasmo se me pasó a la región cervical. Qué raro como es que el dolor viaja de esa manera. Parece que los dolores también se dan sus vacaciones: entonces qué vamos pa´rriba?
Ya no podía mover el cuello. A todo tuve que decir sí por esos días. Los músculos no me permitían mover la cabeza en gesto negativo. Quiere repetir el enema?… si… ¿lavar los platos? Si…
Las inyecciones: me tocó llamar a mi amigo médico para que me ayudara. Cita en la EPS otra vez? Inyecciones por tres ampollas. Llegué a la farmacia, bajarse los pantalones. De tanto repetir esta conducta, cada vez que entro a una oficina me bajo instintivamente los pantalones. En algunas partes se sorprenden o se confunden, pero en otras, como en la DIAN, aprovechan.
El Informe de la radiografía rezaba:
• Incurvación escoliotica lumbar derecha componente rotacional I izquierdo.
• No se observa colapso vertebral o fractura
• No hay espondilólisis ni listesis
• No hay cambios espondilósicos significativos.
• El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar, aquel que lo desarzobispoconstantinopolizare un buen desarzobispoconstantinopolizador será.
… el argot técnico de los médicos…
Cuando me entregaron el informe con las radiografías hice lo que todos instintiva e ignorantemente hacemos: leer el informe. Quién que no sea médico ha entendido un informe de esos? No sabe uno si se va a morir, lo están insultando o se lo están gozando: ¿espondilolisis? Parece esos trabalenguas que hacen los niños para ver quien queda: una cabrita, ética espondilolítica pelem pempluda, tuvos dos hijitos ético escolióticos pelem pempludos peludos…
Qué-incur-va-cion-es-co-lio-ti-ca-lum-bar tie-nes tu?
Cuando llegué a la casa me dio por mirar las radiografías. Esa vanidad que hace que uno goce con las fotos que le toman. ¿cómo habré quedado?. Miro las radiografías y llamo indignado al departamento de quejas y reclamos de la EPS: esa persona que me tomó la radiografía no sabe usar ese aparato: eso le quedó todo torcido!, y es que la columna parece un giro en U. qué tristeza: ¡cojo y torcido! No falta sino que salga con asma! A propósito, tengo asma, pero esa es otra historia.
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