jueves, 29 de diciembre de 2011

HOY EN EL TEMA DEL DÍA… ¿SU OPINIÓN?

Hoy quiero hablaros sobre los programas de radio. Particularmente del que transmite Julio Sánchez Cristo en las mañanas. El tema es los oyentes que llaman a dar sus opiniones.

Yo nunca he llamado a una emisora. Bueno, ahora que lo recuerdo sí he llamado. Dos veces. La primera vez tenía quince años y llamé a pedir una canción a Veracruz Estéreo (una emisora local). La persona que contestaba las llamadas no tenía el carisma y la emotividad del presentador. Contestaba de afán, como de mala gana y decía en tono seco que la canción se iba a demorar. La segunda vez, tenía un poco más de edad y llamé a La Voz de Colombia (bésameee…)(otra emisora local) a dedicar una canción a mi novia. Me pareció que la mezcla del mensaje amoroso de cumpleaños y el medio escogido, podrían generar un complejo efecto cómico-afectivo. Así fue. También sirvió para reconciliarla a ella con la música de peluquería pero ese es otro cuento.

Dos llamadas, dos canciones (parece el título de una canción). Pero nunca he llamado a ningún programa radial a dar una opinión sobre nada. Alguna vez lo intenté en un programa televisivo pero no pude comunicarme. Y es precisamente, sobre este asunto, la dificultad de comunicarse con los programas radiales y el uso que hacen los oyentes del espacio cuando logran comunicación.

Yo llamé una vez a un programa; mi criterio estadístico sobre esa base no sería confiable, pero sí he escuchado en muchas oportunidades que los oyentes se quejan de la dificultad para comunicarse con el programa ¡Es un milagro! Dicen algunos; ¡por fin lo logré Julito, llevo más de dos meses tratando de comunicarme con ustedes y no he podido! Las personas experimentan una emoción parecida a la de un náufrago cuando ve un barco que viene a rescatarlo.

Bien. Es comprensible la dificultad para comunicarse con un programa radial que tiene mucha audiencia. En el caso de los programas de poca audiencia, los que celebran y se ponen eufóricos con las llamadas son los locutores y presentadores: ¡una llamada! ¡por fin!!creíamos que solo nos escuchábamos a nosotros mismos! Y alientan al oyente para que hable más, aún cuando se percibe que ya quiere colgar, que tiene que comer, dormir o trabajar “pero venga, cuál es el afán, ¿y cuál es su comida favorita?” Hasta quieren ofrecerle regalos para que no se vaya; que espere hasta que el proceso de una rifa improvisada se haya llevado a cabo. Ya después de mucho rato de tener al oyente como rehén telefónico, uno de los presentadores del programa dice: “bueno mamá, no te quitamos más tiempo, sigue con tus oficios” y la mamá: “bueno mijo, pero por favor no me obligue más a llamar allá”.

Es claro que el caso de la W es el contrario. Dicen que alguna vez llamó al programa la mamá de Julio Sánchez: “Julito no me cuelgue, cómo es posible que ustedes…” ‒Gracias, por su opinión, tenemos otro oyente en la línea, dice el señor Sánchez con su voz cavernosa y amable de locutor. No. No es posible darle tanto tiempo a los llamantes. El tiempo de las llamadas es inversamente proporcional a su cantidad.

Pero hablemos sobre un señor que llama y que que ha estado varios meses intentando comunicarse sin suerte. Finalmente lo logra: “Julio, llevo tres meses tratando de comunicarme, realmente es un milagro…” ‒¿El disco del año…? lo interrumpe Sánchez. Y este oyente, que lleva tantas horas de espera al teléfono, perdiéndose sus programas de tv favoritos, ayunando, marcando una y otra vez cuando el teléfono se cuelga por la larga espera; este oyente cuyo sueño más preciado, y al parecer, cuya única ocupación es llamar al show radial y que ha preparado en su mente la intervención más ingeniosa, la más afectuosa, la más vehemente que ha sido capaz, regala a la audiencia de todo el país con un avergonzado “no sé”. Como era de esperar, ante la avalancha de llamadas telefónicas es despedido con un “hay otro oyente en la línea…” Y ya. Hasta ahí llegó la llamada del sufrido oyente de la radio. No sé si alcanza a decir otra cosa, o se ha quedado petrificado como los héroes que miraban a la medusa a los ojos.

Rogelio, que así llamaremos a nuestro oyente, ha caído en el olvido absoluto. Rogelio, que soñó con caerle bien a Julito y sentirse amado con sus preguntas: Dónde vive, que hace, cuántos años tiene, de quien es hincha… etc... Ese Rogelio, que quería quedar repujado en la memoria de Julito y del país y solo ha atinado a decir “no sé” porque no se le pasó por la cabeza que le fueran a preguntar por el disco del año cuando él no escucha música.

Viene una pregunta a mí: ¿!Es qué no sabía cuál era el tema del día!?, ¿es que se trata de un fiel oyente que no oye el programa?, ¿no es un oyente sino un llamante? ¿será que su ocupación es llamar a uno y otro programa radial para responder lo que le preguntan aunque no lo sepa? ¿qué hay en la cabeza de este tipo? ¿una necesidad de escuchar su nombre en la radio y de que otros lo escuchen?

Una hipótesis que tengo en mente, para no denostar las capacidades mentales y sociales de nuestro amigo es que estaba esperando en el teléfono desde el tema del día anterior. Estaba preparado para dar su sesuda opinión acerca del matrimonio de la fiscal con el político y a cambio le preguntan por el disco del año ¿Pero qué engaño es este? Se preguntaría Rogelio quien, sumido en lucubraciones sobre las relaciones entre la justicia, el delito y el amor, no guardó espacio para los discos del año y no atinó a decir, como el despierto telefonista anterior, “los 14 cañonazos”.

Ese otro telefonista que, en cambio, destapará ese día una botella de champaña, presumirá con sus amigos sobre la llamada, se sentirá como un héroe nacional si su disco termina siendo uno de los elegidos (si es que la pregunta tiene ese fin), grabará el programa de radio y lo guardará como un tesoro en un lugar cercano al computador para felicitarse a solas con tono de inmortalidad: “14 cañonazos bailables…”, como un poeta, como un Martin Luther King, como un Pablo Neruda, un Churchil... “14 cañonazos bailables…”

En serio. Por qué esperar tanto para llamar a un programa radial, que le pregunten a uno cualquier cosa y ni siquiera poder contestarla? ¿era una llamada equivocada? El tipo estaba llamando a una carnicería o a una compañía de seguros y le preguntan cuál es el disco del año? ‒No sé, señor, yo lo que necesito… y le cuelgan sin darse cuenta de que salió al aire?.

Realmente no entiendo. Para solucionar este misterio lo viviré en carne propia. Llamaré a la emisora e intentaré (no sé si lo logre) formarme una opinión sobre el tema del día, sea el desarme nuclear o los implantes mamarios de una modelo. Aunque me gustaría, para comprender el fenómeno, que la pregunta del día fuera ¿por qué llaman los oyentes al programa?

Tenemos otro oyente..

lunes, 26 de diciembre de 2011

CONDORITO Y YO

Hace muchos años escribí una defensa a Condorito. Se habla muchas veces en tono de queja sobre este emplumado personaje. La revista que protagoniza se ha utilizado como paradigma de la mala o la escasa lectura: “No lee sino Condorito”. Bueno, eso hace unos diez años porque Condorito, aplastado por las botas plásticas de los “power rangers” y de otros bichos de habla inglesa ha sido olvidado. Ignoro si los jóvenes de hoy en día tienen idea de quien sea Condorito.

Para mí Condorito es y ha sido siempre un personaje entrañable, podría decir que hasta un amigo si cierta parte de mi personalidad no insistiera en que un personaje dibujado ‒no diré un comic‒ no puede ser amigo de nadie. Sea. Digamos que Condorito es un símbolo, una representación de algo muy querido.

Cuando yo estaba pequeño, Condorito era toda una institución en mi casa. Creo que pocas cosas son compartidas por todos los miembros de una familia: a algunos les gusta Coveñas, a otros no, a algunos la mermelada, a otros la mantequilla… pero en mi casa Condorito era querido por todos con igual devoción: mi papá, mi mamá y mis hermanos. Cuando llegaba una revista del plumífero personaje tenía que rotar obligadamente de uno a otro de los miembros de la familia y era toda una suerte, supongo, ser el primer favorecido, aunque de todas formas ser el último o el penúltimo implicaba la espera que aumenta el deseo.

No se trataba de una cosa solo para niños, como son las revistas que tienen ese propósito definido (no conozco muchas revistas de ese tipo). No. Condorito era tan digno del “jefe natural de la familia” como se calificaba a sí mismo mi padre como para mi madre y todos los hijos. Era todo un placer leernos mutuamente los chistes; mi madre disfrutaba que se los leyéramos, y se reía, no con una risa falsa para demostrar cariño a sus vástagos sino con una risa franca de adulto (y niño al mismo tiempo). No hay cosa más sublime que la risa de una madre y Condorito se prestaba con dignidad a ese propósito.

Condorito no era solo chistes. Condorito era todo un mundo: Pelotillehue, el Hocicón, Buenas Peras, esos cocodrilos entrando o saliendo de las basureras, El Bar el Tufo, Tome Pin y haga Pun... No era solo cumplir en la última viñeta el milagro del chiste con un ¡plop! que tal vez se convirtió en una expresión universal en Latinoamérica, o sentir esa especie de decepción cuando la historia terminaba en un “exijo una explicación”; leer a Condorito era meterse en su mundo, un mundo muy parecido al nuestro y, como lo han anotado en una página de internet, muy diferente a los fantásticos monicongos de Disney en cuyos escenarios quizá no hay restaurantes como el Pollo Farsante en donde las moscas gravitan alrededor de la comida de un comensal emplumado que no va a pagar la cuenta.

Era imposible no amar a Condorito. Es como cuando viene a vivir alguien a la casa y cuenta con el patrocinio y el cariño de los padres. Se termina amando, y los niños, ‒yo era un niño cuando conocí a Condorito‒ son expertos en ese arte.
Así que no venga nadie a meterse con Condorito, a rebajarlo porque no es una lectura larga, ardua y enseñosa. No me vengan con la perversión de que para Ser hay que leer a tal o a cual, por lo general tales o cuales extranjeros.

Condorito, siendo un Cóndor, símbolo de los Andes, era todos los hombres: astronauta, mafioso, médico, ladrón, cocinero, abogado… En un momento era millonario y en otro mendigo. No había oficio, ocupación, que Condorito no encarnara: cura, dentista, barbero, músico, empresario, hasta político, y siempre, a través del chiste, revelando los vicios, no sé si las virtudes de los hombres. Quizá la virtud de Condorito era seguir viviendo, como su personaje habitual, un “huaso” chileno, que vivía en la pobreza, en la amistad, en la enemistad, en el amor (era imposible no embelesarse con Yayita), en esa forma, no sé si ideal, pero en la que viven muchos latinoamericanos y muchos hombres del mundo.

Se habrá notado que utilizo el pasado en alguna parte para referirme a Condorito. Es triste, pero en lo que a mí respecta, Condorito se murió con Pepo. Este, antes de morir vendió los derechos a una compañía Televisa etcétera, y, aunque Condorito sigue apareciendo en las revistas y las revistas se siguen vendiendo, aunque menos, en las filas de los supermercados y en los puestos de revistas, Condorito no es el mismo. Es como si hubiera padecido alguna enfermedad que hubiera minado su capacidad para hacer chistes.

Hace quizá un par de años, en la fila de un supermercado se me dio, mientras llegaba a la caja, por abrir una revista del entrañable arquetipo y ¿qué me encuentro? Que las viñetas del anaranjado personaje ya no contienen ningún chiste, sino unos pálidos remedos de chiste que no sé si harían reír a un niño, o por lo menos no a un niño inteligente. Diría un hipotético niño hoy: ¿y este es el famoso Condorito? Creo que no leería más de una página.

Así es. Condorito ha muerto, aunque como dicen por ahí en las películas y en frases bajadas de internet, vive en nuestro recuerdo. Todavía hay revistas viejas por ahí de cuando Condorito era Condorito, de cuando hacía reír y de cuando era querido. Ahora es, junto con Pepe Cortisona, Don Chuma, Tremebunda, Comegato, y Huevoduro una especie de poseso que ha prestado su cuerpo al espíritu de un estúpido. Ahí ya no hay nada.

En fin, quería, por estos días en que se han cumplido 100 años del nacimiento de Pepo, padre y madre del inefable Condorito, compartir con el mundo mis recuerdos y emociones asociados al personaje que más he leído, dolerme por su muerte clínica y el mantenimiento de sus pulsaciones merced a fríos aparatos desprovistos de un mínimo de ingenio pero también homenajearlo en el Centenario de su creador.

Así que, a Condorito y a Pepo, que descansarán en la gloria de un Dios de Pelotillehue, un sentido y sincero ¡Plop!