viernes, 28 de abril de 2017

NARRADURÍAS

Ahora estaba solo, totalmente solo en el cuartucho que por un momento no le pareció tan miserable; hasta bellos le parecieron los mapas de humierdad en el techo, la paciente y parsimoniosa proliferación de los hongos, su canto de humedad y moho. 

Era el momento preciso para que entrara un viento fresco de renovación pero no entró ningún viento porque el cubo de cemento que tenía por cuarto no tenía ventanas. Se quedó dormido y se desprendió de su cuerpo. Voló hasta el techo, rebotó en las paredes, su cuerpo etérneo no podía salir del cuarto porque no tenía materia para abrir la chapa y no era lo suficientemente liviano para colarse por debajo de la puerta. Su cuerpo dormía y su espíritu rebotaba en el cubo como una bola de pinball sin luces.

Despertó. Se contempló el ombligo peliforme rodeado de vellos. Por primera vez en su vida no pensó y descubrió el milagro del aire en su estómago: el vientre se ensanchaba y se desinflaba, se ensanchaba y se desinflaba. También las paredes se hinchaban y se desinflaban al ritmo de su vientre; la danza de vientre del universo.

Abrió la puerta. Sintió el malestar de un cigarrillo recién encendido, la culpa, la ansiosa espera del advenimiento de una nueva paz móvil, de una paz caminante. Bajó el mismo camino de las escaleras trillado por la ratas. No más ratas. Nunca más.

Llovía. Se dejó mojar sintiendo cómo las gotas se llevaban su malestar, se llevaban al diablo todo rasgo del pasado y del futuro. Caminó. Temblaba de frío y lloraba sutilmente una felicidad. Necesitaba salir de ahí (Dios miraba por una de las ventanas de los ranchos). Sabía  que debía salir de ahí caminando, manteniendo la fe, manteniendo la mirada puesta en el horizonte, tolerando el aparente sinsentido de su tránsito. Siempre llegaba. Siempre llegaba la paz, la luz, el aire, la levedad, la homeostasis del cerebro, del alma y del cuerpo. Iba a caminar hasta pasar al otro lado sin importar los límites transitorios de su cuerpo. Esta vez lo iba a hacer hasta el final, no importaba el sudor frío en sus piernas y en su ropa mezclado con el agua de la lluvia, pucho cerebro conectado a las piernas en pos de la liberación. Solo, todavía no preparado para encontrarse a alguien. Buscándose a sí mismo. Esta vez no iba a cejar, a distraerse con fantasías de compañía. Que la compañía lo encontrara acompañado de sí mismo. Sabía de la cursilería de estos pensamientos, pero la vida era cursi y contra eso no podía hacerse nada. La vida era un cliché, un ejercicio. Caminaría hasta llenar el cerebro de corriente y tomaría una mano verdadera, no una prolongación imaginaria de la suya. Todas las cosas que había leído en las redes sociales en los periódicos, en los libros de autoayuda eran ciertas ¿cómo no iba a ser cierto todo?...

Fantaseó. Dios sabe que fantaseó. El caldo cerebral, el oxígeno en su sangre le permitía llegar a la etapa de la fantasía. Las fantasías, el futuro, las posibilidades, se alimentan con aire en los pulmones, en la sangre, en el cerebro.  Se sentía mejor. El dolor de cabeza había desaparecido, la náusea, el malestar el sudor. Había esperanza si podía dejar de concentrarse en los dolores que el cuerpo le enviaba para que se concentrara en el camino.

Encontró un túnel. Nada de túneles metafóricos; un vulgar túnel de carretera provisto de un vulgar peaje para automóviles y de una señal radial que indicaba las normas para atravesarlo; el túnel, ese balazo en la montaña, ese enorme hueco para ratones de combustión interna (No sintió nostalgia de los ratones). Estaba prohibido atravesarlo a pié pero tampoco había vigilancia para verificar que un tonto  lo hiciera. 

Atravesó el tonto túnel  y el tonto túnel no fue la metáfora de un renacimiento. Un poco de oscuridad, pitazos azarosos de automóviles que lo regañaban, que lo insultaban por encontrarse en un lugar proscrito para transeúntes y peatones.

–¡Estúpido!

Oyó el grito como una palabra de Dios y cayó en cuenta de cuánto tiempo hacía que se encontraba solo en el mar picado de sus cavilaciones.

¡Estúpido!... Se sintió reconocido, visible. La soledad le había hecho olvidar que existía, que a lo mejor era una mente solitaria que pensaba y que alucinaba un cuerpo, un fantasma o algo por el estilo. Por lo menos contaba con que era un estúpido y eso ya era bastante. Era  mejor ser un estúpido que unas voces en su cabeza que dialogaban, que se contradecían, que se decían estúpido a sí mismas. Su estupidez o al menos la posibilidad de su estupidez ya era un dato contrastado con la realidad. Se sentía de mejor humor. “Estúpido” podía ser una reacción de alguien que se había asustado de hacerle daño, de matarlo. ¡A alguien en el mundo le importaba su vida! ¡Era amado!

¡Si el tipo de la camioneta supiera el efecto de su insulto!...  ¡si hubiera sabido que había, no salvado, sino animado una vida!… Los misteriosos caminos del señor, hubiera dicho un pastor… la ley del caos… hubiera dicho un científico. 

Siguió caminando por la carretera. Los pasos calentaban su cuerpo y su mente y oxigenaban su cerebro. Esa era toda la filosofía: oxígeno en el cerebro.

Caminó y de vez en cuando suspiraba. Nada de abstracta nostalgia; eran los músculos y el cerebro reclamando oxígeno.

Caminó y respiró y el cuerpo le iba reclamando actitudes, que él convertía en personajes. Una mano tensa le sugería una rigidez epiléptica, otras tensiones lo hacían marchar con altas elevaciones de las piernas: un dos, un dos, como un payaso soldidificado, después una cojera disimulada. Después como un autómata. Ajena a su voluntad, la cara le estiraba los labios haciendo ridículos morros y después una sonrisa inventada previa a una risa verdadera. Era la vida manifestándose en los músculos de la cara.Ese placer del cuerpo en el cuerpo, esa sensación de calor en el pecho, la mente dormida tras haber mamado su dosis urgente de oxígeno,  

Los pasos lo llevaron a las tiendas del camino que despachaban música popular a todo volumen. Un tipo negro y solo se emborrachaba en una de las mesas y se bamboleaba de camino al mostrador para hacerle la segunda a cantantes melosos que atraían a las moscas tanto como los restos de caña fermentada en el borde de las copas. La canción era sobre una fulana que había dejado a un fulano. El fulano la mancillaba con versos y acordes. Una puta, en síntesis, le decía.

Pidió una cerveza y un cigarrillo para compensar el bienestar encontrado con la caminata. Fumó el cigarrillo, se tomó la cerveza y siguió caminando. Vio un ciervo en un pastizal al borde de la carretera, un hallazgo bastante insólito en una región en la que no hay ciervos, probablemente fugado o perteneciente a algún distinguido comerciante de alcaloides. O un ciervo que había caminado muchísimo más que él y se había visto perdido aunque el pasto es lo mismo en todas partes y los ciervos no se sienten perdidos en la tierra. Y unos gavilanes. Y animales en los que no puso más cuidado que el que ponía cuando pasaba de largo los canales de la televisión.

Nuevo momento de sinsentido. Encontró un pastor de ciervos. Sin muchas ganas de hablar. Todavía no se encontraba con nadie. Que road film tan insípido de un tipo que no se encontraba con nadie, a no ser un tipo borracho en una tienda. Pero estaba bien porque no quería encontrarse con nadie. No era capaz de entablar una conversación fuera de sí mismo. Inconcebible. Le rondaba la aparición de una mujer pero le pareció demasiado trillado. Y otra vez el malestar por el cigarrillo.

Sabía que tenía que encontrarse con alguien para salir de sí mismo. O tal vez no. Tal vez siguiera horadando en sus caminos trillados, en lo mismo de siempre, en la rueda de hámster de siempre. Daría vueltas hasta salir. Tenía esa esperanza.

Cogió la tarde y un camino de vereda y una casa de madera. Había un tipo afilando un palo con una navaja, tal vez una lanza para atravesar con ella al primer caminante que pasara, tal vez para clavarla en el piso, o simplemente para hacer un palo con filo, tirarlo a un lado y seguir haciendo más palos con filo. Se acercó. El tipo estaba totalmente embebido en su tarea autista. No parecía amenazador ni amigable. Plano como el filo de la navaja, iba deslizando la hoja de acero por el palo y sacando pequeñas lajas de madera. Se sentó al lado del tipo, en un pedazo de tronco cortado y el tipo no dijo nada ni fabricó un gesto de saludo o de repulsa como si fuera un amigo silencioso con el cual no hay que hablar para sentirse cómodo.

Solo se oía la fricción de la navaja contra el palo. Lo miró hacer. El tipo se daba cuenta pero parecía indiferente a su nueva compañía. Quizá estaba acostumbrado, quizá otros caminantes se habían sentado a su lado, en el tronco cortado para acompañarlo o para ser acompañado.  O quizá él había sido el único caminante que se había sentado al lado del tipo, un tipo que parecía sacado de una estampa: sombrero con rotos, barba rala picada con canas, la piel curtida por el sol, las manos duras como la madera que retiraba de los palos.

Se sentía feliz de encontrar compañía silenciosa. La mayoría de las compañías que lograba granjearse siempre parecían alérgicas al silencio. Tarde o temprano aparecía la pregunta ¿qué pasa? ¿qué hay?,  preguntas para generar conversación, para romper un hielo que a él no le interesaba romper ¿por qué había que romper algo y no solamente dejar que la sopa cerebral hiciera su trabajo lentamente, que las palabras salieran cuando quisieran hacerlo sin catalizadores para suscitarla, acelerarla o mantenerla?

Tomó un suspiro hondo que preparaba la garganta y las cuerdas bucales para empezar  a hablar.

–Mmmmmmm….

Ya era bastante. Tenía buenas expectativas de hablar. No es que no le gustara hacerlo. Es que requería de una gran preparación para hacer cualquier cosa. Algunas veces hablaba más de la cuenta, por eso alternaba con largos silencios para compensar.
El otro tipo parecía dispuesto con igual tranquilidad a la conversación o al silencio. Al tipo de las lanzas de madera no parecía esperar nada de él.

–Mmmmmmmm…. Mmmmmmm….. empezó a entretenerse con esa especie de mugido ahogado, de mantra desprovisto de cualquier propósito espiritual iluminatorio.

–Ahhh… –parecía un suspiro de descanso, de alivio. El descanso de un largo silencio. Después de un buen rato parecía empezar a respirar.

–Mmmmmm… –respondió el tipo de la lanzas.

–Mmmmm…

Empezaron a cantar sus mmmm– Estaban jugando. Sostenían una especie de conversación vacuna.  
Y otra vez el silencio. La luz escaseaba y el frío cundía. El tipo de las lanzas –ya tenía unas veinte en el piso– se levantó, entró a la casa y sin decir nada le entregó una ruana y encendió el fuego. Lo enciende más rápido –pensó– de lo que yo enciendo la estufa eléctrica. En efecto el tipo de las lanzas las dispuso en una estructura similar a las que había visto en la piras inquisitoriales y con el mínimo estímulo de un fósforo y un puñado de paja la fogata encendió. Con una explosión similar a la que se produce cuando hay un exceso de gas en la estufa. ¡pum!. se iluminó la cara del tipo. Sus rasgos duros parecían también de madera, como si él mismo se hubiera tallado con la navaja.      

Se puso la ruana y adelantó las manos hacia el fuego. El otro tipo ya no tenía más lanzas que fabricar. 
Se aventuró:

–¿Por qué en forma de lanza?...


El otro tipo levantó los hombros de manera mínima para ser percibido y el fuego comenzó a improvisar dibujos en el aire, melenas, salamandras, y a crepitar, a lanzar pequeños proyectiles y humo que por alguna misteriosa razón nunca se dirigía hacia el tipo.

IRLO DEJANDO

No ha sido fácil dejarlo. Como se entiende, debe hacerse de manera gradual. Primero ajustarse hasta el máximo de una página y tolerar las ganas. Después, paulatinamente, dos o tres párrafos. Aunque tenía recaídas. A veces me despertaba por la noche y escribía diez, doce páginas. Ya se sabe que las recaídas son mucho más violentas que el hábito. Pero no me dejé derrotar. Volvía a empezar nuevamente desde cinco, bajando a cuatro, después a una. Después al párrafo. Después fui capaz de hacer un solo párrafo y salir corriendo para disipar la ansiedad. Hacía un párrafo y meditaba, hablaba por teléfono. Pasaba semanas así, de un párrafo.

El avance siguiente era hacer un párrafo día de por medio. Lo logré. Me sentía mucho mejor, encontraba otras cosas para hacer como lavar lo platos y/o el carro, hablar con otras personas, bañarme. 

Después fue la frase. Dos o tres, o cuatro… con el mismo procedimiento: llegar a una sola frase, por ejemplo "la tarde está fría". Suficiente. Después un sustantivo: el carro. Y así, hasta llegar a palabras solas: un día era carro, el otro perro, el otro celular.  Y después día de por medio. 

Llegó el día en que no escribí nada y pude soportarlo pero seguía sintiendo esa necesidad de golpear las teclas. Debía encontrar una forma de dejar de hacerlo de la manera paulatina como había hecho lo demás. Así que me sentaba a golpear las teclas con ritmo, pero teniendo cuidado de no escribir ninguna palabra con sentido: ñlshdg ñlajdsg ujdssna ljla lla oll.

Empecé el mismo tratamiento: del "parrafo" a la "frase" a la "palabra".

Hace varios días que no escribo nada de nada. Excepto hoy que quise explicar mi método. Claro que tendré que empezar de nuevo, pero esta vez tengo fe.