viernes, 22 de diciembre de 2017

CRÓNICA MATUTINA

Chiqui–chí, chiqui–chí, chiqui–chí…
…chispean platillos de música electrónica.
Chiqui–chí, chiqui–chí, chiqui–chí…
…sueñan con oídos electrones musicales...
Chiqui chí, chiqui chí…
Es lo único que se escucha...

El barrio está silencioso esta mañana:
Chiqui– chí…
el ciclo de la nevera,
Chiqui– chí…
el rugido distante de los camiones,
Chiqui– chí…
el vapor levitando en el tendedero,
Chiqui– chí…
las tripas trasnochadas demandan su salario,
Chiqui– chí…
los perros se trenzan en ladridos de batalla...

Chiqui–chí, chiqui–chí, chiqui–chí…

El que no tiene nombre mira el eclipse de pájaros y sol,
se endereza traqueando la marimba de su espalda,
sorbe una porción gourmet de viento,

Endereza la espalda bailando el chiqui–chí.
se estira como un gato que intenta cosechar un mirlo.
E intuye el nirvana de las diez de la mañana.

Se acuerda de Ella, a esta hora, apéndice del laburo:
Su cola de caballo dorada, amarrada a la pantalla de un mundo de murmullos laborales.

El hambre lo remolca a la cocina, chiqui chí repetido en distintas ocasiones:
Las futuras tostadas se calientan en la parrilla,
las dos cargas de café, la taza, el agua,  
la avalancha de leche en polvo y azúcar que la licuadora atormenta…

Chiqui–chí, chiqui–chí, chiqui–chí…

La cafetera incontiene la infusión
Exhala vaporosa y sostenida
–ese orgasmo que le es propio–.
(La que si tiene nombre vuelve a la memoria)…

Libra desayuna con la imagen de la cabra
así como los perros conversan desde los balcones.
El estómago notifica al cerebro su alivio y esperanza,
Cesa el chiqui chí, saciado su hambre de oídos,
se trueca en vallenato la montaña…
edita sus notas el colibrí… 

EL ALMA

Me gusta buscar el alma y en el alma.
Soy un fan del alma.

Cuando me la encuentro
me salen poemas,
cuentos,
chistes.
Otras veces silencio…

Buscándola a veces me topo con Dios
Que me habla con su absoluta elocuencia silenciosa.
Y hasta con palabras humanas.

Otras veces aparece el diablo:
que habla mucho y hace ruido
–Le he recomendado visitar un psicólogo–.

Otras veces son los ángeles
me muestran las 11:11
no sé qué me quieren decir
pero igual agradezco.

Otras veces me encuentro el alma oyendo música:
Me saca a bailar y yo me dejo.
Y bailamos canciones que se supone no son bailables.
Pero se supone mal.
Todas las canciones son bailables.

También toco la flauta y la guitarra cuando nadie me está mirando.
Algunas veces cuando me miran ojos niños.

Otras veces me sorprende el alma en forma animal
Y me estremezco con la lagartija, el cucarrón, el pato…

Hablo con el alma también por teléfono
y río y converso.
–Soy un converso de la conversa–.
(Cuando se conversa cualquiera es un amigo de siempre).

Me subo y me banjo.
Me lleno y me vacio.
Dos ojos amarillos me miran desde la cacerola.

viernes, 18 de agosto de 2017

EN EL TDA

Son las dos de la tarde. Las nubes y la lluvia por fin se apiadan de nosotros, habitantes del wok de montañas en que se ha convertido el valle.

Las nubes grises simulan, en la tarde incipiente, la luz blanca de las seis de la tarde y contra ellas, en el tercer piso del bloque uno se recorta la silueta de un joven fumando. 

La trayectoria del humo delata el milagro: hay una grieta en el infierno y por ella ¡ventea!

jueves, 17 de agosto de 2017

EN SANDIEGO

Es un regalo cuando, de tantas formas posibles, la vida se presenta en palabras escritas. Uno siente cómo algo que estaba quieto adentro empieza a moverse, a relajarse; es la vida que estaba embolatada, escondida, oprimida, agazapada por allá en un misterioso lugar en la espalda. 

Vi cosas interesantes hoy, por ejemplo las cuchibarbies con sus labios y sus nalgas prominentes y su pelo amarillo. Caminaban juntas y eran parecidas –a lo mejor eran hermanas– embutidas en sus “vaqueros”. Se veían bien las cuchibarbies.

También vi un muchacho ejecutivo con un saco azul claro que llevaba en la oreja un audífono rectangular de teléfono, un bluetooth. Caminaba con una mujer, caminaban rápido, y sus gestos eran vigorosos, ágiles, seguros y elegantes.

Derrochaba vida el ejecutivo del saco azul y el bluetooth, yo era muy consciente, yo veía bien la vida porque estaba bastante muerto, casi muerto del todo.
El empleado del café preguntó:
–¿Jesús?
Y yo dije que no con la cabeza.
Llegó otro señor.
–¿Jesús?...

Y Jesús dijo que sí, que era él y fue muy bonito verlo porque Jesús tiene más de sesenta años y fenotipo costeño: cegatón, con gafas y cara de tortuga vieja.

Jesús sonrió exhibiendo una moneda de $20 y dijo que creyó que era de $100. Jesús sonríe por una diferencia de $80, Jesús goza barato.

También vi una niña de más o menos ocho años que iba de la mano de una señora mayor que podría ser su madre o su abuela; la niña era más alta que la madre o la abuela y se veía como que no se sabía quién llevaba a quién. La niña era flaquita y la abuela era redondita y las dos eran de gafas.

La fila del café crecía pegada de la barra y llegó un señor que no se hizo en la cola sino de una vez en la registradora. Una señora blanca de cara redonda y llena le dijo “Señor la fila va por allá” y le señaló la cola.

El señor no se movió de inmediato. Se quedó donde estaba –a lo mejor defendía su ego–, y después empezó a dudar: miraba la caja y miraba la fila. Después de hacer lo que pareció un cálculo mental se fue y yo entendí al señor porque también he estado en esa situación.

En la barra del café había esperando dos señores, uno con cara de lugareño y otro con cara de japonés y era curioso ver al que tenía cara de japonés hablando en perfecto paisa y haciendo gestos de paisa.

Con el japonés y el otro señor se cruzó una mujer bonita que se sonrió porque necesitaba unos palillos para mezclar y yo pensé que la belleza y la risa hacen que la máquina oxidada de la vida se vuelva a mover. 

lunes, 24 de julio de 2017

Escucho el clack clack del reloj y me sincronizo con él. Hago un movimiento del cuerpo con cada clack.  A veces el reloj sigue caminando pero deja de sonar y me siento desolado. Entonces me quedo quieto hasta que vuelvo a escuchar su clack, clack, que,  dicho sea de paso, odio.

miércoles, 5 de julio de 2017

TOMANDO LISTA

Me doy cuenta de un montón de cosas inútiles: la mosca que se posa en el cuaderno de un man sentado en una mesa. Trabaja. Habla por teléfono (el man). Nada raro. Esto pasa en una fracción de segundo (la mosca en el cuaderno) Nadie se da cuenta de eso, solo yo. Si le preguntaras al tipo después si una mosca se posó en su cuaderno seguramente se extrañaría ante la pregunta. Después diría que no, que no se acuerda, porque no querría hacer el esfuerzo de recordar una trivialidad de ese tipo o a lo mejor no se acordaría ni haciendo el esfuerzo.

Habla de inventario, de no sé qué. “Eso es lo que tenemos que mandar” dice su compañera de trabajo mientras le pasa el computador que se turnan para mirar tablas en una hoja de cálculo. Hay otro tipo en otra mesa. Parece chino. Muchos rasgos de chino menos el color. Mestizo, medianamente calvo y rapado, con barba. Sonríe mucho. No sé si los chinos sonríen mucho o no. Tiene orejas afiladas como de murciélago. Se parece a Confucio. Todos los chinos se parecen de algún modo a Confucio.

Apenas hoy me vengo a dar cuenta de que el decorado es el de un salón de clases, el de una escuelita: siluetas pixeladas del sistema óseo y del sistema circulatorio, protegido su pudor por los pixeles. Y por supuesto el abecedario con un diseño de muy buen gusto, como esas ilustraciones hechas para niños por artistas de alto vuelo. Y pupitres y representaciones del átomo y de la fórmula de una molécula.

Es una escuela quien lo duda. Y es a esta escuela que viene el chino que a lo mejor no es chino o que sus padres son chinos, o que tiene ancestros chinos o en quien son más visibles los ancestros chinos porque a lo mejor todos tenemos genes de chino.  Y el joven y la joven que trabajan juntos haciendo inventarios. Y la ejecutiva pelirroja con cara de niña que habla una y otra vez por teléfono, vigorosa, veloz, acerca de toneladas y miles de metros cúbicos de materiales de construcción. O el señor de oficio indescifrable que teclea de continuo en un computador –en casi todas las mesas hay abierto uno o varios computadores portátiles.

La mayoría de la gente viene a la escuelita a trabajar: algunos al aire libre, otros en el salón; uno que otro de recreo por el gusto de jugar con palabras, de contarse cosas, de escuchar, de contemplar a la persona que le gusta mientras habla, haciendo cara de tímido, chorreando una baba imaginaria, poniendo todo su interés en los labios que le cuentan historias de amigos, de la familia o del trabajo.

También está una chica de vestido, pelo y tatuajes negros que le entrega una copa envuelta en papel al hombre con el que conversa.

Y está el tipo sentado en un pupitre, tomando café, preguntándose por qué diablos escribe las cosas que ve si nadie lo ha mandado, si nadie le paga. 

jueves, 4 de mayo de 2017

SOLO YO

Flaquita, con frenos y trenza larga sobre el hombro izquierdo. Es amable con los clientes; a lo mejor, porque está nueva, no ha asimilado la antipatía y un –sano, según el gerente– grado de negligencia, valores corporativos del negocio.

Pero la nueva, mona, flaca, de frenos y trenza es algo más; solo yo me doy cuenta por la discreta pero brillante hebilla dorada de sus zapatos que es una princesa condenada por el hechizo de un malvado gerente que la tiene amarrada con una cadena de papel moneda.

Solo yo me doy cuenta, solo yo, que soy un príncipe que finge ser un vendedor ambulante de cursos de inglés. 

EL NO BARRIO

Nunca fui chico de barrio. Fui chico de loma, chico de las afueras, chico de finca. Sin vecinos, o con vecinos distantes.


Para ir a la tienda había que ir en carro o hacer largas caminatas deportivas.

No había otros chicos de la cuadra porque no había cuadra. Solo una calle estrecha que daba a la loma. 

Había un chico con el que montaba en bicicleta. Era mi amigo. Ese chico vivía también en mi casa. Era mi hermano. 

Tenía otro hermano más grande pero no montaba tanto en bici como nosotros, con nosotros. 


Por eso me sorprendía cuando iba al pueblo y la gente se saludaba.No comprendía cómo en un lugar tan grande, en la calle, dos personas podían conocerse. 

Otras veces iba al centro con mi padre. Me daba un poco de miedo pero iba con él. Me impresionaba el ruido, tanta gente, los indigentes (todavía me impresionan lo indigentes) 

Mis amigos eran los amigos del colegio. Ese era mi barrio, aunque no era un barrio muy libre. Estaba cerrado y uno no podía salirse. o bueno, después de cierta edad podía salirse a la hora del almuerzo, ir a la tienda de la esquina, la de Hugo, hincha furibundo del Medellín. Yo no era hincha. Mi padre no fue hincha, mis hermanos no eran hinchas. 

No barrio
No cuadra
No tienda
No hinchas.

En donde Hugo tomábamos gaseosa, chitos, papitas, rosquitas, cosas de esas. Después tomamos cerveza.

Aprendí a tomar cerveza en barrios que no eran el mío. 

Iba también a los barrios en donde vivían mis amigos. 
Al poblado. 
Subíamos y bajábamos por la nueve, por la diez, por la diez A en busca de amigas. 

Nacho era al que más fácil le quedaba hacer amigas. Tenía un encanto para ellas. Yo no diría que fuera bonito, pero había algo en su forma de ser que le gustaba a las mujeres. Yo le tenía esa envidia benigna que se tiene a los amigos.

Más grande conocí Carlos E. Me parecía maravilloso que tuviera una biblioteca. La biblioteca se convirtió en una especie de refugio, pero quiero pasar de largo por esos días.  

Me fui de la casa. viví en Belén, después en la Villa. Paseaba a mi hija en su coche por la Villa. Iba de vez en cuando al parque para tomarme una cerveza.

Después volví a la misma loma en que nací. 

Tampoco era un barrio. Era un "unidad cerrada" y en verdad que era cerrada. En cierto sentido nunca me dejaron entrar. La vecina odiaba nuestra basura, la que no se podía tirar por el "chut" y la pateaba. Nos dolía que pateara nuestra basura. 

Yo no sabía muy bien cómo era tener vecinos. Al estar tan pegados,creo que los vecinos hacemos lo posible por distanciarnos.

CUÉNTEME COSAS BONITAS

Cuénteme cosas bonitas, dice Leonor, y yo digo: casita de campo, naranjalimón, garza, pan con queso, optimismo, piquiña en la mano que anuncia dinero por venir; dedos calientes escribiendo, baño con agua caliente, natación con aurora y piel que se seca en las piedras blancas.
 
Digo alegría, baile… felicidad que no te quita nada ni nadie; naranjas que alumbran el árbol todo el año sin la excusa de una fecha. Y otra vez garza y otra vez aire en los pulmones que suenan como el fuelle del cebú.
 
Me siento con ánimos de decir aquí y ahora. Me siento con alientos de ver el milagro evidente, desvestido de futuro, de pasado, de geografía o de dinero. Hablo de este momento en el que tengo la total posibilidad de practicar la felicidad cantando con los dedos.
 
Hablo de aquí y de ahora. De tenerlo todo, de serlo todo, de un mundo al que no le faltan ni le sobran comas. Hablo de la piel bañada pero también del calorcito heredado a las cobijas convertido en pegote por el frío de la mañana.
 
Hablo de un nuevo día; de un día sin pasado y sin futuro, de dos pájaros canosos que se persiguen en pleno vuelo, del árbol gigante traído del Serengueti, de perros distantes que se ponen al día como vecinas parlanchinas.
 
Hablo de la lluvia que arrulla cabezas empotradas en la almohada, y por supuesto de aquella que seguro se moja ahora las retinas con las gotas del cristal, pechiamarilla guarecida en el árbol de limón, ardilla que despeina las hojas del árbol de mangos.
 
Un bostezo abre los brazos y después los puños para recibir el regalo. Ki ki kiiii…. Canta el bichofué como cantando el cumple días que los demás pájaros secundan con sus cantos imposibles de escribir.
 
La hoja del jazmín tiembla aparando las gotas que resbalan de las tejas.
 
La ardilla corre, compite con las cuatrimotos y les gana en velocidad y en silencio.
 
La lluvia va y vuelve, pasando del piano al crescendo como se acostumbra en las buenas sinfonías.
 
Y aquí estoy, empezando a bailar el canto de las garzas, sintonizando los chacras que se desperezan como perros secándose la lluvia, las rodillas rebotando, animando los músculos, invocando el aire.
 
Aquí estoy, obedeciendo al pájaro que pita como agente de tránsito, sincronizándome con la percusión de la lluvia en la lata, con la asamblea cacareante de las gallinas, con el arrullo blanco que trae paz a los oídos que amo...  

DESPERTAR

Mientras la cafetera suelta su chorrito en la jarra la vecina ajusta cuentas pendientes con la ropa.

Santiago se hace millonario de repente y estira el cuerpo arrugado por ocho horas de sueño maltratado.

Espera con paciencia los milagros: el café, el aplauso alar de la paloma, el megáfono que entona la compra de chatarra, el repique de la moto que arrulla a los durmientes rezagados, la salsa que retumba y se mezcla con trinos de pájaro enjaulado (una especie de radio primitivo) y colisiones obligadas en la street del lavaplatos.

Cri crí… canta el pájaro en la jaula; cri crí se queja la alarma del carro; estornuda la flauta y una señora se suena en la cocina.

La rana se despereza ronroneando como un gato, señal de que ya es hora de hacerle el desayuno para que tenga un tránsito amable entre el hambre matutino y su extinción. 

viernes, 28 de abril de 2017

NARRADURÍAS

Ahora estaba solo, totalmente solo en el cuartucho que por un momento no le pareció tan miserable; hasta bellos le parecieron los mapas de humierdad en el techo, la paciente y parsimoniosa proliferación de los hongos, su canto de humedad y moho. 

Era el momento preciso para que entrara un viento fresco de renovación pero no entró ningún viento porque el cubo de cemento que tenía por cuarto no tenía ventanas. Se quedó dormido y se desprendió de su cuerpo. Voló hasta el techo, rebotó en las paredes, su cuerpo etérneo no podía salir del cuarto porque no tenía materia para abrir la chapa y no era lo suficientemente liviano para colarse por debajo de la puerta. Su cuerpo dormía y su espíritu rebotaba en el cubo como una bola de pinball sin luces.

Despertó. Se contempló el ombligo peliforme rodeado de vellos. Por primera vez en su vida no pensó y descubrió el milagro del aire en su estómago: el vientre se ensanchaba y se desinflaba, se ensanchaba y se desinflaba. También las paredes se hinchaban y se desinflaban al ritmo de su vientre; la danza de vientre del universo.

Abrió la puerta. Sintió el malestar de un cigarrillo recién encendido, la culpa, la ansiosa espera del advenimiento de una nueva paz móvil, de una paz caminante. Bajó el mismo camino de las escaleras trillado por la ratas. No más ratas. Nunca más.

Llovía. Se dejó mojar sintiendo cómo las gotas se llevaban su malestar, se llevaban al diablo todo rasgo del pasado y del futuro. Caminó. Temblaba de frío y lloraba sutilmente una felicidad. Necesitaba salir de ahí (Dios miraba por una de las ventanas de los ranchos). Sabía  que debía salir de ahí caminando, manteniendo la fe, manteniendo la mirada puesta en el horizonte, tolerando el aparente sinsentido de su tránsito. Siempre llegaba. Siempre llegaba la paz, la luz, el aire, la levedad, la homeostasis del cerebro, del alma y del cuerpo. Iba a caminar hasta pasar al otro lado sin importar los límites transitorios de su cuerpo. Esta vez lo iba a hacer hasta el final, no importaba el sudor frío en sus piernas y en su ropa mezclado con el agua de la lluvia, pucho cerebro conectado a las piernas en pos de la liberación. Solo, todavía no preparado para encontrarse a alguien. Buscándose a sí mismo. Esta vez no iba a cejar, a distraerse con fantasías de compañía. Que la compañía lo encontrara acompañado de sí mismo. Sabía de la cursilería de estos pensamientos, pero la vida era cursi y contra eso no podía hacerse nada. La vida era un cliché, un ejercicio. Caminaría hasta llenar el cerebro de corriente y tomaría una mano verdadera, no una prolongación imaginaria de la suya. Todas las cosas que había leído en las redes sociales en los periódicos, en los libros de autoayuda eran ciertas ¿cómo no iba a ser cierto todo?...

Fantaseó. Dios sabe que fantaseó. El caldo cerebral, el oxígeno en su sangre le permitía llegar a la etapa de la fantasía. Las fantasías, el futuro, las posibilidades, se alimentan con aire en los pulmones, en la sangre, en el cerebro.  Se sentía mejor. El dolor de cabeza había desaparecido, la náusea, el malestar el sudor. Había esperanza si podía dejar de concentrarse en los dolores que el cuerpo le enviaba para que se concentrara en el camino.

Encontró un túnel. Nada de túneles metafóricos; un vulgar túnel de carretera provisto de un vulgar peaje para automóviles y de una señal radial que indicaba las normas para atravesarlo; el túnel, ese balazo en la montaña, ese enorme hueco para ratones de combustión interna (No sintió nostalgia de los ratones). Estaba prohibido atravesarlo a pié pero tampoco había vigilancia para verificar que un tonto  lo hiciera. 

Atravesó el tonto túnel  y el tonto túnel no fue la metáfora de un renacimiento. Un poco de oscuridad, pitazos azarosos de automóviles que lo regañaban, que lo insultaban por encontrarse en un lugar proscrito para transeúntes y peatones.

–¡Estúpido!

Oyó el grito como una palabra de Dios y cayó en cuenta de cuánto tiempo hacía que se encontraba solo en el mar picado de sus cavilaciones.

¡Estúpido!... Se sintió reconocido, visible. La soledad le había hecho olvidar que existía, que a lo mejor era una mente solitaria que pensaba y que alucinaba un cuerpo, un fantasma o algo por el estilo. Por lo menos contaba con que era un estúpido y eso ya era bastante. Era  mejor ser un estúpido que unas voces en su cabeza que dialogaban, que se contradecían, que se decían estúpido a sí mismas. Su estupidez o al menos la posibilidad de su estupidez ya era un dato contrastado con la realidad. Se sentía de mejor humor. “Estúpido” podía ser una reacción de alguien que se había asustado de hacerle daño, de matarlo. ¡A alguien en el mundo le importaba su vida! ¡Era amado!

¡Si el tipo de la camioneta supiera el efecto de su insulto!...  ¡si hubiera sabido que había, no salvado, sino animado una vida!… Los misteriosos caminos del señor, hubiera dicho un pastor… la ley del caos… hubiera dicho un científico. 

Siguió caminando por la carretera. Los pasos calentaban su cuerpo y su mente y oxigenaban su cerebro. Esa era toda la filosofía: oxígeno en el cerebro.

Caminó y de vez en cuando suspiraba. Nada de abstracta nostalgia; eran los músculos y el cerebro reclamando oxígeno.

Caminó y respiró y el cuerpo le iba reclamando actitudes, que él convertía en personajes. Una mano tensa le sugería una rigidez epiléptica, otras tensiones lo hacían marchar con altas elevaciones de las piernas: un dos, un dos, como un payaso soldidificado, después una cojera disimulada. Después como un autómata. Ajena a su voluntad, la cara le estiraba los labios haciendo ridículos morros y después una sonrisa inventada previa a una risa verdadera. Era la vida manifestándose en los músculos de la cara.Ese placer del cuerpo en el cuerpo, esa sensación de calor en el pecho, la mente dormida tras haber mamado su dosis urgente de oxígeno,  

Los pasos lo llevaron a las tiendas del camino que despachaban música popular a todo volumen. Un tipo negro y solo se emborrachaba en una de las mesas y se bamboleaba de camino al mostrador para hacerle la segunda a cantantes melosos que atraían a las moscas tanto como los restos de caña fermentada en el borde de las copas. La canción era sobre una fulana que había dejado a un fulano. El fulano la mancillaba con versos y acordes. Una puta, en síntesis, le decía.

Pidió una cerveza y un cigarrillo para compensar el bienestar encontrado con la caminata. Fumó el cigarrillo, se tomó la cerveza y siguió caminando. Vio un ciervo en un pastizal al borde de la carretera, un hallazgo bastante insólito en una región en la que no hay ciervos, probablemente fugado o perteneciente a algún distinguido comerciante de alcaloides. O un ciervo que había caminado muchísimo más que él y se había visto perdido aunque el pasto es lo mismo en todas partes y los ciervos no se sienten perdidos en la tierra. Y unos gavilanes. Y animales en los que no puso más cuidado que el que ponía cuando pasaba de largo los canales de la televisión.

Nuevo momento de sinsentido. Encontró un pastor de ciervos. Sin muchas ganas de hablar. Todavía no se encontraba con nadie. Que road film tan insípido de un tipo que no se encontraba con nadie, a no ser un tipo borracho en una tienda. Pero estaba bien porque no quería encontrarse con nadie. No era capaz de entablar una conversación fuera de sí mismo. Inconcebible. Le rondaba la aparición de una mujer pero le pareció demasiado trillado. Y otra vez el malestar por el cigarrillo.

Sabía que tenía que encontrarse con alguien para salir de sí mismo. O tal vez no. Tal vez siguiera horadando en sus caminos trillados, en lo mismo de siempre, en la rueda de hámster de siempre. Daría vueltas hasta salir. Tenía esa esperanza.

Cogió la tarde y un camino de vereda y una casa de madera. Había un tipo afilando un palo con una navaja, tal vez una lanza para atravesar con ella al primer caminante que pasara, tal vez para clavarla en el piso, o simplemente para hacer un palo con filo, tirarlo a un lado y seguir haciendo más palos con filo. Se acercó. El tipo estaba totalmente embebido en su tarea autista. No parecía amenazador ni amigable. Plano como el filo de la navaja, iba deslizando la hoja de acero por el palo y sacando pequeñas lajas de madera. Se sentó al lado del tipo, en un pedazo de tronco cortado y el tipo no dijo nada ni fabricó un gesto de saludo o de repulsa como si fuera un amigo silencioso con el cual no hay que hablar para sentirse cómodo.

Solo se oía la fricción de la navaja contra el palo. Lo miró hacer. El tipo se daba cuenta pero parecía indiferente a su nueva compañía. Quizá estaba acostumbrado, quizá otros caminantes se habían sentado a su lado, en el tronco cortado para acompañarlo o para ser acompañado.  O quizá él había sido el único caminante que se había sentado al lado del tipo, un tipo que parecía sacado de una estampa: sombrero con rotos, barba rala picada con canas, la piel curtida por el sol, las manos duras como la madera que retiraba de los palos.

Se sentía feliz de encontrar compañía silenciosa. La mayoría de las compañías que lograba granjearse siempre parecían alérgicas al silencio. Tarde o temprano aparecía la pregunta ¿qué pasa? ¿qué hay?,  preguntas para generar conversación, para romper un hielo que a él no le interesaba romper ¿por qué había que romper algo y no solamente dejar que la sopa cerebral hiciera su trabajo lentamente, que las palabras salieran cuando quisieran hacerlo sin catalizadores para suscitarla, acelerarla o mantenerla?

Tomó un suspiro hondo que preparaba la garganta y las cuerdas bucales para empezar  a hablar.

–Mmmmmmm….

Ya era bastante. Tenía buenas expectativas de hablar. No es que no le gustara hacerlo. Es que requería de una gran preparación para hacer cualquier cosa. Algunas veces hablaba más de la cuenta, por eso alternaba con largos silencios para compensar.
El otro tipo parecía dispuesto con igual tranquilidad a la conversación o al silencio. Al tipo de las lanzas de madera no parecía esperar nada de él.

–Mmmmmmmm…. Mmmmmmm….. empezó a entretenerse con esa especie de mugido ahogado, de mantra desprovisto de cualquier propósito espiritual iluminatorio.

–Ahhh… –parecía un suspiro de descanso, de alivio. El descanso de un largo silencio. Después de un buen rato parecía empezar a respirar.

–Mmmmmm… –respondió el tipo de la lanzas.

–Mmmmm…

Empezaron a cantar sus mmmm– Estaban jugando. Sostenían una especie de conversación vacuna.  
Y otra vez el silencio. La luz escaseaba y el frío cundía. El tipo de las lanzas –ya tenía unas veinte en el piso– se levantó, entró a la casa y sin decir nada le entregó una ruana y encendió el fuego. Lo enciende más rápido –pensó– de lo que yo enciendo la estufa eléctrica. En efecto el tipo de las lanzas las dispuso en una estructura similar a las que había visto en la piras inquisitoriales y con el mínimo estímulo de un fósforo y un puñado de paja la fogata encendió. Con una explosión similar a la que se produce cuando hay un exceso de gas en la estufa. ¡pum!. se iluminó la cara del tipo. Sus rasgos duros parecían también de madera, como si él mismo se hubiera tallado con la navaja.      

Se puso la ruana y adelantó las manos hacia el fuego. El otro tipo ya no tenía más lanzas que fabricar. 
Se aventuró:

–¿Por qué en forma de lanza?...


El otro tipo levantó los hombros de manera mínima para ser percibido y el fuego comenzó a improvisar dibujos en el aire, melenas, salamandras, y a crepitar, a lanzar pequeños proyectiles y humo que por alguna misteriosa razón nunca se dirigía hacia el tipo.

IRLO DEJANDO

No ha sido fácil dejarlo. Como se entiende, debe hacerse de manera gradual. Primero ajustarse hasta el máximo de una página y tolerar las ganas. Después, paulatinamente, dos o tres párrafos. Aunque tenía recaídas. A veces me despertaba por la noche y escribía diez, doce páginas. Ya se sabe que las recaídas son mucho más violentas que el hábito. Pero no me dejé derrotar. Volvía a empezar nuevamente desde cinco, bajando a cuatro, después a una. Después al párrafo. Después fui capaz de hacer un solo párrafo y salir corriendo para disipar la ansiedad. Hacía un párrafo y meditaba, hablaba por teléfono. Pasaba semanas así, de un párrafo.

El avance siguiente era hacer un párrafo día de por medio. Lo logré. Me sentía mucho mejor, encontraba otras cosas para hacer como lavar lo platos y/o el carro, hablar con otras personas, bañarme. 

Después fue la frase. Dos o tres, o cuatro… con el mismo procedimiento: llegar a una sola frase, por ejemplo "la tarde está fría". Suficiente. Después un sustantivo: el carro. Y así, hasta llegar a palabras solas: un día era carro, el otro perro, el otro celular.  Y después día de por medio. 

Llegó el día en que no escribí nada y pude soportarlo pero seguía sintiendo esa necesidad de golpear las teclas. Debía encontrar una forma de dejar de hacerlo de la manera paulatina como había hecho lo demás. Así que me sentaba a golpear las teclas con ritmo, pero teniendo cuidado de no escribir ninguna palabra con sentido: ñlshdg ñlajdsg ujdssna ljla lla oll.

Empecé el mismo tratamiento: del "parrafo" a la "frase" a la "palabra".

Hace varios días que no escribo nada de nada. Excepto hoy que quise explicar mi método. Claro que tendré que empezar de nuevo, pero esta vez tengo fe.

lunes, 23 de enero de 2017

RELACIONES

El tipo se esmeraba en parecer tranquilo. Ratas. Sentía su murmullo; roían, se movían, insidiosas. Se tranquilizó. Quiso ignorarlas. Por ratos se dejaban de escuchar pero entonces aparecía esa tendencia a querer que algo desaparezca pero al mismo tiempo esperar que regrese para alimentar el odio, la furia, la intolerancia. Pero no quería ir a matarla o espantarla. Le molestaban las ratas como le molestaban a cualquiera, de un modo irracional y esto no le gustaba. Ya sabía que nada podía hacerle un ser a otro que lo supera en doscientas veces su tamaño; ya sabía que el riesgo de morir, aún de enfermarse por el contacto con una rata o por su contacto con la comida era ínfimo, casi imposible. Ya se había enfrentado a ellas. En el vecindario en que vivía, las ratas eran parte del paisaje, vecinos con los que había que contar. Estaba acostado en su catre; un catre viejo. Se cuidaba de moverse aunque en la noche de su soledad el chirrido del catre –que a veces se confundía con el de las ratas– lo arrullaba, lo hacía sentir acompañado.

Después de un buen rato de esperar que las ratas dejaran de hacer ruido, que se aburrieran ­–no se explicaba cómo es que unas ratas podían entretenerse con comida inexistente o, si se trataba de comida, no podía ser la suya porque estaba más pobre que las ratas que roían algo en el cuarto del lado. Bueno, el cuarto del lado era una forma de decir, porque se trataba de una habitación de un solo mal ambiente. Se trataba, como había dicho el tipo de la inmobiliaria, si así se podía llamar al tipo enguayabado y desastrado que se ocupaba de arrendar los cuartos, de un “mono ambiente” (pensó con tonto sentido del humor que el lugar no sería digno ni siquiera para un mono: las tablas con hendijas en el piso por debajo de las cuales las ratas corrían como pasajeras de subterráneo, el olor de las ratas, las astillas sueltas que le habían perforado y cortado los empeines en más de una ocasión)
.
El lugar era una mierda, casi parecía decir el agente inmobiliario cuando ponderaba mentiras como su buena ubicación, la cercanía de la tienda del barrio y otros valores agregados que poco podían agregar a la miseria en donde había ido a dar huyendo. Casi todos los que llegaban a la mísera pensión llegaban huyendo de alguien o de algo: de la policía, de otros maleantes, de deudas, de sí mismos. Llegaban huyendo con una botella en la mano, con un pucho de marihuana. Nadie llegaba a ese barrio mirando al futuro sino huyendo del pasado.

Se levantó y se puso las pantuflas rotas que alguna vez fueron blancas pero que ahora estaban coquetamente diseñadas por el polvo convertido en tierra, por los rotos que había horadado el desgaste y a lo mejor las mismas ratas que ahora roían un pedazo de madera o de cartón.
   
Se levantó arrastrando los pies hasta la cocina en la que colgaba de un gancho una escoba rala que nunca había utilizado para barrer el cuchitril, que solo había sido utilizada para barrer ratas.

Llegó con ese estúpido sentimiento entre temor y asco que producían las hijas de putas ratas. Temor, asco y sorpresa, reflexionó. Temor, asco y sorpresa. Pensó que su vida había sido una especie de rata gigante llena de temor asco y sorpresa. Más temor y asco que sorpresa.

Dejó de pensar.

Se quedó quieto para ver si la condenada o las condenadas ratas aparecían porque las muy astutas sabían que él se había levantado. Sabían todo. Sabían que estaba acostado mientras ruñían a su antojo o a su necesidad; sabían que quería sacarlas a golpes de escoba; sabían que esperaría que se fueran y por eso se quedaban quietas y calladas un rato y volvían a ruñir porque querían enloquecerlo. Jugaban con él como el gato con el ratón, como la rata con el humano.

Por eso, cuando supieron que se levantó para matarlas se escondieron. Parecían ratas que hubieran visto dibujos animados en la televisión porque su escondite se hallaba en un hueco que hacía un arco en la pared. Eran dos. Se miraban y sonreían de la tontería del humano, de la situación ridícula del humano haciendo silencio.

–Ahora viene el grito y el estruendo –pensaron.

Y no se equivocaban. El tipo empezó a gritar y a dar golpes con la escoba como un loco:  al techo, a las paredes, a los escasos y desvencijados muebles del habitación. Al nochero. A la nevera. A las alacenas bajas. Primero empezó con unos gritos orangutanes «¡Ah! ¡Ah!» y después de una breve evolución proyectó unos gritos más humanoides más dignos de un  homo sapiens: ¡Salgan de ahí hijas de puta!... Pero entre más gritaba y más golpeaba más quietas se quedaban las ratas.

Sabía que estaban allí. Por eso se quedó quieto nuevamente. Pero cuatro pequeños ojos de rata lo vigilaban desde su escondite. Estúpido humano en silencio, conteniendo la respiración, estúpidamente parado con una escoba en su mano ¡si pudiera verse! Y después lo que las ratas sabían de memoria: fingir que se iba y regresar sigilosamente para sorprenderlas con ese sentimiento ambivalente que por un lado quería que salieran para matarlas y por otro lado no quería para evitar sentir el asco, la sorpresa, el miedo.

–Hijas de puta– volvió a pensar, teniendo cuidado de pensar en voz baja porque creía que las malditas ratas podían oír sus pensamientos. Y así era. No importaba cuan bajo pensara porque las ratas podían escucharlo. Los pensamientos, es bien sabido, son impulsos eléctricos y si bien las ratas no podían entender el lenguaje humano sí podían interpretar sus sentimientos a partir de sus impulsos. 

Se dio por vencido. No le importó que las ratas se dieran cuenta. Y sabía que una vez que se acostara volverían a iniciar su concierto para cartón y tabla en re menor.
Pero ya lo habían hecho levantar así que decidió tomarse un trago. Había llegado con una botella de brandy barato envuelta en una bolsa de papel marrón como si las bolsas de papel marrón fueran una especie de insignia como las que ganan los scouts pero en este caso por graduarse de alcohólico, aunque, como la mayoría de alcohólicos no llegaría nunca a reconocerlo.

Se sirvió un trago y hasta sonrió al oír nuevamente los ruidos de las ratas.

No estaba muy dispuesto a reconocer que la lucha con las ratas era una apariencia, un juego. No podría vivir sin ellas. Si hubiera querido eliminarlas lo hubiera hecho hacía mucho tiempo habida cuenta de instrumentos, herramientas, armas y estrategias mucho más eficaces que el palo romo de una escoba. ¿qué iba a hacer? ¿barrerlas?

Las ratas eran una buena compañía pero no podía seguir relacionándose solo con ellas. También las ratas sentían en su interior que necesitaban nuevas perspectivas, viajar, hacer nuevos amigos de otras especies. Dejar el juego histórico con el humano que no se afeitaba ni tenía barba. Por eso las ratas decidieron tomar sus pertenencias –nada– y largarse a buscar nuevos basureros, nuevos pisos de madera, nuevos cartones, nuevos restos viejos de comida.


Fue una despedida silenciosa. El tipo, acostado en su cuarto sabía que se habían ido y las despidió con agradecimiento. Un esbozo mínimo, una sonrisa interior. Descansó. Las ratas, camino abajo por las escaleras sintieron sus ondas mentales de alivio, de despedida, de agradecimiento.