viernes, 23 de diciembre de 2016

NAVIDAD

La esposa del mecánico siembra una balinera en la trastienda del taller y la riega todos los días juiciosamente con aceite de transmisión. La dedicación rinde sus frutos porque a los seis meses brota, acerado y brillante, un árbol de levas. En la navidad los hijos buscan y recogen tuercas, tornillos y arandelas que cuelgan del árbol con la remachadora y en las noches tañen campanas de freno mientras rezan un manual de operación intercalado con un sentido villancico: “ponle el tornillo a la máquina”… 

RESURRECCIÓN

El frío empezaba a calarle desde adentro. Su corazón, intermitente, los dedos ya casi en las rocas, pero tenía la certeza de que esa luz en su interior refulgía, así que todavía había esperanza para un viejo como él; ya era bastante haber transitado desde la muerte hasta el frío y sentía esa profunda conexión a la que estaba acostumbrado; sabía que sus lágrimas ya no chorrearían miserablemente por su cuerpo, que sus temblores acostumbrados volverían, que sus articulaciones le permitirían volverse a abrir al mundo, para prodigar, generoso, sus riquezas. Atrás quedaría su frustración, la dolorosa improductividad y, aunque no sabía cuánto tiempo más le quedaba de vida celebraba la felicidad de no ser ya más un congelador averiado. 

EL TATARANIETO

Se despertó una mañana sin saber si era el tataranieto de Chuang Tzu al que le habían implantado un móvil en el cerebro o era un móvil al que le habían implantado un tataranieto de Chuang Tzu en un circuito.  



DIÁLOGO DE CONSULTA

–¿Edad?...
–4470 millones de años.
–Hmmm…¿ejercicio?
–Rotación y traslación, religiosamente.  
–A ver, a ver… diga mil novecientos noventa y cinco.
–Mil novecientos noventa y cinco.
–Mmmmm…. Veo que tiene usted problemas respiratorios.
–Sí, tos, carraspera, mareos frecuentes, cambios bruscos de temperatura…
–¿Hace cuánto?...
–Cosa como de 2000 años, pero mucho más acusados en estos últimos doscientos.
–¿Le duele?
–Como por aquí, al costado derecho…
–Mmmm… Es mejor hacer exámenes de laboratorio, una biopsia, una atmosferometría...

...

–Y bien ¿qué encontró doctor?...
–Microorganismos…. Se reproducen. Le están extrayendo la  sangre, se la queman... Tiene muchos… Por otra parte le veo ese PM2,5 muy alto… vea, muestra niveles hasta de 170… ¿No ha sentido más calor últimamente?
–Mucho… pero pensé que era la geopausia…
–Y  ¿gases?...
–Muchísimos, sobre todo de efecto invernadero…
–¿Fuma?...
–¡Muchísimo!, pero a mi pesar: he sido fumadora pasiva.
–Déjeme adivinar ¿buses a diesel?...
–Sí.
–Le voy a prescribir una terapia de reemplazo: vamos a ir cambiando los buses a diesel paulatinamente por buses a gas ¿le parece?
–Todo lo que sea por mi salud doctor.

CONFUSIÓN

¿Cómo llegué aquí?... ¡Me asfixio. Este aire denso!…  ¿A qué huele?... ¿Qué es esto?... ¿Y este olor?... ¡Oh! ¡Sale de mí!... ¡Qué vergüenza!... Y este ruido ¡Dios mío!.... ¡este ruido como de ametralladora! ¡me miran, se tapan los oídos… y esas máscaras-… ¿son tapabocas?... ¡Qué vergüenza! ¡Brrrummmm, brrrummmm!... No puedo evitarlo: ¡Brrrummmm,  brrrummmm!...

–Oye… hola… hola… Despierta… ¡Despierta!... ¿Qué pasa?...  

–¡Uff!... –respira– ¡El ruido, el olor… ese aire turbio saliendo de mí!… ¡y la atmósfera!… 

–Shhh… Ya pasó, ya pasó… Tranquilo. Fue una pesadilla. Todo está bien. Eres un autobús a gas ¿no te acuerdas?…

EL HOMBRE Y LA MUJER

En la calle, de camino a la oficina el hombre mira a la mujer –otra de las cientos o miles de mujeres con que se cruza–. Pasados tres segundos el hombre ha olvidado a la mujer y la mujer, la mirada. –no es la única que recibe de camino a la oficina–.
Están sentados en sus escritorios, teléfono en mano. El hombre trabaja en la empresa cliente, la mujer en la proveedora.
–Buenas –dice el hombre– necesito equis tuercas de tal dimensión…  
–Claro, a nombre de quién, dirección...
Hablan sin saber que se han cruzado en la calle.
El hombre y la mujer salen de su trabajo. Suben al mismo vagón del metro: cientos de conversaciones presenciales y telefónicas, el parlante que dicta las normas de urbanidad y los canturreos de hombres y mujeres que oyen música con audífonos inundan el aire como avispas.
Los morrales que cuelgan de hombros reclaman su espacio en el vagón, interponiéndose como guardias en el camino de los demás. El aroma de un perfume sobresale, intermitente, en el olfato del hombre. Le recuerda cosechas de vainilla con sus abuelos, quizá un primer amor. La breve memoria es sustituida por recuerdos, planes, pequeños pensamientos que se suceden a la velocidad del tren.
A la mujer, por su parte, le llega una colonia varonil que le recuerda –no sabe por qué, nunca ha olido uno– a un actor de cine… un Humphrey Bogart, uno de esos… pero igual la asociación de la imagen y el olor es sustituida por la leche que falta en la nevera, el pago al casero, la bendita canilla que no deja de gotear…
Salen extruidos a través de la misma puerta del tren, sus cuerpos estrujados, codo con codo, la mano ajena que cada uno ha sentido y que le provoca la reacción instintiva de separarla.  
Él toma para la derecha, ella para la izquierda. Llegan a sus casas. Duermen y sueñan, el hombre con la mujer y viceversa; se levantan con la sensación de haber soñado con un desconocido conocido o viceversa. Tienen razón: se han visto, tocado, olido y oído. La pega del sueño ha hecho el resto del trabajo. 



LA DECISIÓN

Lo que le hizo tomar la decisión de no volver fue el amor por sus ideas. ¿Qué podía pasar si volviera?... su regreso iba a tener consecuencias a diferentes niveles: Por una parte –con independencia de sus ideas–, sus familiares y amigos –que dicho sea de paso no eran muchos–, iban a alegrarse, o al menos eso creía: celebraciones, repetidos “no lo puedo creer”. La incondicionalidad de los afectos.

Pero por otra parte estaban sus “seguidores” como le gustaba llamarlos. Había dos posibilidades, una, que creyeran en su regreso y entonces se sentirían decepcionados y traicionados porque su decisión de volver contradecía todas sus ideas. Otra, –que podía pasar–, era que no le creyeran e interpretaran su regreso como una jugarreta para ganar publicidad, vender libros, salir en la televisión, aumentar el tráfico en sus páginas de internet.

En cuanto a sus detractores, en caso de que le creyeran –cosa poco posible– le enrostrarían su regreso como una contradicción ideológica y por consiguiente un apoyo a la oposición. Aunque, no se decía mentiras, lo más probable era que nadie le creyera, ni seguidores ni detractores. 

Pero suponiendo que alguien le creyera ¿qué?... ¿Realmente en qué cambiarían las cosas después de su regreso?... Lo que le hizo tomar la decisión de no volver era que no iba a echar para atrás sus ideas –lo único que había tenido valor en su vida– sobre la inexistencia de la vida después de la muerte y la imposibilidad de la resurrección. Ni muerto –como estaba– iba a echarse para atrás, no señor.


DIARIO DE LA BOMBA DE GASOLINA 2

El ruido venía de la puerta del baño.
-¿Qué es eso?... se preguntó la dependienta número uno. Después, al oír un ruido que parecía de arañazos se le ocurrió, con miedo, que podía ser una rata.

Llamó a la dependienta número dos para discutir soluciones: abrir la puerta y el asco y dejar salir la rata y el miedo. O dejar la puerta cerrada y rezar para que la rata dejara de arañar, subir el volumen de la radio para que Eros Ramazzoti gritara a todo pulmón “por ti me casaré” y confiar en que ningún cliente decidiera entrar al baño.

La dependienta número uno llegó a la conclusión de que era mejor morirse de vergüenza y reconocer con humildad ante los clientes que había una rata en el baño; abrir la condenada puerta de una vez por todas y esperar con la escoba cualquier cosa que pudiera salir de ahí –Sebas, el perro de la bomba no era porque yacía la siesta en las baldosas de la entrada–. No. Tenía que ser una rata, el único animal que por su cuerpo de plastilina puede caber por debajo de la ranura de una puerta.

Después de una breve y acalorada deliberación por parte de la dependienta número uno –porque la dependienta número dos parecía más bien sosegada– sobre cómo se repartirían las funciones de la caza, la dependienta número uno asignó a la dependienta número dos sostener la escoba y golpear con contundencia a la rata después de que ella girara la chapa y abriera la puerta, asignación a la que la número dos no puso ninguna objeción. 

Así, con mano temblorosa se acercó la dependienta número uno a la chapa, bajo la mirada curiosa y divertida de algunos clientes y los gestos de desaprobación corporativa de otros. Temblaba; tomaba la chapa y la soltaba con un trémolo «no soy capaz» –la dependienta número dos ni la animaba ni la reconvenía–. Por fin tomó aire, cerró los ojos, abrió la puerta con un grito y de la puerta salió, como un misil grisáceo y voluminoso una rata gigante. Eso fue lo que vio, inyectada de adrenalina y de miedo, la dependiente número uno en la primera diezmilésima de segundo. 

Pero lo que en realidad salió por la puerta fue… ¡Una liebre! Que corrió libre como lo que era, mucho más veloz que un Nissan Sentra (que tanqueaba en el surtidor de gasolina). Cruzó la calle y se internó en un bosquecito de bambú, arbustos y guayabas de donde sería teóricamente imposible descubrirla ya que en lo práctico nadie se interesaría en dar caza a una liebre.


Después los clientes y la dependienta número uno discutieron y se preguntaron cómo diablos había aparecido una liebre en el baño de una bomba de gasolina de una ciudad en la que las liebres solo se encuentran escondidas en las fábulas de las bibliotecas. Alicia, la dependienta número dos callaba con una sutil sonrisa de complicidad. 

QUÉ TAL

Qué tal que se asomen un par de personajes de esos que nunca se asoman: el tipo de sombrero y la rubia del cartoon y de pronto se encuentren y pase algo que nunca ha pasado. El tipo le ofrece un cigarrillo, la rubia lo recibe y lo encaba en uno de esos filtros largos como los de la pantera rosa. Y qué tal que se sienten a fumar y a mirar al infinito sin decirse ni media palabra, sin que entre los dos medie ninguna historia de amor o de deseo, y que, contradiciendo todos los moldes no se enamoren el uno del otro sino que se hagan compañía y que después no tengan el afán de llamarse ni encontrarse sino que se lo dejen al destino y el destino los vuelva a juntar en la vejez cosa que ya es bastante esperanzadora y que entonces se sientan, ya no a fumar porque habrán dejado de sobra el vicio y se quedan otra vez en silencio y descubren ese par de encuentros como encuentros significativos en sus vidas porque han sido poco frecuentes, porque a lo mejor lo frecuente es la frecuencia, o por otro lado los encuentros aislados y únicos.
Y por eso se van a encontrar sin ningún tipo de nostalgia. Habrán sido, enterrados en dos cementerios distantes y sin deudos en común, el tipo del sombrero y la rubia de cartoon que solo se encontraron dos veces en la vida para contemplar el atardecer y no pasar de ahí, aunque es justo reconocer que pasar un atardecer, y en compañía, ya es bastante. 

DIARIO DE LA BOMBA DE GASOLINA

Sin aire, sin sobreponer, carriquí dando vueltas sobre mí mismo. Lo mismo de siempre, basura de Basora; la vulgar y profunda realidad, sin un objetivo concreto. Debilidad. Y esa mierda que sale, que no sale… basura. 

–¡Tiliiiín!... Es el timbre de la emisora, como de avión. ¡Tiilíiin!… una noticia nueva. "Edilberto buenos días ¿cuál es su opinión sobre el tema de hoy?"...

Todos con sus objetivos, con sus para qué, con sus porqués, con sus ponqués. Solo que hoy es más difícil. Algunos días es más difícil por lo que se siente. Algunos días Khattam Shud desde el principio. Ojalá uno pudiera salirse de sí mismo, pero no es posible a no ser después de mucho tiempo. El corazón. Siento el corazón, mucho corazón, el corazón a flor de pecho. El corazón como un croissant. Palpitante. Ese tire y afloje entre adentro y afuera.

Un tipo se rasca el cuello mientras digita su clave en el datáfono y dos tipos conscientes hablan por teléfono. Llega la policía, dos policías. No siempre cuando llega la policía es porque ha pasado algo, los policías también tanquean sus motocicletas y comen croissants y beben café. 

Rompecabezas. Pedazos que de pronto se juntan, pedazos que a lo mejor dan espacio a algún pedazo significativo, nada más que pedazos grandes. Y este sueño...

El perro de la bomba se lame la pata delantera izquierda.  El policía lee la noticia sobre el presunto robo o asesinato del alcalde. Quiere leerlo, tiene que ver con su trabajo. Un tipo ancho de camiseta y camisa desabotonada, un tipo relajado, pasa. Y una buseta verde. Y dos tipos de la mesa de al lado se ríen. 

El negrito viene con el recogedor y la escoba, con su tumbao. Con la punta de la escoba va montando pequeñas basuras en el recogedor verde. La escoba de cerdas rosadas, como todas. La señorita de la tienda sonríe porque el negrito le ha dicho algo. Van a la despensa al lado del baño, saca un jugo de caja, un jugo de cajita, un juguito de caja, un juguito de cajita para uno de los polis. Una señora pasea un perro negro grande. Otra señora pasea un perro blanco pequeño, un llavero de perro.

Uno de los policías llega a la conclusión, por el armamento de los delincuentes, que al alcalde lo iban a robar. Dice “Lo iban a robar”, con tono de cosa obvia, por el arma que tenían. Leen el periódico, se oyen comentarios por sus radios. Cosas de trabajo. Una pistola. El policía negro tiene una superpistola al cinto. Las macanas descansan sobre la mesa, macanudas macanas. 

El atrapamoscas ganadero busca su comida en una rejilla del piso. Con sabor a gasolina seguro. Moscas a la gasolina come. Sus amigos le dicen que debe dejarlo: “mirá como estás volando, mirá que podés tener un accidente”… pero él no hace caso, está demasiado enviciado a los moscos con gasolina, y además está joven; es un moscoso impertinente. Camina con su andar cómico de pájaro o de borracho. Hace pequeñas carreritas. Camina, mira. Una especie de mascota inmascotable.

Mucha comida dejan estos automovilistas pechiamarillos.  Y come y come ¿de dónde saca tanta comida? ¿cómo puede encontrarse comida en el asfalto de las bombas de gasolina?. pasa otro pájaro, un compañero más de esos que no se saludan por la costumbre y le sermonea: "Mira a los pájaros del campo ¿se preocupan?"... Preocupado no, atareado glotón que come todo el día, poquito pero constante, no sabe qué es una gastritis.

Ahora se aproxima a la tienda a la cafetería. Le valen madres los clientes y los carros. Siempre atento, se pierde debajo del Sandero. Reaparece. Pájaro mago con el pecho color de mango. Un avispón negro, helicóptero diminuto, voletea alrededor de los policías buscando protección, huyendo del atrapamoscas. 

Música guapachosa y más duro. Han subido el volumen de la radio y el policía hace lo propio con el suyo para poder oír instrucciones, comentarios, persecusiones en desarrollo.

El perro de la bomba ladra emocionado a un tipo gordo de cachucha y radio –parece personaje de reality gringo–, una segura fuente de comida. Los tipos de la mesa de al lado se montan en el Sandero para irse, el policía sacude el jugo de cajita.

Aterriza un carro frigorífico que tumba el frágil castillo de naipes del silencio. Se van los policías dejando la música electrónica y las cajas de jugo artificial en el tacho de la basura.

Se va el carro frigorífico. En el intermedio entre una canción y otra se hace un silencio relativo. Y vuelve el beat electrónico.

Una historia sin nudo y sin desenlace. Mi vida, una película sin nudos y sin desenlaces. Una de esas historias que no se sabe de qué son, una de esas historias sobre nada, sobre una cotidianidad mucho menos que común y corriente. La cotidianidad del tipo que llena el tiempo con palabras en una computadora. No es más. A la esperanza de que llegue a recogerlo una historia que muchas veces no llega. Una historia desentendida, una historia abandónica (enseñarle palabras al computador).

Volcarse hacia el maravilloso sinsentido de todo, hacia el absurdo, Alberto; hacia el Alberto, absurdo.

Ni una sonrisa se ha colado hoy por la cara del tipo.  De nada le valen las sonrisas de las señoritas de la cafetería cuando traen el café. De nada le sirven los resbalones en el piso de papiro, los resbalones de la mente. Eso, el chiste, un resbalón de la mente, un pastelazo imprevisto en la cara de la lógica previsible.

Aparece el perro lámpara. Triste. Y otro perro gordo, blanco y chiquito como un conejo.

–¿Este grande no le tira?... pregunta la “dueña” del conejo.

Y no, no le tira. “Sebas”, el perro pacífico y anaranjado de la bomba no le tira a nadie. Le tira al sueño, le tira a la siesta. Le tira a las galletas de la tienda que venden para tirarle (Tienen un tarro de galletas que dice “Galletas para Sebas”). La gente quiere a los perros. Perro gasolinero, perro de bomba de gasolina que se acurruca y se arrulla con la suave música electrónica. El perro sueña psicodelias. Sueña con luces verdes, mandalas rojos, caleidoscopios que explotan al ritmo del beat: tacatá chí. Tacatá chí. Tacatá chí… pun pun pun pun pun pun… la cola baila, izquierda y derecha, izquierda... marca el beat en el piso. Tá tac tac tac… tá tac tac tac…   Sebas no tiene problemas con la dulce monotonía de la vida.