lunes, 24 de julio de 2017

Escucho el clack clack del reloj y me sincronizo con él. Hago un movimiento del cuerpo con cada clack.  A veces el reloj sigue caminando pero deja de sonar y me siento desolado. Entonces me quedo quieto hasta que vuelvo a escuchar su clack, clack, que,  dicho sea de paso, odio.

miércoles, 5 de julio de 2017

TOMANDO LISTA

Me doy cuenta de un montón de cosas inútiles: la mosca que se posa en el cuaderno de un man sentado en una mesa. Trabaja. Habla por teléfono (el man). Nada raro. Esto pasa en una fracción de segundo (la mosca en el cuaderno) Nadie se da cuenta de eso, solo yo. Si le preguntaras al tipo después si una mosca se posó en su cuaderno seguramente se extrañaría ante la pregunta. Después diría que no, que no se acuerda, porque no querría hacer el esfuerzo de recordar una trivialidad de ese tipo o a lo mejor no se acordaría ni haciendo el esfuerzo.

Habla de inventario, de no sé qué. “Eso es lo que tenemos que mandar” dice su compañera de trabajo mientras le pasa el computador que se turnan para mirar tablas en una hoja de cálculo. Hay otro tipo en otra mesa. Parece chino. Muchos rasgos de chino menos el color. Mestizo, medianamente calvo y rapado, con barba. Sonríe mucho. No sé si los chinos sonríen mucho o no. Tiene orejas afiladas como de murciélago. Se parece a Confucio. Todos los chinos se parecen de algún modo a Confucio.

Apenas hoy me vengo a dar cuenta de que el decorado es el de un salón de clases, el de una escuelita: siluetas pixeladas del sistema óseo y del sistema circulatorio, protegido su pudor por los pixeles. Y por supuesto el abecedario con un diseño de muy buen gusto, como esas ilustraciones hechas para niños por artistas de alto vuelo. Y pupitres y representaciones del átomo y de la fórmula de una molécula.

Es una escuela quien lo duda. Y es a esta escuela que viene el chino que a lo mejor no es chino o que sus padres son chinos, o que tiene ancestros chinos o en quien son más visibles los ancestros chinos porque a lo mejor todos tenemos genes de chino.  Y el joven y la joven que trabajan juntos haciendo inventarios. Y la ejecutiva pelirroja con cara de niña que habla una y otra vez por teléfono, vigorosa, veloz, acerca de toneladas y miles de metros cúbicos de materiales de construcción. O el señor de oficio indescifrable que teclea de continuo en un computador –en casi todas las mesas hay abierto uno o varios computadores portátiles.

La mayoría de la gente viene a la escuelita a trabajar: algunos al aire libre, otros en el salón; uno que otro de recreo por el gusto de jugar con palabras, de contarse cosas, de escuchar, de contemplar a la persona que le gusta mientras habla, haciendo cara de tímido, chorreando una baba imaginaria, poniendo todo su interés en los labios que le cuentan historias de amigos, de la familia o del trabajo.

También está una chica de vestido, pelo y tatuajes negros que le entrega una copa envuelta en papel al hombre con el que conversa.

Y está el tipo sentado en un pupitre, tomando café, preguntándose por qué diablos escribe las cosas que ve si nadie lo ha mandado, si nadie le paga.