lunes, 23 de enero de 2017

RELACIONES

El tipo se esmeraba en parecer tranquilo. Ratas. Sentía su murmullo; roían, se movían, insidiosas. Se tranquilizó. Quiso ignorarlas. Por ratos se dejaban de escuchar pero entonces aparecía esa tendencia a querer que algo desaparezca pero al mismo tiempo esperar que regrese para alimentar el odio, la furia, la intolerancia. Pero no quería ir a matarla o espantarla. Le molestaban las ratas como le molestaban a cualquiera, de un modo irracional y esto no le gustaba. Ya sabía que nada podía hacerle un ser a otro que lo supera en doscientas veces su tamaño; ya sabía que el riesgo de morir, aún de enfermarse por el contacto con una rata o por su contacto con la comida era ínfimo, casi imposible. Ya se había enfrentado a ellas. En el vecindario en que vivía, las ratas eran parte del paisaje, vecinos con los que había que contar. Estaba acostado en su catre; un catre viejo. Se cuidaba de moverse aunque en la noche de su soledad el chirrido del catre –que a veces se confundía con el de las ratas– lo arrullaba, lo hacía sentir acompañado.

Después de un buen rato de esperar que las ratas dejaran de hacer ruido, que se aburrieran ­–no se explicaba cómo es que unas ratas podían entretenerse con comida inexistente o, si se trataba de comida, no podía ser la suya porque estaba más pobre que las ratas que roían algo en el cuarto del lado. Bueno, el cuarto del lado era una forma de decir, porque se trataba de una habitación de un solo mal ambiente. Se trataba, como había dicho el tipo de la inmobiliaria, si así se podía llamar al tipo enguayabado y desastrado que se ocupaba de arrendar los cuartos, de un “mono ambiente” (pensó con tonto sentido del humor que el lugar no sería digno ni siquiera para un mono: las tablas con hendijas en el piso por debajo de las cuales las ratas corrían como pasajeras de subterráneo, el olor de las ratas, las astillas sueltas que le habían perforado y cortado los empeines en más de una ocasión)
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El lugar era una mierda, casi parecía decir el agente inmobiliario cuando ponderaba mentiras como su buena ubicación, la cercanía de la tienda del barrio y otros valores agregados que poco podían agregar a la miseria en donde había ido a dar huyendo. Casi todos los que llegaban a la mísera pensión llegaban huyendo de alguien o de algo: de la policía, de otros maleantes, de deudas, de sí mismos. Llegaban huyendo con una botella en la mano, con un pucho de marihuana. Nadie llegaba a ese barrio mirando al futuro sino huyendo del pasado.

Se levantó y se puso las pantuflas rotas que alguna vez fueron blancas pero que ahora estaban coquetamente diseñadas por el polvo convertido en tierra, por los rotos que había horadado el desgaste y a lo mejor las mismas ratas que ahora roían un pedazo de madera o de cartón.
   
Se levantó arrastrando los pies hasta la cocina en la que colgaba de un gancho una escoba rala que nunca había utilizado para barrer el cuchitril, que solo había sido utilizada para barrer ratas.

Llegó con ese estúpido sentimiento entre temor y asco que producían las hijas de putas ratas. Temor, asco y sorpresa, reflexionó. Temor, asco y sorpresa. Pensó que su vida había sido una especie de rata gigante llena de temor asco y sorpresa. Más temor y asco que sorpresa.

Dejó de pensar.

Se quedó quieto para ver si la condenada o las condenadas ratas aparecían porque las muy astutas sabían que él se había levantado. Sabían todo. Sabían que estaba acostado mientras ruñían a su antojo o a su necesidad; sabían que quería sacarlas a golpes de escoba; sabían que esperaría que se fueran y por eso se quedaban quietas y calladas un rato y volvían a ruñir porque querían enloquecerlo. Jugaban con él como el gato con el ratón, como la rata con el humano.

Por eso, cuando supieron que se levantó para matarlas se escondieron. Parecían ratas que hubieran visto dibujos animados en la televisión porque su escondite se hallaba en un hueco que hacía un arco en la pared. Eran dos. Se miraban y sonreían de la tontería del humano, de la situación ridícula del humano haciendo silencio.

–Ahora viene el grito y el estruendo –pensaron.

Y no se equivocaban. El tipo empezó a gritar y a dar golpes con la escoba como un loco:  al techo, a las paredes, a los escasos y desvencijados muebles del habitación. Al nochero. A la nevera. A las alacenas bajas. Primero empezó con unos gritos orangutanes «¡Ah! ¡Ah!» y después de una breve evolución proyectó unos gritos más humanoides más dignos de un  homo sapiens: ¡Salgan de ahí hijas de puta!... Pero entre más gritaba y más golpeaba más quietas se quedaban las ratas.

Sabía que estaban allí. Por eso se quedó quieto nuevamente. Pero cuatro pequeños ojos de rata lo vigilaban desde su escondite. Estúpido humano en silencio, conteniendo la respiración, estúpidamente parado con una escoba en su mano ¡si pudiera verse! Y después lo que las ratas sabían de memoria: fingir que se iba y regresar sigilosamente para sorprenderlas con ese sentimiento ambivalente que por un lado quería que salieran para matarlas y por otro lado no quería para evitar sentir el asco, la sorpresa, el miedo.

–Hijas de puta– volvió a pensar, teniendo cuidado de pensar en voz baja porque creía que las malditas ratas podían oír sus pensamientos. Y así era. No importaba cuan bajo pensara porque las ratas podían escucharlo. Los pensamientos, es bien sabido, son impulsos eléctricos y si bien las ratas no podían entender el lenguaje humano sí podían interpretar sus sentimientos a partir de sus impulsos. 

Se dio por vencido. No le importó que las ratas se dieran cuenta. Y sabía que una vez que se acostara volverían a iniciar su concierto para cartón y tabla en re menor.
Pero ya lo habían hecho levantar así que decidió tomarse un trago. Había llegado con una botella de brandy barato envuelta en una bolsa de papel marrón como si las bolsas de papel marrón fueran una especie de insignia como las que ganan los scouts pero en este caso por graduarse de alcohólico, aunque, como la mayoría de alcohólicos no llegaría nunca a reconocerlo.

Se sirvió un trago y hasta sonrió al oír nuevamente los ruidos de las ratas.

No estaba muy dispuesto a reconocer que la lucha con las ratas era una apariencia, un juego. No podría vivir sin ellas. Si hubiera querido eliminarlas lo hubiera hecho hacía mucho tiempo habida cuenta de instrumentos, herramientas, armas y estrategias mucho más eficaces que el palo romo de una escoba. ¿qué iba a hacer? ¿barrerlas?

Las ratas eran una buena compañía pero no podía seguir relacionándose solo con ellas. También las ratas sentían en su interior que necesitaban nuevas perspectivas, viajar, hacer nuevos amigos de otras especies. Dejar el juego histórico con el humano que no se afeitaba ni tenía barba. Por eso las ratas decidieron tomar sus pertenencias –nada– y largarse a buscar nuevos basureros, nuevos pisos de madera, nuevos cartones, nuevos restos viejos de comida.


Fue una despedida silenciosa. El tipo, acostado en su cuarto sabía que se habían ido y las despidió con agradecimiento. Un esbozo mínimo, una sonrisa interior. Descansó. Las ratas, camino abajo por las escaleras sintieron sus ondas mentales de alivio, de despedida, de agradecimiento.