Llego al famoso Café Vallejo
y todo está dispuesto para el “acto poético” que es lo que me dicen que va a ocurrir.
No sé bien qué será eso del “acto poético” pero tengo mis intuiciones.
Vengo de manejar un buen
rato, conectado con otros asuntos. Me hago de pie para descansar un rato.
Después me siento a escuchar a los poetas.
El primero de ellos es un
señor ya de ciertos años con la barba blanca. La barba pareciera ser una
especie de requisito, un signo de filiación a la comunidad poética, aunque
también, parafraseando a Freud, a veces una barba es solo una barba.…
El señor hace una
introducción. Alude a Fernando Vallejo quien al parecer había estado en el café
hacía un rato. Dice que una vez se lo encontró en el centro y que le pidió, sin
conocerlo personalmente, que le permitiera acompañarlo a cruzar la calle. El
maestro accedió, y, dice el poeta –no recuerdo su nombre, tal vez Oscar–, que fue
algo “hermoso”.
El poeta repite varias veces esta palabra a lo largo de su
introducción. Lee dos poemas: uno sobre un
alacrán negro que hace alusión, según ha dicho, a su lado oscuro; es todo lo
que logro recordar. Después lee otro. No recuerdo el nombre del poema, ni el
poema; ni una sola palabra, ni una sola idea.
Después lee una poetisa –o
una poeta; hay mujeres que prefieren este último título–. La poetisa –o poeta– tiene
unas gafas grandes de esas que se oscurecen con la luz. Tiene el pelo largo. Insustancial
dar el dato de la edad. Un poeta diría, a lo mejor, que uno tiene los años que
siente.
Dice en su introducción que
viene de un pueblo poco conocido. A lo mejor la poetisa no está muy habituada
a hablar por micrófono o a lo mejor yo soy un poco sordo. Creí entender que el
pueblo se llamaba Puerto Mosquito. Dice
que en ese lugar no había carros ni alarmas, ni los ruidos de la ciudad sino
pájaros. Lee dos poemas. No recuerdo el nombre de los poemas. Empieza el
primero diciendo que vive en la calle 48, eso sí lo recuerdo porque empiezo a
imaginar en qué parte de la ciudad queda la calle 48. Más adelante, en otro de
sus poemas, hace alusión a la soledad. Algo sobre la soledad.
Escucho a los poetas –y digo
“escucho” en el sentido más mecánico del término, en el sentido de que las
ondas sonoras que emiten alcanzan mis órganos receptores–. Mientras los escucho pienso que tengo una sordera
para la poesía, tal vez incrementada por las condiciones del sonido, tal vez
por mi propia sordera general.
No logro escuchar bien lo
que dicen. Es como un murmullo en el que de pronto sobresale una que otra
palabra: “calle 48”, “soledad”… es lo único que mi memoria y mi percepción del
momento logran rescatar.
Me pasa eso con la poesía.
Que no logro oír. Y si lo logro no logro recordar. Puedo escuchar una línea,
pero en la siguiente ya he olvidado lo que decían en la primera. El sentido me
huye diligentemente.
Sigue mi amigo, Andrés, el artífice
del encuentro y hace una presentación breve sobre lo que va a leer: un cuento
que escribió mientras vivió en la casa Vallejo y trabajaba con pedagogía Waldorf en un instituto que acogía a
niños con diferentes condiciones especiales: retardo mental (dice), síndrome de
Down, autismo.
A diferencia de sus
compañeros lee sin micrófono. A diferencia de sus compañeros lo hace de pie. Declama,
hace gestos, se dirige a diferentes sectores del público.
Lo que lee me gusta. No sé
si lo entiendo. Es algo surrealista… Cosas como que aquí no yace quien no existe… Me gustan mucho esas ideas porque
creo que tienen relación con el humor que tanto me gusta y que tanto echo de menos
en la poesía. Los poetas parecen a veces
siempre tan graves, tan lánguidos cuando dicen sus palabras len–ta–men–te, como
saboreándolas, atendiendo a cada inflexión de la voz, a cada sonido. Será por
eso que hablan de “La Palabra”, con mayúscula, como lo hacía la poeta de las
gafas.
Termina de leer mi amigo. Me
gusta. Logro escuchar lo que dice pero no podría decir hasta qué grado puedo
“entender”, aunque, he oído, no es ese siempre el fin de la poesía.
Después lee el otro poeta,
un señor de ciertos años, de barba –de barba– y pelo largo. Hace muchos juegos
de palabras; juega a los diferentes sentidos de las frases, de las palabras, del
estilo de: en lo que he sido… enloquecido.
Nuevamente tiene cierta cercanía con el humor, con el doble, triple y hasta
cuádruple sentido que pueden tener las palabras, las frases. Creo que es un
“poeta sonoro”. Su poesía depende mucho de los sonidos.
¿Qué recuerdo de este poeta?
Recuerdo que decía sobre la locura y sobre los cátaros. Que hacía muchos juegos
de palabras. No recuerdo más.
Allí termina la primera
ronda.
Mientras escuchaba a los
poetas, a mi mente venían estas palabras: “esta gente está loca”; loca, como
decía el último poeta. También pensaba: “están en otra frecuencia”.
Llego a la casa después del
acto poético a contarle Lía. Insisto sobre lo que me genera la lectura de poesía: una especie de sordera y de
frustración. Sé que el lenguaje poético es “encriptado”, como dice Andrés. –Dice
que no entiende cómo el poeta lee las confesiones adoloridas de sus poemas y después
la gente le aplaude en lugar de confortarlo o ponérsele a la orden para lo que
necesite. “Si supieran por lo que uno tuvo que pasar para escribir eso”, dice.
Mi frustración es saber que
allí hay un mensaje, hasta del tipo de una revelación, y sentir que no puedo
decodificarlo o, como se dice vulgarmente “entenderlo”. Le digo a Andrés que la
dificultad para decodificar el mensaje debe ser la razón por la cual la gente
aplaude en lugar de mostrar su compasión al poeta, aunque por otra parte se
supone que hay que aplaudir cuando alguien, un actor, un músico, o cualquier artista
presenta su obra.
Esta mañana pensaba que todo
parece tener, o tiene, una faz ridícula. Tal vez el poeta exagera en la expresión
de sus sentimientos. “Fue hermoso” repite el poeta, y uno piensa, le pone mucha
tiza a eso… sobre todo cuando lo repite más de dos o tres veces. Hay sospecha
de cliché. Hay sospecha de pose. Hay sospecha de falta de autenticidad porque
se puede ser poeta pero también se es ciudadano de a pie que se encuentra con
otro y no le parece “hermoso” sino que simplemente se lo encuentra. Aunque por
otro lado, puede ser perfectamente hermoso. El poeta se mueve, a mi juicio, en
la cuerda floja entre lo sublime y lo ridículo. Seguro entre eso nos movemos
todos.
Después hablo con Andrés. Le
digo que mi mente piensa que están locos pero advierto que no se lo digo como
un elogio o como una injuria. Después hablamos
del acto poético. Él dice que el acto poético no es leer poesía, que no es solo
la lectura o la escritura, y que acaso ni siquiera es eso, sino estar siendo, circunstancia que aumenta el rango del acto poético a casi todo –o a todo– lo que se haga con cierta conciencia.
Hablamos sobre la dinámica
que se genera. Tras mi huida del evento, según me contó Andrés, el grupo se
cohesionó: algunas personas, de manera espontánea, leyeron sus poemas, sin
saber si lo eran. (Según lo que parece nunca es posible saber si lo que se
escribe es un poema o no. “Eso es lo que dice la gente, que escribo poemas,
habrá que creerles” dice la poeta de las gafas). Se generó algo, una dinámica
grupal, algo que, dice Andrés, va más allá de leer poesía. Suceden cosas de la
vida…
Ahí nos encontramos y hasta
ahí llega nuestra conversación porque el celular se apaga sin avisar: ¿agotamiento
de la batería, contingencia poética, cosas de la vida? No sé.