Era “querido” desde
Pedrito, desde que jugaba con piedras, bichos y esqueletos de bichos. Su
apellido, Martínez, parecía predestinarlo a ser oficinista: Martínez, como los
ángulos filosos de un escritorio notarial. Su padre, un Martínez que combinaba
a la perfección con muebles viejos, antiparras y maletines no parecía guardar
nada de la secreta etimología de su apellido: Marte, dios de la guerra,
Martillo, herramienta contundente. Martínez, llamado por su apellido y subordinado.
Martínez podía generar
cariño o indiferencia pero nunca, jamás, odio. Ni podía esperarse que él mismo lo
experimentara hacia alguien. Martínez era un buenazo; bien peinado, cumplidor
de su deber, el tipo de persona que nunca se sale de la raya, que nunca cae en
los extremos...
Por eso
sorprendió la súbita locura de Martínez. A nadie le cabía en la cabeza como es
que había dado en un comportamiento “tan poco Martínez” como ponerse a bailar
de súbito, sin orden ni concierto, nunca mejor dicho, al principio, de manera casi
imperceptible hasta para él mismo, un pie zapateando debajo del escritorio, y
de pronto el talón alternado con la punta, y unos movimientos sutilísimos del
cuello que se sumaban al zapateo, al principio silencioso pero cada vez más
decidido y más cadente, los labios con el aire una suavísima percusión, los
dedos soltándose de la máquina de escribir para apoyarse en la mesa y en un
solo movimiento poniéndose de pie para dar algunos pasos, todavía muy Martínez,
confundibles con un breve y justificado desplazamiento en busca de un folio,
una fotocopia un dato… hasta que la señora vieja de bolso y pelo morado que hacía
fila para un trámite de sucesión no pudo negarse a la mano que se le extendía
pidiéndole bailar una pieza inaudible, al menos fuera de la cabeza de Pedro Martínez,
Aunque, de todos modos no puede asegurarse que los tangos cantados hace miles
de años no vivan en el ambiente porque nada realmente se agota (aunque después
de un rato la señora sí) o que los teclazos de las máquinas no marcaran un ritmo
disimulado, clandestino al que Pedro obedecía mientras guiaba a la señora, ya
entregada, por entre los escritorios de sus colegas, rompiendo la fila de
autenticaciones, de escrituras públicas, y haciendo torcer el camino a la
empleada de oficios varios que trapeaba para entonces el piso.
Ese podría
haber sido un hecho aislado, anecdótico, que hubiera pasado desapercibido si no
es que Pedro hubiera seguido con relativa frecuencia interrumpiendo sus labores
con los folios para pararse y dar unos pasos, algunas veces de tango como
aquella vez, y otras veces de bailes exóticos como la Matruschka rusa, la Salsa
caribeña y hasta unos movimientos de Ballet.
En la
cabeza de Martínez apareció este pensamiento involuntario: «Voy a dar vueltas como un loco que espera en
la sala de un psiquiatra» y
se puso piernas a la obra: caminaba en círculos pequeños cuyo radio iba
ampliando paulatinamente logrando espirales; cuando la espiral se encontraba
con las sillas y las paredes de la sala de espera, se desplazaba en línea recta,
cambiaba su centro y empezaba a describir nuevas espirales. Otras veces se
limitaba al círculo. Iba de la espiral al círculo. Las suelas de caucho chirreaban
en el piso recién encerado. Después de unos minutos sacudió la cabeza como
sacudiéndose un estado mental y volvió a su sitio junto a la señora de mirada
paralítica y al señor (o señora) con traje, corbata y maletín que rebotaba las
piernas en el piso, miraba el reloj, tomaba y dejaba una revista y volvía a
mirar el reloj.
Por su parte Pedro
ojea una revista vieja, imagina la entrevista,
Yo no quiero
contradecirlo doctor… –el psiquiatra en cuestión es Pedro Andersen– Martínez
estaría dispuesto a reconocer que si el doctor Andersen dijera que estaba loco
entonces era porque estaba loco, no sería capaz de discutirle al doctor con
todo su conocimiento sobre un tema que él apenas ha pensado ocasionalmente y
sin duda no a causa de los sucesos recientes en la notaría. Pero si me lo pregunta.
–si no se trata
de eso Pedro, puedo llamarlo Pedro? Sabe disocia. ¿disocia qué? Pedro no sabe
qué significa disociar, desconoce la jerga, tanto como el doctor desconoce la
jerga de las notarías… tal y tal, y las certificaciones, jerga de notaría.
No hombre,
quiere decirle Pedro, pero no quiere traspasar las fronteras de la abstinencia
técnica, le ha caído, como a la mayoría de gente, bien al doctor si no se trata
de eso Pedro a veces lo que pasa es que mínimamente … cómo decirlo… un tipo que
trabaja como usted en una notaría y de pronto… se pone a baila…
– ¿A qué doctor?.
–A bailar…
–¿Bailar?,
No tenía idea de que esto le
sucedía. Sí, era cierto que una vez recuperaba su estado normal sacudía la
cabeza sentía que algo había pasado pero era incapaz de decir qué, una
sensación, y la constatación aunque no sin cierta duda de que sus colegas y los
clientes de la notaría lo miraban con cierta extrañeza mal disimulada. Pero Pedro
no tenía, no sabe si es que le parecía o que efectivamente la gente lo miraba.
De todos modos la gente se encontraba haciendo y tenía la necesidad de hacer
sus trámites y tampoco quiere ser demasiado explícita, la conducta social ante quien
realiza un acto socialmente inapropiado o poco común. Pedro no sabía si realmente lo estaban mirando
o al él le parecía. Sí podía constatar la aceleración del ritmo de su corazón y
el sudor como si hubiera corrido un par de cuadras, y cierta difusa sensación
de haber sentido algo bueno, como cuando unos está contento y no sabe por qué
es que está contento, sabe que hay un motivo pero no puede recordarlo….
–¿Bailar doctor? ¿A qué se
refiere usted?…
–En la notaría, ¿no lo recuerda?
Pedro se ve
sorprendido y alcanza a pensar que se trata de una broma de sus compañeros de
la oficina aunque él no es tipo de ese tipo de confianzas y por lo tanto no muy
dado a las burlas, a las chanzas, a ese tipo de cosas. Se diría que pedro
Martínez desconoce el humor porque el humor tiene una algo de irrespetuoso, de
mala educación… sin ser demasiado rígido Martínez… pero descarta la
posibilidad, no es de bromas con sus compañeros y de todos modos sus compañeros
son personas, la mayoría mucho más adultos que él, una señora, Gladis, de esas
de gafas con estilo gatúbelo y un collarín pegado a las gafas que paulatinamente
ha ido cogiendo el mismo olor de la notaría, una mezcla de madera vieja, perfume
y cigarrillo porque intenta, sin éxito, tapar el perfume con el olor a los
cigarrillos de los descansos un perfume de persona de mayor edad, y está todavía Bertulfo, un funcionario que trabaja
en la notaría desde que se abrió y que era compañero de su padre, no, no creía
que podría tratarse de una broma de sus compañeros, y menos del señor notario
que vivía bastante ocupado y que no era del estilo de intimar con sus
subalternos más de lo necesario y mucho menos de permitirse la intimidad de
hacer un a broma. Pedro está convencido de que no se trata de una broma ni de
un programa de esos de la televisión en los que hay una cámara escondida…
piensa entonces que efectivamente le ha pasado algo, el doctor se ve
suficientemente serio como para estarle haciendo una broma…
¿Bailar?... pero
qué cosa tan extraña si pedro Martínez nunca ha bailado. Nunca bailó en las
fiestas de su juventud. Su sentido de la armonía y el orden no le permitían
exponerse a bailar porque lo había intentado y cada una de su piernas parecía
tener autonomía individual así que había abandonado la intención de hacerlo sin
ningún tipo de violencia, simplemente con la aceptación de quien no puede
distinguir los colores o tiene una deficiencia visual, nada demasiado grave y
que acepta su limitación sin mucho drama porque si algo no era Pedro Martínez
era dramático.
descarga la
revista en la mesita y se retira afuera de la sala donde lo recibe una calle
poco transitada en cuya esquina una señora vende cigarrillos y dulces
dispuestos ordenadamente en un carrito de bebé. Lleva una gorra vieja con un
logotipo blanco a medio borrar. Al frente prospera una panadería. El olor del
pan y de los pasteles recién horneados se impone sobre el humo de las
chimeneas, y el hollín adherido a las aceras, a los muros, a los pulmones.
En la sala de
espera del psiquiatra la empleada de oficios varios contempla las huellas de Pedro
en el piso. Se le parecen a esos diseños que –vio en la televisión–, hacen los
extraterrestres en los trigales.