viernes, 18 de agosto de 2017

EN EL TDA

Son las dos de la tarde. Las nubes y la lluvia por fin se apiadan de nosotros, habitantes del wok de montañas en que se ha convertido el valle.

Las nubes grises simulan, en la tarde incipiente, la luz blanca de las seis de la tarde y contra ellas, en el tercer piso del bloque uno se recorta la silueta de un joven fumando. 

La trayectoria del humo delata el milagro: hay una grieta en el infierno y por ella ¡ventea!

jueves, 17 de agosto de 2017

EN SANDIEGO

Es un regalo cuando, de tantas formas posibles, la vida se presenta en palabras escritas. Uno siente cómo algo que estaba quieto adentro empieza a moverse, a relajarse; es la vida que estaba embolatada, escondida, oprimida, agazapada por allá en un misterioso lugar en la espalda. 

Vi cosas interesantes hoy, por ejemplo las cuchibarbies con sus labios y sus nalgas prominentes y su pelo amarillo. Caminaban juntas y eran parecidas –a lo mejor eran hermanas– embutidas en sus “vaqueros”. Se veían bien las cuchibarbies.

También vi un muchacho ejecutivo con un saco azul claro que llevaba en la oreja un audífono rectangular de teléfono, un bluetooth. Caminaba con una mujer, caminaban rápido, y sus gestos eran vigorosos, ágiles, seguros y elegantes.

Derrochaba vida el ejecutivo del saco azul y el bluetooth, yo era muy consciente, yo veía bien la vida porque estaba bastante muerto, casi muerto del todo.
El empleado del café preguntó:
–¿Jesús?
Y yo dije que no con la cabeza.
Llegó otro señor.
–¿Jesús?...

Y Jesús dijo que sí, que era él y fue muy bonito verlo porque Jesús tiene más de sesenta años y fenotipo costeño: cegatón, con gafas y cara de tortuga vieja.

Jesús sonrió exhibiendo una moneda de $20 y dijo que creyó que era de $100. Jesús sonríe por una diferencia de $80, Jesús goza barato.

También vi una niña de más o menos ocho años que iba de la mano de una señora mayor que podría ser su madre o su abuela; la niña era más alta que la madre o la abuela y se veía como que no se sabía quién llevaba a quién. La niña era flaquita y la abuela era redondita y las dos eran de gafas.

La fila del café crecía pegada de la barra y llegó un señor que no se hizo en la cola sino de una vez en la registradora. Una señora blanca de cara redonda y llena le dijo “Señor la fila va por allá” y le señaló la cola.

El señor no se movió de inmediato. Se quedó donde estaba –a lo mejor defendía su ego–, y después empezó a dudar: miraba la caja y miraba la fila. Después de hacer lo que pareció un cálculo mental se fue y yo entendí al señor porque también he estado en esa situación.

En la barra del café había esperando dos señores, uno con cara de lugareño y otro con cara de japonés y era curioso ver al que tenía cara de japonés hablando en perfecto paisa y haciendo gestos de paisa.

Con el japonés y el otro señor se cruzó una mujer bonita que se sonrió porque necesitaba unos palillos para mezclar y yo pensé que la belleza y la risa hacen que la máquina oxidada de la vida se vuelva a mover.