jueves, 15 de octubre de 2020

PSICOTERAPIA DE PALOMAS

 –Y qué le sucede, cuénteme…  

–Bueno doctor, lo primero es que vengo estreñida hace mucho tiempo…

–¿En qué trabaja usted?

–En un parque. Ese es el problema: intento cagar en el atrio de la iglesia y no lo logro…

–Será la alimentación.

–No creo. Maíz, pedazos de pastel de la panadería, la dieta es la misma… A veces me sale algo, pero de una consistencia tan sólida que no se adhiere a las camisas de la gente, a los carros, al parque… usted sabe, la idea es que se adhiera, no que rebote. Ya las compañeras me están empezando a mirar feo, a gorjear feo, por eso decidí buscar otro trabajo.

–Ajá.

–Conseguí un trabajo adicional con un mago y ese es el otro problema. Cuando me tengo que meter en el sombrero. De meterme, me meto, pero me empieza una angustia tenaz, como una agorafobia, una claustrofobia un sombrerofobia…

–¿Pero siempre está metida en el sombrero, o en dónde más se tiene que meter?

–Doctor, eso son secretos de magia ¡no pretenderá usted que se los revele! ¡el show se echaría a perder!

–Si no me dice no veo como pueda ayudarle.

–Está bien. En el bolsillo del mago.  

–¿En algún otro lugar?

–El mago tiene una especie de sala de espera detrás del escenario. Me siento ahí y de pronto estoy en el sombrero; no sé cómo llego, solo aparezco, y ahí es donde empiezo a experiementar esa ansiedad, esa idea de que me voy a morir; me empiezo a ahogar, a hiperventilar, ¡un verdadero infierno!… Hasta que por fin me saca del sombrero. Después, cuando los aplausos, me asusto y salgo volando. Afortunadamente se puede salir volando porque hay otros actos en los que dejan la paloma encima de una mesa hasta que la asistente viene y se las lleva, hay variaciones sobre el tema.

–Y por qué continúa en ese trabajo.

–Con lo del parque no me alcanza. Además, desde la última visita que la Sociedad Protectora de Animales le hizo al mago la comida mejoró notablemente. Para evitar maltrato a los animales, usted sabe. Pero no es suficiente. Tengo que combinar lo del parque con lo de la magia.

–¿Ha intentado hablar con el mago?

–Muchas veces.

–¿Y?

–No me entiende… me canso de arrullar y él parece entender que quiero algo pero no logra decifrarlo. Si todas las personas fueran como usted doctor...

–«Ajá, transferencia» Continúe…

–Vivo con miedo del día siguiente. Para evitarlo, algún día falté al trabajo, pero no me puedo dar ese lujo. La competencia es alta, no soy la única paloma, y también están los conejos, mucho más acostumbrados a vivir en madrigueras oscuras... Y está ese conejo que intenta seducirme… ¡Horrible!…

–A lo mejor esa sea la causa de su fobia; no tanto el encierro sino la posibilidad de que el conejo la seduzca o... quizá se siente algo atraída…

–La verdad sí, pero eso no puede ser; las relaciones interespecíficas son absolutamente rechazadas en mi familia.

–Jmmmm. Después examinamos eso, que Roma no se hizo en un día. Vamos a intentar una terapia de desensibilización. Venga a ver. No tengo un sombrero pero métase en esta cachucha…

–A ver… No me atrevo, doctor…

–Venga le ayudo.

–¡Así no, doctor! me lastima la pata; me hice un esguince intentando escapar de un niño que me persigue en el parque. 

–¿Así?  

–Bueno.

–Cálmese, comparado con la mujer a la que parten en dos esto no es nada…

–Bueno, ya me siento un poco más tranquila. Pero no me quite su mano de encima, me hace sentir segura, como mamá cuando me metía debajo de su ala…

–¿Ala?…

–¿Es usted bogotano doctor?

–Quiero decir, se sentía segura cuando su mamá la metía debajo de ala…

–Sí, su ala era calientica, segura.

–Bueno, voy a empezar a retirar la mano… ¿cómo se siente?…

–Tengo un poco de miedo pero creo que puedo manejarlo…

–¡Vea! Ya retiré la mano. Ahora voy a apagar la luz.  

–¡No! ¡La luz no, doctor!...

–Tranquila. Imagine un ala grande, siéntase confortada… ahora voy a salir de la habitación.

–¿Y bien?

–¡Doctor! ¡Creo que estoy curada!...

–¿Ya no tiene miedo?

–No. Me cagué en la cachucha.

JENGA

La primera vez que la vi fue en la peluquería. Yo estaba sentado en la silla y ella le estaba enjuagando la cabeza a una señora de pelo morado. Me sonrió. Con algo de pena, como se hace con los adultos –ella tendría más o menos veinte años– le devolví la sonrisa.

–¡María! –escuché que le dijo la dueña del salón– ¿Me colabora por favor con la señora cuando termine ahí?...

Y María dijo que sí con esos dientes blancos y puliditos y con ese pelo liso, brillante, y negro que la hacía parecer una de las modelos de Sedal.

Me volví a acordar de ella cuando estaba calcando el mapa de sociales y ya no quise buscar la población de Uruguay ni su economía ni sus ciudades principales ni ninguno de esos datos que siempre se me olvidan en los exámenes.

Como era de esperarse saqué mala nota. Tal vez fue por eso, para animarme un poco, que pasé por la peluquería de María después del colegio. No es que tuviera un plan, solamente pasar. Estaba seguro de que ahí estaba María pero la vidriera no la dejaba ver. No quise que nadie me preguntara nada y por eso seguí mi camino.

Cuando llegué a la casa y descargué la mochila en el sofá de la sala, encontré sobre la mesita el catálogo nuevo de ventas de mi mamá. Me puse a hojearlo y me detuve en el capítulo de las tinturas, del shampoo y de los acondicionadores. Una mujer de pelo negro, muy negro, sonreía al lado de una caja de Igora Royal 101. Negro Noche. $17.950, rebajado.  

–¡Jorge! –era mi mamá desde la cocina. Tiré el catálogo sobre la mesa como asustado, como si fuera una de las revistas que Jorge –el primo mío que también se llama Jorge–, guarda debajo del colchón.

–¡Jorge! –repitió...

Que se le había borrado el contacto de Miriam del teléfono y quería que se lo recuperara.

Reinstalé la aplicación y empecé a deslizar la lista de contactos para buscar a Miriam: Marcela V, Marco Puert, Margarita B,  María–Abelardo, María Avendaño, Maria botica… ¡María Peluq!...

Cerré la lista de contactos y abrí el WhatsApp. La foto de perfil la mostraba, otra vez, sonriendo. Estaba vestida con una camiseta de algodón –US NAVY– y unos leggins morados. En el estado aparecía una ilustración de una pareja besándose: “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”.

Hasta ese momento solo se me había pasado por la cabeza la imagen de María, pero ahora se me pasó una pregunta ¿Tenía novio? Algo dentro de mí, como cuando uno saca una ficha de Jenga se empezó a tambalear. Pero al segundo siguiente un análisis volvió a estabilizar mi torre interior: ni en la foto de perfil ni en el estado aparecía ningún novio.

Le dejé el celular a mi mamá en la mesa del comedor y me fui al cuarto a hacer la recuperación. Iba perdiendo sociales y no me podía dar el lujo de dejar la mala nota de los mapas.

Pero duré muy poco completando la tarea. Una especie de instinto me hizo levantar del asiento como un resorte y me llevó a la cocina. No era hambre.

En la mesa estaba todavía el celular. Aproveché que mi mamá se estaba bañando –siempre se baña a las seis de la tarde– y me envié el contacto de María cuidando de borrar la evidencia del envío. La campanita de notificación sonó en mi cuarto.

 “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”… volví a leer ya en mi teléfono.

Tal vez fue eso, sin darme cuenta lo que me dio la idea de escribirle, aunque no inmediatamente. Siempre he sido de aplazar las cosas aunque sean buenas. Me dije que iba a cabar la tarea de los mapas primero y que después vería si le escribía.

Terminé la tarea pero me dije que quería comer algo. Comí. Después apareció mi mamá pidiéndome que sacara la basura. La saqué. Después entré la bicicleta. Cerré la puerta del cuarto con llave y me senté en la cama. Me entretuve viendo los mensajes, un video. Aplazaba la cosa. Mañana le escribo –me acobardé. Pero a los cinco minutos cambié de decisión:

–¿Hola cómo estás?

Respondió más rápido de lo que esperaba.

–Hola ¿Quién eres?

Le dije la verdad, que era Jorge –aunque la foto de perfil era la de Jorge, mi primo.

A esa altura no había pensado qué le iba a decir, simplemente obedecí a un impulso más fuerte que el de jugar play station, comer pizza o ver videos de youtube.

–Hola Jorge… ¿en qué te puedo servir? –Seguro pensó que era algo de trabajo.

Realmente no sabía en qué me podía servir y no supe qué contestar. ¿Es que la iba a invitar a salir? ¿Le seguía la corriente y le decía que era para una cita de peluquería? ¿Qué hacía?

Apagué el teléfono y lo tiré  en la cama como había tirado el catálogo de ventas en la mesita de la sala.

Pero no aguanté mucho tiempo. Volví a revisar el chat.

–Hola…–había vuelto a escribir.

¡Tenía que responder algo! Si no, a lo mejor se enojaba y me bloqueaba y entonces adiós fotos de perfil y estados y… 

–Hola… –escribí.

–¿Te puedo servir en algo? –repitió–

Y como me demorara para responder,

–La verdad es que estoy muy ocupada -emoticón sudando-.

-Te vi en la peluquería -respondí sin perder tiempo- y me pareciste muy linda.

Ya estaba. Lo había dicho. Sentí más adrenalina que con el Fortnite. Ahora salía en la pantalla:

…Escribiendo…

…Escribiendo…

Después no salió nada.

¿Qué habría escrito? ¿Se arrepentía de haber escrito algo bueno o algo malo?

Pensé volver a escribir, ¿pero qué?...

Un emoticón de sorpresa salió de su lado del chat.

–No quiero molestarte -empecé a recular asustado- si estás ocupada…

–Está bien ya me desocupé… no hay problema…

Y después:

–¿Y tú que haces Jorge?

Me hice el que era Jorge, mi primo.

–Estudio. En la universidad.

–¡Oh!... ¿Y qué?

Jorge estudiaba en un tecnológico algo de ventas.

–Medicina.

Nuevo emoticón de sorpresa…

–Siempre he querido estudiar medicina…  ¿En qué semestre estás?...

–Segundo.

Me sorprendió mi capacidad para decir mentiras.

–Ah ¿Y qué materias estás viendo?...

Aproveché que tenía el computador encendido y empecé a buscar en google.

–…Histología… lo de los microorganismos y eso…

–Súper…

Después, justo cuando iba a ampliar el concepto de histología para reforzar la mentira, me escribió que había llegado un cliente.

–Después me sigues contando…  -terminó.

¡No lo podía creer! Temblaba y tenía la cara roja –lo supe porque me miré en el espejo para ver si yo era el mismo valiente y mentiroso que había acabado de escribir en el chat. 

Al día siguiente no veía la hora de que acabara la clase de biología –la última– para volver  a escribirle. Había tenido suficiente tiempo de estudiar, no geografía ni inglés, sino lo qué  hace un médico, qué materias hay en la universidad, qué especializaciones existen. Borré la foto de Dragon Ball Z del perfil –ojalá no la hubiera visto– y la reemplacé por una de un señor antiguo que decía: “En la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada” Franklin D. Roosvelt. La había puesto al azar de la página de “frases célebres” pero ya me estaba convenciendo de ello.

Esa vez –era lunes– me dijo que le enviara mensajes de audio, que quería escuchar mi voz, pero inventé que el celular tenía problemas y que no grababa mensajes.

El miércoles dijo que le parecía maduro pero también con alma de niño.

–¿Quieres que nos veamos? –me preguntó.  

-Sí,  claro –escribieron mis dedos, no yo.

–¿En dónde?  

Caí en cuenta de que había que resolver el problema de dejarle ver mi alma de niño, pero sin que se diera cuenta de mi cuerpo de preadolescente.

Quedamos que al día siguiente y me pasé el resto de la tarde intentando resolver el asunto.

En mi mente revoloteaban las imágenes de María, de las modelos Igora Royal, de los catálogos, de las revistas de mi primo Jorge…

¡Jorge!  Se me ocurrió  que si iba en mi lugar, Jorge podría decirle a María todo lo que yo pensaba y sentía. Yo haría del que le dice al actor qué decir y Jorge haría de actor.

Sin mucho tiempo que perder fui a la casa de Jorge. Afortunadamente quedaba cerca y podía ir en bicicleta. Cuando le expliqué el asunto, lo primero que hizo fue pedir la foto del “público objetivo”, así  dijo, con las palabras que dicen lo que estudian lo de él.

Después de ver la foto dijo que sí, y tuvo paciencia de escuchar una y otra vez las explicaciones de lo que tenía que hacer. Le hice prometer que no me iba a traicionar. Repetía que sí, que había entendido, que me daba su palabra. Decidí confiar en el. Tampoco veía más alternativas.

Quedé con María de “vernos” a las cinco de la tarde después de que ella terminara su turno en la peluquería.

A las cuatro de la tarde, Dios sabe que intentaba encontrar mínimos comunes múltiplos, resumir la  batalla de Boyacá, y modelar con plastilina las partes de la célula pero solo podía pensar en María y en la riesgosa misión de mi emisario.  

A las cinco y veintidós le escribí a Jorge. Grises. Los malditos chulos grises. No sabía si había desactivado los chulos azules o simplemente no contestaba porque estaba tan entretenido que no quería ser interrumpido. A las cinco y media, desesperado, decidí comprobar por mí mismo y asomarme a la heladería pero fui atajado en la puerta por mi mamá: que si ya había acabado las tareas, que si quería perder el período, que ella pagaba el colegio, que si era que a mí no me importaba; así que tuve que resignarme y volver a las tareas. El aparato de Golgi, la mitocondria y los centriolos se me confundían en un masacote deforme y de colores dudosos.

Jorge no contestó nunca. Un largo nunca que duró hasta la tarde del día siguiente porque no me contestó tampoco por la mañana y en el colegio no nos dejaban usar el celular.

–¿Y?... le escribí a Jorge cuando salí del colegio, presionando las letras con más fuerza que de costumbre. Cuando apareció “escribiendo” pensé que me iba a desmayar.

–¿Y? –fue su respuesta.

¿Y qué? ¿Y qué? ¿Acaso estaba loco?...

–¡María! –escribí.

–Ah… bien.

–¿Bien? ¿Bien?... ¿A qué jugaba? Mándame un audio –le exigí–, y me respondió que el celular no mandaba audios, que si quería podía ir a su casa.

En su casa tuve que saludar a la tía que me preguntó por los productos de mi mamá, que si todo bien por la casa, sí señora todo bien, y usted ¿cómo está? ¿Está Jorge?...

Se estaba bañando. Cuando por fin salió, le pregunté:

–¿Y?...

–Bien, pero calma, primo -me dijo.

Lo primero que me dijo es que tenía buen gusto. María era mejor en persona que en la foto de perfil. Me contó que le había dicho todo lo que yo le había dicho: que me parecía muy linda, y dijo que había respondido bien, pero que era muy prematuro dar un concepto en una primera salida. Que había tenido que evadir el tema de medicina porque no sabía nada de eso, que por qué no le había dicho.

Me dijo que la había invitado nuevamente el sábado. 

Me calmé como un adicto cuando recibe su droga. Aunque no podía estar tranquilo del todo.    

Le decía mis palabras y luego me traía las de María que yo volvía a responder. Después de tres citas, sus reportes eran halagadores: él decía, ella respondía, yo volvía a responder.

Empezó a venir todos días a  preguntarme qué más le decía. Yo le daba cada más palabras, cada vez más comprometedoras, y, hay que decirlo también, cada vez más elaboradas.

El día que Jorge le declaró su amor a nombre propio, María lo rechazó. Que le parecía atractivo, le dijo, pero que -ella no era mujer de medias tintas- sentía algo falso en él y que lo único que no soportaba en la vida eran las mentiras,  que por lo que habían hablado era claro que él no estudiaba medicina y que le aconsejaba ir con la verdad por la vida, que a ninguna mujer le gusta que le anden diciendo mentiras.

Tal vez por una lealtad familiar de segunda mano viendo terminada su empresa le contó todo: que era yo, que la foto de perfil, que Jorge… y María, a lo mejor por curiosidad –aunque no me escribió por el chat–  me mandó a decir con Jorge que me esperaba en la heladería al día siguiente.

Mi plan volvió a su cauce aunque por un camino diferente al que yo había calculado…

Así que ahí estaba yo. Esperaba y, a pesar de estar en una tienda de helados, sudaba como en una clase de educación física, sin atreverme a pedir nada hasta que llegara María. A las cinco de la tarde apareció. Se había hecho una trenza como la de la foto de Pantene Provitamina B5 del catálogo de ventas.

Cuando me vio sentado en la silla, algo en sus ojos relampagueó y se dirigió muy seria a la mesa. Se sentó.

–¿Jorge?

–¿María? –Respondí, queriendo hacer una broma que ella respondió con un sí en el que no pude adivinar encanto ni enojo ni sorpresa ni decepción ni nada, un tono difícil de descifrar, como el de la psicóloga del colegio cuando me llevaron porque iba perdiendo el año.

Se sentó y tomó  la carta de los helados.

–¿Y?...- Me precipité a preguntarle. Mi inexperiencia era total.

Se quedó callada un rato. Parecía tranquila.

–De mora -dijo.

–¿De mora? Tardé unos segundos en entender que se refería al helado.

–Claro –dije fingiendo seguridad y llamé al mesero con un gesto que tardó más de la cuenta en detectar–: un helado de mora para la señorita, y para mí, chocolate con pasas.

El silencio volvió a reinar en la mesa.

Insistí:

–¿Y?...

–¿Y qué?... -respondió ella poniendo las palmas de las manos hacia arriba. Me pareció que sonrió.

Caí en cuenta de que “Y” podía significar muchas cosas. Di una lamida al helado para darme valor:

–¿Yo también te gusto?

Como tomaba algunos segundos en responder casi le suelto un discurso de que yo tenía certezas de grande, de que hay algo en uno que es grande aunque uno lo sea tanto, pero no fue necesario porque siguió:

–A mí lo de la edad no me importa Jorge…

¡Lo sabía! ¡Sabía que nuestra conexión era profunda!  Ahí me tembló un poco la mano y quise darle una lamida nerviosa al helado pero me contuve. No quería parecer infantil…

Dijo que sabía que había gente grande en cuerpo de chicos y viceversa; que ella misma había se había enamorado a los 12 años de un hombre de 20 y que había sido su novia.  

¿Novia? ¿había dicho novia?... escuchaba sus palabras. Un chorrito de helado derretido se deslizó por mi mano.

Dijo también que no estaba molesta porque hubiera utilizado un “actor”; que lo consideraba como una idea ingeniosa y que, aunque no toleraba las mentiras podía entender mi situación…

Y se detuvo para dar una largo lametazo al helado. Miró hacia la puerta y dijo.

–Mmmm…. No me gusta…

No supe qué decir; me debatía entre decirle que cambiáramos de helado pero pensé que el helado es algo muy personal, o decirle que lo cambiara, pero no tenía mas dinero para otro helado.

Como si hubiera escuchado mis pensamientos dijo con suavidad:

-No Jorge, el helado está bien. El que no me gusta es usted.

 

martes, 29 de septiembre de 2020

CHEEK TO CHEEK

Aunque daba por sentado que la puerta estaba cerrada, de todos modos giró el pomo. Para su sorpresa, la chapa cedió y la puerta se abrió con un chirrido.  Asomó la cabeza apenas para mirar y mantenerla fuera del alcance de un eventual habitante.

En el dormitorio no había nadie. Aguzó el oído y el silencio le indicó que las otras habitaciones también estaban vacías. Registró con la mirada la habitación: una cama revuelta; máscaras tribales y de teatro colgadas de la pared izquierda. Adherido con cinta adhesiva a la pared que daba a la ventana, un poster exhibía a Louis Armstrong soplando su trompeta. 

Un tocadiscos descansaba en el piso; a su lado se erguía una pila de acetatos; un poco más allá, un saxofón barítono.  

Evaluó el panorama. Evidentemente el cuarto pertenecía a un artista, un actor o un músico aficionado. No se hizo muchas ilusiones. Pero el trabajo es el trabajo, se dijo, y se le ocurrió que tal vez en el interior de los discos pudiera haber dinero guardado.  Se sentó en el piso a revisarlos.

Duke Ellington. Nada. Miles Davis. Nada. Charlie Parker –su favorito–. Nada. Cuando vio Lady in Satin de Billie Holliday dio un respingo ¡Lady in Satin! No había dinero dentro de la cubierta pero el disco no se conseguía por poco precio. Tal vez su dueño no era un artista marginal como había supuesto al principio sino un chico de familia adinerada que exploraba la vida bohemia en un barrio de baja calaña. 

Tal vez guardaba más cosas valiosas.  

El colchón no le dio más que un chirrido de  resortes al apoyar su peso sobre él. En la mesa de noche, un par de preservativos, hojas sueltas emborronadas con esquemas musicales (¡ja! un músico) y debajo de todo, un sobre con dos aspirinas. 

Quiso buscar entre la ropa pero se dio cuenta de que no había closet en el dormitorio. Era claro que no se trataba de un hogar permanente, sino de una guarida para pasar el rato, tal vez un refugio para conquistas furtivas, un escondite. La hipótesis del chico rico empezó a cobrar más forma en su cabeza.

En el baño, por no dejar, levantó el tanque del inodoro y revisó la gaveta. Unos calmantes, un remedio para la tos,  una maquinilla de afeitar. Nada. 

En la cocina… 

Un chirrido. 

La puerta de entrada. 

Evaluó rápidamente sus posibilidades.  Había un armario al lado de la poceta para la ropa. Cerró las dos puertecitas con dedos de seda aplastando un par de camisetas colgadas en ganchos.

Ya adentro del armario siguió la trayectoria de los sonidos con ojos y los oídos muy abiertos. El tañido agudo de unas llaves. Otro chirrido; los resortes del colchón. Se habría sentado en la cama y se estaría quitando los zapatos. Silencio. Tal vez se había acostado a hacer una siesta aunque la gente no acostumbra acostarse inmediatamente al llegar de la calle. De todos modos, en tal insólito caso, esperaría unos veinte minutos, –el tiempo que calculó tarda alguien en dormirse– y saldría corriendo hacia la calle… 

Después de cinco minutos eternos entreabrió la puerta. Estaba sacando la pierna derecha cuando la imponente trompeta de Strange Fruit le hizo saber que el dueño no dormía. Ni dormiría. Imposible usar a Billie Holliday como somnífero. Comprimido en el armario escuchó… 

…Southern trees bear strange fruit… 

Los pies descalzos entraron por la puerta batiente de la cocina. Sintió alivio.

Las piernas suaves, blancas, lisas, le alucinaron una escena de película: los pasos silenciosos, la adolorida voz de Billie Holliday de fondo.

Blood on the leaves and blood on the root… 

Se empinó para ver el resto del conjunto porque las rendijas, inclinadas hacia abajo, no lo dejaban ver más arriba: unas caderas anchas se contoneaban  metidas en una falda corta y ajustada de jean negro. 

Se olvidó por un momento del armario, del robo y del peligro porque la visión lo excitó. 

Se empinó todavía más. El torso de la mujer prodigaba unos pechos firmes que también ondulaban al compas de la canción. Pero había, sin embargo, algo más; un accesorio, algo como un chaleco de correas. Cuando la mujer giró hacia un costado lo entendió. Era una sobaquera de la que colgaba una colt 45. 

La excitación se le esfumó y recordó el armario, el robo, el peligro.  Ya le habían apuntado una vez con un arma y no creía que el hecho de que fuera una mujer quien lo hiciera fuera a cambiar su reacción. ¿Dónde diablos se había metido? ¿En una guarida de policías? ¿De traficantes? Sabía que en el mundo de la violencia no hay discriminaciones de género. 

La mujer se quitó la sobaquera como quien se quita un chaleco y el sonido seco que hizo el arma sobre el mesón de aluminio le dio a entender que era pesada.

Cerró los ojos. Rezó. Respiró de la manera más suave posible. La pierna izquierda se le estaba empezando a encalambrar. 

La mujer se despojó de la blusa. Después de la falda. La mezcla de miedo y lencería de encaje agitó un cotctel de adrenalina y endorfinas en su cabeza que empezó a marearlo. 

For the wind to suck…  cantó la mujer haciendo dúo a Billie Holliday mientras se dirigía a la alacena. Sacó una botella de vino y la puso sobre el mesón al lado de la pistola. Buscó un vaso en el secador de platos. Se sirvió. Tomó un trago largo que acompañó con un gemido de cansancio (que él quiso asimilar a un gemido de lujuria); encendió un cigarrillo, se sentó en un banquillo alto y se puso a mirar por la ventana.

Una corriente de aire entró por la ventana y la hizo estremecer. La vio abandonar el banquillo y acercarse al closet. Si lo abría tendría que actuar. 

Sin embargo un ruido en el dormitorio la hizo sacar el arma de la chapuza. La empuñó con mano firme y precisa y salió de la cocina.

Se le crisparon los nervios. Definitivamente era una mujer de armas tomar; literalmente. 

Podía salir y huir corriendo. Pero  no había otra forma de salir que pasando por el dormitorio. Sería un blanco demasiado fácil, contando con que la mujer tenía el arma y ya estaba preparada para atacar. 

Estaba preparado para oír un disparo, un grito, algo. 

Casi se le salió el corazón cuando escuchó el saxofón de All the things you are. Al parecer la mujer no había encontrado a nadie y había aprovechado para cambiar el disco. No podía decir que se sintiera aliviado. 

La mujer regresó y se olvidó del closet. Volvió a poner la pistola sobre el mesón  y se sentó de nuevo en el banquillo.

El viento de la ventana despeinaba de vez en cuando el penacho del humo del cigarrillo. Estaba absorta, tomaba de vez en cuando de la copa.  

-Está bien, ya puedes salir -dijo la mujer todavía mirando por la ventana. 

Los ojos se le abrieron como pepas. ¿Se refería a él? Aunque, el tono que usó, no le pareció el que se usa para sacar a un ladrón del armario. Esperó. 

Un gato trepó al regazo de la mujer. La sorpresa lo hizo tropezarse con la puerta. Rogó para que la música hubiera atenuado el sonido que en su cabeza se magnificaba por quinientos.  

La mujer acarició un rato al gato.

-Está bien, ya puedes salir. Repitió sorpresivamente la mujer, con un tono más imperativo.  

Ya no le quedó duda. Todo el tiempo la mujer había sabido que estaba allí. Jugaba con él. 

-¡Vamos! ¿Viniste a robarme y ahora tienes vergüenza?

Tenía miedo y una confusa excitación. También se sentía como un idiota al que no le quedaba más remedio que obedecer a una mujer en cuya voz no se vislumbraba ni el más mínimo tono de temor. 

Salió del armario con la cabeza gacha y las manos en la ingle como si estuviera desnudo. Miró a la mujer y después, de reojo, a la pistola.

Una sonrisa de superioridad surcó el rostro de la mujer. Era evidente que él nunca había empuñado una pistola y en cambio ella sí que sabía cómo usarla. 

–Qué ¿vas a tomar la pistola? ¡Adelante!- lo retó.  

Pero él no era demasiado listo ni demasiado agresivo para hacerlo. 

-¿Te parece correcto irrumpir en propiedad privada a robar a una mujer?

“Irrumpir” ¿no era ese el lenguaje de los policías? Aunque su tono era más bien el de una profesora aleccionando a un escolar; una profesora, sin embargo, con un cuerpo soberbio y una colt 45 más grande que cualquier cosa.  

Con toda la calma del mundo la mujer se puso de pie. –El gato saltó hacia el piso-. Se dirigió al mesón de la cocina en donde estaba la pistola. 

Sin apuntarle con la pistola, le ordenó: 

–¡Baila!

–¿Qué? 

Ahora sonaba Mack the knife

Entendió que no le quedaba de otra. Y, tratando de sobreponerse a lo ridículo de la escena, empezó a balancearse. 

And it shows them Pearly white...

La música hacía su trabajo; las piernas se le fueron aflojando. Empezó a disfrutar realmente el baile. Si era lo último que iba a hacer, preferiría despedirse bailando, no sería un mal final. 

And he keeps it, ah, out of sight…

La invitó a bailar con un ademán pero, como no respondiera al gesto, intentó tomarla de una mano.

La mujer le apuntó con la pistola. 

–¡Si me tocas te mato!  

El impulso del baile se detuvo con la amenaza.  

– ¡Quítate la ropa! 

– ¿Qué?

Volvió a apuntarle con el arma y él se quitó los zapatos con el gesto de pudor de quien se somete a un examen médico de rutina. Después los pantalones; la camiseta. Ahora estaba en medias y calzoncillos. Asustado, recogió la ropa tirada en el piso y se la colgó en el brazo como había visto que los presos lo hacen antes de recibir su uniforme. 

Ahora la mujer volvió a mirarlo y le hizo un gesto de que se desnudara del todo. 

Ya sin ropa, humillado y ridículo, la mujer empezó a mirarlo. Suspiró, pero no con excitación sino más bien con el aire dubitativo de quien no se decide a comprar el artículo que ha visto en la vitrina. 

La música se detuvo. La mujer abandonó la cocina y lo dejó ahí, desnudo, esperando. Otra corriente de aire lo hizo temblar involuntariamente. 

Take five, de Dave Brubeck sonó como antesala al regreso de la mujer que esta vez entró tarareando.

Sin mediar palabra le agarró su paquete flácido, asustado, confundido. La sorpresa lo hizo correr hacia atrás. La mujer volvió a tomarlo pero esta vez lo acarició y su miembro empezó a recuperar la confianza. Conducido por el instinto alargó los brazos hacia los pechos de ella. 

El frío del cañón en la cabeza le hizo detener su avance. También su miembro interrumpió el camino de ascenso y regresó a su estado de reposo.  

–¡Más vale que tengas una erección! –lo amenazó, presionándole todavía la cabeza con el cañón. 

Sudaba. Jamás se había visto en una situación así. Jamás había sufrido de impotencia ni nada por el estilo pero la situación lo hacía comprensible. Ni siquiera se atrevió a explicarlo. 

–¡Te doy tres minutos! –gritó la mujer–. ¡Y reza para que te funcione!…. 

El instinto no respondió a sus oraciones. 

Apuntándole con el arma lo dirigió hacia el cuarto. Con el arma, también, le indicó que se acostara en la cama. 

–Tal vez esto pueda ayudarte un poco –le dijo entregándole el arma. 

El la recibió confundido. Nunca había tenido un arma en sus manos, y menos desnudo. Pero la mujer tenía razón; le ayudó. De pronto sintió que era él quien tenía el control. Su miembro también reaccionó. 

Ahora era él quien apuntaba a la mujer. Le hizo un gesto para que se quitara el sostén. Ella obedeció. Después las bragas. Estaba tendido en la cama, la mujer de pie al frente suyo, desnuda; el tenía la pistola. Podía obligarla a hacer lo que quisiera. 

La piel del vientre se le erizó cuando la rozó con el cañón frío. La actitud de superioridad de la mujer había desaparecido. 

La situación era abrumadoramente excitante. Se levantó de la cama. Le apuntó indicándole que se acostara boca arriba. Tiró el arma encima del colchón. Se acostó encima de ella. Le tomó los brazos. La penetró. El tono de los gemidos armonizaba con el tono de cansancio que había escuchado en la cocina.   

Cuando se decidió a descansar, exhausto, se quedó mirándola, entre emocionado y atontado.  

La mujer estiró el brazo y tomo la pistola que había caído al lado de la cama. Retiró el seguro de la pistola.  

–¡Vístete y lárgate de aquí!… 

No era juego. 

La mujer se puso de pie y se acodó en la ventana dándole la espalda. Sonaban los acordes de Cheek to cheek. 

Después de vestirse se dirigió a la puerta. 

–¡Eh! –le dijo la mujer sin voltear cuando giró el pomo para abrirla– ¡Y déjala sin seguro!


martes, 8 de septiembre de 2020

SERVICIO AL CLIENTE

El tamaño de la nave no era mucho mayor que el de un automóvil; sin embargo, sus luces brillaban con una intensidad que obligó a los trabajadores y clientes de los negocios a taparse los ojos con el brazo para proteger su visión. 


Al cabo de unos segundos, las luces fueron disminuyendo de intensidad y dejaron ver a un ser que había adoptado, tal vez para evitarse explicaciones, la forma que los terrícolas les atribuyen a los extraterrestres en sus películas.

Pasados unos segundos más -estos eternos-los habitantes del barrio empezaron a pensar que el extraterrestre iba a advertirles sobre las consecuencias de la conducta humana o que iba a escoger a algunos para darles un tour interespacial; pero lo que hizo fue guardar silencio y dirigirse, con paso decidido, como si supiera exactamente a dónde ir, a la carpintería ubicada en la esquina occidental de la cuadra.

Allí, un señor de barba rala y camisa desabotonada hasta el vientre se ocupaba de lijar un taurete, sin que el aterrizaje de la nave pareciera haberle causado mucho estupor o como si ni siquiera se hubiera enterado del suceso.

-Señor -le dijo en un perfecto acento del lugar el extraterrestre. 

Y cómo el señor no respondiera, una vez más, con un poco más de volumen: 

-Señor!

El carpintero se dio vuelta con algún desgano y lo miró.

-Puede fabricar este repuesto? - el extraterrestre le extendió con la mano una pieza similar a un carburador.

El carpintero la tomó en sus manos y la valoró con ojo experto. 

-Claro que sí don, yo sí se la hago pero ahorita estoy muy ocupado. Eso se le demora unos diítas...

-Cuántos - preguntó con tono neutro el alienígena. 

-Mmmm... Yo calculo... que... para el jueves -dijo el carpintero. 

El extraterrestre le dejó la pieza y cuando dio la vuelta para dirigirse a la nave...

-Don!... pero me tiene que dar un adelanto.

-De cuánto -dijo inexpresivo el alienígena. 

-Serian... qué, unos cien mil pesitos...

El extraterrestre pareció dudar pero tal vez necesitaba realmente el repuesto. Demorarse más de la cuenta era algo inadmisible para sus superiores que lo habian enviado a una importante misión y que esperaban en fecha precisa sus informes. Así que le entregó los cien mil pesos al carpintero advirtiéndole sobre la importancia del repuesto y abordó la nave que desapareció con la velocidad del rayo.

El jueves en la mañana, según lo acordado y con mucha menos sorpresa de los trabajadores y habitantes de la cuadra, la nave volvió a aterrizar emitiendo sus luces y su silencio. 

Al ver al extraterrestre el carpintero lo saludó con un mínimo gesto.

-Viene por el repuesto? 

El extraterrestre no respondió. Probablemente en su planeta acostumbraban prescindir de las comunicaciones obvias.

-Lo que pasa don -retomó el carpintero- es que no pude conseguir el mototool para terminar la pieza. El que me lo alquila está haciendo un trabajo por fuera. 

Una vez más el extraterrestre respondió con un mutismo significativo.  

-Dios mediante el martes porque el lunes es festivo.

Al extraterrestre se le encendió entonces una luz de color naranja en el vientre. Pareció tomar aire y se fue.

El martes por la tarde, no solo la gente no se sorprendió por el aterrizaje, sino que un conductor le pitó y le gritó al extraterrestre porque al parecer estaba estorbando el paso. En la carpintería habia esta vez un humano diferente, más joven.

El extraterrestre se dirigió a él: 

-Repuesto.

-Qué repuesto?  - dijo el hombre. 

-Repuesto Nave. (Sabía que así  hablaban los extraterrestres en las películas y que el uso de preposiciones y articulos no era necesario para hacerse entender).

-Aquí no hay ningún repuesto -dijo el hombre, y continuó dándole una mano de pintura a un nochero...

-Es que el señor... -quiso explicarse el extraterrestre. 

-Ah! -dijo el otro-. Pedro?... Pedro no está,  el salió. Y lo mas seguro es que se demore. Le recomiendo que vuelva mañana.

Una luz de color fucsia se encendió en el vientre del extraterrestre con más intensidad que la vez anterior mientras permanecía inmóvil ante el hombre que continuaba pintando el nochero. 

Después de 40 minutos en la misma posición el alienígena se dio la vuelta.  La luz del vientre habia pasado a un rosa más tenue. Regresó a su nave. Tal vez cerró la puerta con algo más de vigor que la vez anterior. 

Al dia siguiente el extraterrestre no apareció.  Ni al siguiente, ni al siguiente, y los lavadores callejeros de autos que habían pensado en ofrecerse para lavarle el vehículo, los distribuidores de pinturas que habían advertido algunas magulladuras en la nave izquierda de la nave, los cerrajeros, que se creian con más derecho a fabricar piezas para naves que el carpintero y los trabajadores de la cuadra y los vendedores ambulantes presintieron que ya no iba a volver y  lamentaron su presagio porque ya habian empezado a idear formas de comerciar con él, ya que, según los rumores, pagaba por adelantado y sin regatear los precios.

El lunes de la semana siguiente, contra todos los pronósticos de los vecinos, el extraterrestre volvió a aparecer, pero, a pesar de ser día de semana, la carpintería estaba cerrada. 

Mientras parecía meditar en sus actos inmediatos una horda de emprendedores se fue arremolinando a su alrededor ofreciéndole pinturas, molduras, adornos, souvenirs.

A todos les decia:

-Carpintero. Nave. Repuesto. 

Pero nadie le daba razón del carpintero ni de la carpintería. 

Esta vez su vientre osciló entre el rojo y el verde con una intensidad que hizo pensar a algunos distraidos que se trataba de un adorno navideño. 

La nave voló. Tal vez el repuesto no era absolutamente necesario para que la nave regresara a su planeta de origen, o, tal vez vencido, el alienígena había decidido intentar otro proveedor.

Después de dos semanas la historia del extraterrestre no era más que una simple anécdota para los habitantes del sector. Las distribuidoras de materiales despachaban bultos de cemento y adobes, las ferreterías distribuían sus tornillos y sus tuercas y el  carpintero seguia trabajando como siempre,  lijando su taurete. A nadie se le ocurrió preguntarle por el repuesto ni por los cien mil pesos ni por nada porque su comportamiento, a pesar de lo novedoso del cliente, no era para nada novedoso. Entre tanto el extraterrestre entregaba sus informes al comité de asuntos interpalanetarios, el cual, después de valorarlos con el mismo cuidado con que el carpintero había valorado el repuesto de la nave, emitió su resolución: 

Planeta inviable. Destrucción total. El jueves. 









sábado, 5 de septiembre de 2020

LA REVANCHA

Una señora entró a un supermercado a comprar una lata de sardinas. Cuando llegó a la góndola vio que un señor cogía la última lata.  Una parte de la señora pensó, qué mala suerte, si hubiera llegado antes, pero otra parte oscura pensó que había en el señor una voluntad de frustrarla, aun de agredirla; que al señor no le interesaban las sardinas, seguro ni siquiera le gustaban, pero que de algún modo se había dado cuenta de que ella las queria. Se regocijaba, se reía por dentro al verla frustrada. 


Respondiendo a estas suposiciones, la señora, que era una señora flaca como una sardina, se dijo a sí misma, con que esas tenemos, esperó a que el señor se fuera pero sin perderlo de vista. Se hizo la que no le importaba. La que no iba por sardinas sino por atún -que había mucho-, y cogió una lata. 

Como en una sigilosa persecución policial empezó a seguir al señor (su disfraz era perfecto porque parecía una señora mercando en el supermercado). Se le acercaba, unas veces simulando ver los productos de los estantes, otras veces echándolos en el carrito para resultar más convincente. El señor, que usaba una sudadera roja brillante, no se percataba de que estaba siendo observado. 

Cuando llegó a la góndola de las conservas, tuvo la suerte la señora de ver que sólo habia una lata de aceitunas. Ahí ocurrió la revelación. Como un rayo le entró la certeza de que el señor iba a comprarlas. Conocía muy bien el aspecto de los consumidores de aceitunas: un matiz verde oliva en la piel, un cierto aroma de aceituna y algo imposible de nombrar con palabras pero claramente diferenciado. 

Saliéndose de su habitual control de señora, la señora se le adelantó con el carrito, una maniobra no sin riesgo porque otro carrito adelantaba a un tercero en sentido contrario. Sin embargo alcanzó a hacer la maniobra: tomó la lata de aceitunas y emprendió la fuga con paso apresurado, no sin antes voltearse y ver la cara del señor que expresaba inequívocamente
un ¡maldita vieja! -y una fracción de segundo después- ¡pero ganó en franca lid!

jueves, 27 de agosto de 2020

A LA LOQUILLA

Con un par de arrobas de sueño entre las cejas, después de leer por leer a un autoproclamado intelectual, la rabia, incapaz de convertirse en insulto, aparece como producto de una repetida sensación de sinsentido (Qué cursi hablar de la existencia y de su pérdida temporal de sustancia).

¿Saldrá algo que valga la pena?... 

Empiezo a formulario en modo de pregunta pero en el camino cambia el tono, se convierte en decreto.  Interesante caso, pasar con la música de la incertidumbre al vaticinio. 

Saldrá algo que valga la pena.

miércoles, 12 de agosto de 2020

LAS PALETAS Y LA FELICIDAD

Es frecuente que el deseo de chupar una paleta no llegue a tener la osadía de presentarse cuando se experimenta un alto grado de infelicidad. Sin embargo, si a un infeliz llega a presentársele por vía de un tercero la posibilidad de acceder a esta congelada golosina, no le quedará más remedio que optar entre dos alternativas: el rechazo, motivado por apego al sentimiento de infelicidad, o la aceptación y consecuente desprendimiento del apego antedicho.

Y es que la paleta obliga. En primer lugar, a respirar. En el 100% de las ocasiones en que un chupador de paleta –amateur o profesional– ejerza su actividad, lo primero que sobrevendrá será un suspiro más o menos intenso. Quien suspira pone freno, disminuye la inercia. Las vertiginosas actividades de la vida moderna pueden compararse con una extensa piscina que hay que atravesar aguantando el aliento para ser recuperado solo al final de la travesía.

Pero en el acto de respirar no se agotan los beneficiosos efectos de la paleta. El factor termostático es crucial. Por una parte refresca los tejidos con los que hace contacto de manera directa, e indirecta por vía digestiva, y por otra parte, quizá la más importante, disminuye la energía cinética de átomos y moléculas del cuerpo. El calor ofusca, desordena; el frío tranquiliza, arregla.

Por último, la significación erótica de la paleta como sustituto, y más aún como símbolo de la lactancia materna, con su concomitante experiencia de tranquilidad, saciedad y confianza en el mundo no pueden ser dejadas de lado. Así pues, que el acto de chupar paleta y la infelicidad son experiencias radicalmente excluyentes, es una verdad que cualquier ser humano, sin importar la etapa de la vida que atraviese, puede  certificar.

Vendo paletas a $3.000

lunes, 20 de julio de 2020

AVANCES Y RETROCESOS EN FILOSOFÍA

Había unos filósofos que, aunque nacidos en el XX, se consideraban a sí mismos como presocráticos. Para ellos no había existido ni existiría jamás pensador más grande que aquel filósofo visionario que se sabía previo a Sócrates y que afirmaba, sin que nadie se lo preguntara, cosas como que era lunes 24 de octubre del año VII antes de Cristo sin que nadie supiera a ciencia cierta qué o quién era Cristo. El filósofo, como el lector ya habrá adivinado, no era
nada más ni nada menos que Presócrates. 

Y no es que estos filósofos presocráticos desconocieran los aportes de Heidegger, de Marx, de Kant, Etcétera, esta última, una destacada filósofa del siglo tercero que merece una digresión: 

Etcétera desarrolló un principio a la vez técnico y pedagógico que consistía en dejar sus proposiciones inconclusas para estimular el ejercicio del cógito en sus discípulos. Su proposición más recordada sobre el origen del universo reza así: Los tres principios del universo son el ser... etcétera. 

Algunos de sus discípulos, que tuvieron desencuentros teóricos con ella crearon una escuela disidente, la de los puntosuspensivistas, en esencia similar pero con algunas diferencias conceptuales sutiles solo comprendidas por filósofos avezados. 

Como se dijo, no es que los filósofos desconocieran los aportes de los demás pensadores sino que para ellos Presócrates seguiría siendo siempre su guía, su faro, su empresa. 

Quizá uno de los aportes más valiosos de estos filósofos presocráticos no fue teórico, sino técnico. Consistía en la práctica del calentamiento previo al ejercicio de pensar, que se verificaba barajando ideas básicas y de corto alcance al principio, como la de que dos más dos son cuatro, que el tráfico vespertino es imposible y que la calidad de las maquinillas de afeitar del mercado de bajo costo es deplorable, entre otras. 

En otras ocasiones –a manera de calentamiento siempre–, se valían de un estímulo físico, por ejemplo un celular, para aceitar los engranajes de la que ellos gustaban llamar la cogito machina. La contemplación del celular generaba hipótesis sobre la forma, el peso, el 
volumen. Otras veces, buscando nuevas posibilidades, lo encendían y buscaban 
publicaciones al azar en las redes sociales como la de María Marai, cosmetóloga, 
cosmenauta, la más reputada influencer de Instagram y diva del mundo del maquillaje por internet. 

La publicación declaraba a sus seguidores y a sus patrocinadores la tajante negativa por su parte a promocionar marcas cosméticas que atentaran contra la integridad psicofísica de los animales. Las pruebas de cosméticos en animales, especialmente en monos, siempre 
resultan perjudiciales para ellos. 

Esta forma de calentamiento produjo en los filósofos reflexiones cada vez más 
sofisticadas, en este caso sobre la evolución: ¿Es la resistencia al maquillaje un logro evolutivo de la especie humana, y particularmente de las mujeres?, ¿Pudo algún tipo de maquillaje jurásico acabar con los dinosaurios y conservar sin embargo a las mujeres? ¿es el maquillaje una ventaja evolutiva? ¿existía maquillaje en aquella época?, ideas más o menos prometedoras pero todavía propias del calentamiento por pertenecer más bien al 
campo de la biología que al de la filosofía. 

Este método de calentamiento, tal como lo esperaban los filósofos, no tardó en rendir sus frutos. Los filósofos desarrollaron pensamientos complejos y cercanos a la verdad como ningunos otros lo hubieran logrado: cada idea se convertía en calentamiento de la próxima. Así fue que llegaron a saber tanto que estuvieron seguros de que en el transcurso de un par de meses llegarían a saberlo todo, absolutamente todo. Y hubieran 
llegado a hacerlo si no hubiera sido porque uno de los filósofos del grupo –tal vez más pragmático que presocrático– advirtió el hecho de que si llegaban a saberlo todo, más temprano que tarde iban a quedarse sin trabajo –su trabajo era pensar, y si no había nada más que pensar, ¿entonces qué trabajo les quedaba?-.

Esta idea a tiempo los impulsó a desarrollar quizá el más grande de sus aportes a la tradición filosófica: el método para olvidar, para des–saber que practicaban intercalado cada tanto tiempo para no llegar al fin del pensamiento. Por supuesto, nadie fuera de la comunidad filosófica sabía que estaban a punto de saberlo todo, aunque, por lo demás a nadie le interesaba tampoco lo que los filósofos pensaran o llegaran a saber, cómo a María Marai concentrada en llevar hasta extremos impensables el noble 
arte del maquillaje, un arte mucho, muchísimo más difícil de agotar que el de los filósofos.

martes, 16 de junio de 2020

EL DÍA


Unas veces hacía su aparición disfrazado con atuendos absurdos, otras veces fingiendo escenas de películas, otras, haciendo malabares. Para Joey, para Katherin y para Carmen se había convertido en un ritual esperar a Robert en el bar y verlo llegar con esos números circenses improvisados. 

Sin embargo, cuando apareció con el ramo de rosas en la mano y el sombrero de mago, Carmen entendió que esta vez el show del día era solo una fachada; que las rosas eran para ella. Por eso su perversa sonrisa de triunfo. Después de tantas sutiles insinuaciones –como la de descalzarse en el bar–, Robert había sucumbido a sus encantos latinos. Lo que venía adelante, lo conocía bien: Robert le pediría que abandonaran el lugar con alguna excusa, irían a su apartamento y pasarían una salvaje noche de pasión. 

Lo de Katherin era un poco más platónico. Hacía mucho tiempo que estaba secretamente enamorada de Robert sin que éste hubiera dado jamás una mínima muestra de interés. Recordó la infinidad de veces que había mencionado su gusto por las rosas, especialmente por las rojas. Las flores, sin duda, eran para ella.
Lo miraba y suspiraba. Evidentemente Robert era de los que se tomaba su tiempo, cosa que para ella, chica de tradiciones, estaba muy bien, pero el tiempo de espera, se decía Katherin, había terminado.

A Joey, por su parte, el truco de magia de la flores le recordó su tiempo de secundaria, el castigo en el que habían aprendido, de una revista, a hacer el truco. Esperaba celebrar con una risa el desenlace del viejo y gastado truco, ignorando que las rosas eran para él porque Robert se había decidido a declararle su amor -guardado en secreto desde la secundaria- y que esperaba consumar, después del bar, con una salvaje noche de pasión.

EL ELEGIDO


–No sé… serían algo así como las tres de la mañana... Me desperté y sentí una extraña necesidad de sentarme a escribir…

Aunque solo le había sucedido una vez había decidido consultar al psiquiatra. Y, no es que se creyera loco, claro que no, pero las historias de locura en su familia, aunque remotas, no dejaban de causarle alguna inquietud. Si en la política era conveniente ganar tiempo no veía por qué no lo fuera en cuestiones de salud mental.

–¿Algún informe pendiente, algún proyecto de ley, un artículo, un libro? –dijo el psiquiatra.

–¡Oh no, no! ¡para nada! Detesto escribir. Le digo que sentía que tenía que escribir, como si una fuerza… algo… no muy fuerte pero tampoco fácil de dominar ¿entiende?... una fuerza me obligaba a permanecer sentado hasta escribir…
»“Idiota”…

–¿Qué dice?

–Digo que “Idiota” fue lo que escribí después de treinta minutos de espera. Después sentí, ¡por fin!, que esa misma fuerza que me había obligado a escribir, me liberaba.

–¿Ha estado bajo presión últimamente… algún tipo de estrés...?  

–¡Siempre hay presión y estrés doctor! ¡Soy senador del Parlamento de los Estados Unidos! ¿Lo olvida?... Si supiera las cosas con las que tengo que lidiar, las responsabilidades que recaen sobre mis hombros... ¡Claro que hay presión, doctor!, ¡pero ese es mi trabajo!... –y después un poco más calmado–: Perdone, pero no creo que se trate de presión o de estrés. Debe ser otra cosa, no sé… algo más… 

–Es probable –continuó el psiquiatra– que esté usted autorreprochandose algún tipo de transgresión, alguna omisión… no del todo consciente, por supuesto…

El senador guardó silencio un par de segundos en los que, como hombre de poder descartó cualquier hipótesis, por ínfima que fuera, alusiva a la locura. Algunos borrosos antecedentes de locura en la familia –se reafirmó– no eran suficientes. Si llegó a dudar de su cordura había sido tal vez por encontrarse en un estado de somnolencia. Por otra parte, ¿quién no tenía algún caso de locura en la familia? Si esa circunstancia determinara la cordura no habría nadie cuerdo en el mundo. No. Estaba seguro de que su salud mental era la de un roble, inclusive mucho mayor que la del promedio ¡era un senador de la república por Dios!... y se despidió del psiquiatra con un gesto diplomático y displicente.

Tal vez el asunto hubiera terminado allí si la experiencia no hubiera seguido repitiéndose, si después de la noche “idiota”, no hubiera venido otra “imbécil” y después otra “ridículo”...

Era extraño. Su razón le decía, cuando escribía en sus nocturnas sesiones involuntarias, que lo escrito le era ajeno, que no tenía nada que ver con él, y sin embargo, si atendía con más cuidado sus reacciones sentía que la cualidad de lo escrito se le transmitía. Así se sentía ridículo, o según el caso, idiota o imbécil.
Para acabar de ajustar –algo que había callado al psiquiatra–, algunas noches tenía sueños mucho más confusos que los sueños habituales: luces, formas, sensaciones imposibles de definir. Al día siguiente, a punto de llenar el vaso con jugo de naranja, la palabra “extraterrestre” apareció en su mente.

Más tarde, en una reunión de su despacho, miró por la ventana y le pareció ver un brillo especial en el cielo, no demasiado intenso y sin embargo diferente, imposible también de explicar. El documental sobre el caso Roswell que había visto en la televisión la noche anterior lo había hecho pensar en nuevas hipótesis. En el gobierno siempre se hablaba a medias sobre la existencia de alienígenas, pruebas…

Fue su asesor más cercano quien lo conectó con Starks, el científico que se presentó a su casa arrastrando una maleta de viajero.

–Y… –le preguntó Starks una vez sentado en el sillón de la sala– ¿ha estado bajo mucha presión últimamente?

–¿Usted también? –respondió el senador con un tono de evidente desagrado.

–¿Qué?

–Digo… –respiró el senador–, ¿usted también es psiquiatra?

–Oh, no, claro que no, corrigió Starks, pero no hay que ser psiquiatra para saber que la hipótesis “extraterrestre” es bastante común en los delirios paranoicos. La policía existe, sabe, y sin embargo, hay quienes juran que les persigue… Pero no he venido a cuestionar su salud mental; no es esa mi ciencia.

Sin duda esa última declaración del científico le dio al senador la confianza para contarle a Starks mucho más que al psiquiatra:

–Estoy seguro de que no es algo mental, ¿sabe? Me siento y que estoy perfectamente bien. Creo que precisamente es por eso es que… es decir…  

–¿Qué?

–Intuyo que he sido… elegido.
»Y no me refiero solamente a los millones de ciudadanos que confiaron en mis capacidades para que vele por su bienestar y por sus intereses. Siento que mi destino ha sido marcado para procurar grandes transformaciones.

»Los extraterrestres. Sí. Ahora estoy convencido de que se trata de extraterrestres. Estoy seguro… no buscarían a alguien… cómo decirlo… a… un humano promedio… para algo tan crucial como las relaciones interplanetarias. He sido –seguro lo sabe–, canciller y ministro de asuntos exteriores ¿A quién si no a un diplomático iban a buscar los extraterrestres?… Sabía que estaba destinado para algo importante y sentía que no bastaba con ser senador; sabía que mi luz estaba destinada a iluminar asuntos mucho más grandes…

Como respuesta al improvisado discurso, Starks extrajo de su maleta un pequeño dispositivo que conectó al computador del senador y que con un “bip” señaló su correcto funcionamiento. En caso de algún tipo de intrusión –explicó–  se encenderá y registrará la actividad y, si estamos de suerte, su fuente. Acto seguido, sacó otro dispositivo del que emergían, como tentáculos, varios electrodos que empezó a instalar sin ninguna advertencia en la cabeza del senador. Si los humanos pueden hackear cerebros informáticos –dijo, celebrando previamente el final de la frase–, ¿por qué no podrían los extraterrestres hackear cerebros diplomáticos?...  

Los aparatos, sin embargo, permanecieron indiferentes. Nada nuevo sucedió esa noche, ni la noche siguiente. Ni los extraños fenómenos oníricos, ni las vigilias mecanográficas antes del amanecer, ni brillos acentuados en el cielo, nada. La semana siguiente, sin embargo, el senador escribió, tres y veinte de la mañana, en la pantalla de su computador un “Tenemos un mensaje para ustedes…”, esta vez tan claro, tan ajeno a su propia mente, que tomó el teléfono y llamó de inmediato a Starks.

–Espero que valga la pena –dijo cuando el senador le abrió la puerta.

Los ojos del científico parecieron hacer “bip” cuando leyó la información de los aparatos. Sí que había valido la pena despertarse y conducir los casi veinte kilómetros hasta la casa del senador. Evidentemente se trataba de una actividad inusual en el cerebro del senador, un comportamiento –dijo, con un leve temblor en los labios– que habría que estudiar, pero que sin duda correspondía a una actividad inusual y –que el supiera– sin antecedentes en un cerebro humano.  

Mientras revisaba los aparatos escuchó un nuevo teclear del senador que entonces había vuelto a sentarse en el escritorio. Se dio vuelta y leyó:

Ustedes… Sí ustedes, señor senador, señor Starks…, que piensan que los extraterrestres no tenemos más oficio que ocuparnos de lo que sucede en la tierra; ustedes, que están convencidos ¡siempre tan geocéntricos! de que todo gira alrededor de su especie y de su planeta, que suponen que las únicas comunicaciones extraterrestres están destinadas a ayudarlos o por el contrario a destruirlos, a robarlos, a invadirlos… ¡lo único que hacen es proyectar su propia naturaleza en nosotros!

Nunca se les pasa por la cabeza, –lo sabemos porque podemos saber qué pasa por sus cabezas–, que nuestro verdadero propósito sea el que hemos estado llevando a cabo: divertirnos a su costa.
Si quieren saber cómo –sabemos que su curiosidad es insaciable–  es algo similar a sus “teleconferencias”. Uno de nosotros escribe algo pero no directamente a su interlocutor, sino a través del ser humano con el que se comunica telepáticamente, aunque la conexión con el ser humano, dado su grado bajo de evolución, es bastante lenta.

Esto es, por supuesto, un juego, una especie de juego ¿cómo le llamarían ustedes? “retro”. Nos hace gracia ver cómo podemos transmitir ciertas emociones o comportamientos a ustedes y que ustedes, confundidos, neuróticos e inconscientes, no saben si eso que sienten les pertenece o no…

En cuanto a sus sueños, senador, a veces nos quedamos, por descuido, conectados a la mente del humano y cuando este duerme percibe extrañas entidades, incomprensibles para él. Siempre es hilarante (¡sí, también tenemos la risa!) ver sus reacciones a nuestra pornografía, a nuestras bromas ¡Es desopilante verlos ir al psiquiatra! ¡Ja! ¡al psiquiatra!... 

Si usted, senador, intuyó acertadamente nuestra intervención fue porque uno de nosotros penetró en su mente con un poco más intensidad, –un caso que sucede a veces por algún tipo de debilidad mental del receptor o por una mayor potencia en la señal del emisor, o ambas, no quisiéramos decirle cuál de los casos fue este.

Y sí, había sido usted elegido, el diplomático y senador del honorable Congreso de los Estados Unidos de América, elegido para un juego.

Después de un largo silencio, de muchas emociones encontradas, el primero en reaccionar fue el científico:

– ¿Se imagina lo que esto puede significar?... ¡el primer contacto demostrable! ¡Lo tengo todo sus encefalogramas! ¡La actividad de su red digital!... ¡tenemos pruebas! ¡Pruebas fehacientes!...

–Pruebas de qué –Preguntó el senador.

–¿Pruebas de qué?- –Se quedó otra vez estupefacto Starks… pruebas de…

–De nada. Completó el senador.  

sábado, 1 de febrero de 2020

IMPRESIONES SIN PENSAR MUCHO SOBRE UN “ACTO POÉTICO”


Llego al famoso Café Vallejo y todo está dispuesto para el “acto poético” que es lo que me dicen que va a ocurrir. No sé bien qué será eso del “acto poético” pero tengo mis intuiciones.

Vengo de manejar un buen rato, conectado con otros asuntos. Me hago de pie para descansar un rato. Después me siento a escuchar a los poetas.

El primero de ellos es un señor ya de ciertos años con la barba blanca. La barba pareciera ser una especie de requisito, un signo de filiación a la comunidad poética, aunque también, parafraseando a Freud, a veces una barba es solo una barba.…

El señor hace una introducción. Alude a Fernando Vallejo quien al parecer había estado en el café hacía un rato. Dice que una vez se lo encontró en el centro y que le pidió, sin conocerlo personalmente, que le permitiera acompañarlo a cruzar la calle. El maestro accedió, y, dice el poeta –no recuerdo su nombre, tal vez Oscar–, que fue algo “hermoso”. 

El poeta repite varias veces esta palabra a lo largo de su introducción.  Lee dos poemas: uno sobre un alacrán negro que hace alusión, según ha dicho, a su lado oscuro; es todo lo que logro recordar. Después lee otro. No recuerdo el nombre del poema, ni el poema; ni una sola palabra, ni una sola idea.

Después lee una poetisa –o una poeta; hay mujeres que prefieren este último título–. La poetisa –o poeta– tiene unas gafas grandes de esas que se oscurecen con la luz. Tiene el pelo largo. Insustancial dar el dato de la edad. Un poeta diría, a lo mejor, que uno tiene los años que siente.

Dice en su introducción que viene de un pueblo poco conocido. A lo mejor la poetisa no está muy habituada a hablar por micrófono o a lo mejor yo soy un poco sordo. Creí entender que el pueblo se llamaba Puerto Mosquito. Dice que en ese lugar no había carros ni alarmas, ni los ruidos de la ciudad sino pájaros. Lee dos poemas. No recuerdo el nombre de los poemas. Empieza el primero diciendo que vive en la calle 48, eso sí lo recuerdo porque empiezo a imaginar en qué parte de la ciudad queda la calle 48. Más adelante, en otro de sus poemas, hace alusión a la soledad. Algo sobre la soledad.

Escucho a los poetas –y digo “escucho” en el sentido más mecánico del término, en el sentido de que las ondas sonoras que emiten alcanzan mis órganos receptores–.  Mientras los escucho pienso que tengo una sordera para la poesía, tal vez incrementada por las condiciones del sonido, tal vez por mi propia sordera general.

No logro escuchar bien lo que dicen. Es como un murmullo en el que de pronto sobresale una que otra palabra: “calle 48”, “soledad”… es lo único que mi memoria y mi percepción del momento logran rescatar.

Me pasa eso con la poesía. Que no logro oír. Y si lo logro no logro recordar. Puedo escuchar una línea, pero en la siguiente ya he olvidado lo que decían en la primera. El sentido me huye diligentemente.

Sigue mi amigo, Andrés, el artífice del encuentro y hace una presentación breve sobre lo que va a leer: un cuento que escribió mientras vivió en la casa Vallejo y trabajaba con pedagogía Waldorf en un instituto que acogía a niños con diferentes condiciones especiales: retardo mental (dice), síndrome de Down, autismo.

A diferencia de sus compañeros lee sin micrófono. A diferencia de sus compañeros lo hace de pie. Declama, hace gestos, se dirige a diferentes sectores del público. 

Lo que lee me gusta. No sé si lo entiendo. Es algo surrealista… Cosas como que aquí no yace quien no existe… Me gustan mucho esas ideas porque creo que tienen relación con el humor que tanto me gusta y que tanto echo de menos en la poesía.  Los poetas parecen a veces siempre tan graves, tan lánguidos cuando dicen sus palabras len–ta–men–te, como saboreándolas, atendiendo a cada inflexión de la voz, a cada sonido. Será por eso que hablan de “La Palabra”, con mayúscula, como lo hacía la poeta de las gafas.

Termina de leer mi amigo. Me gusta. Logro escuchar lo que dice pero no podría decir hasta qué grado puedo “entender”, aunque, he oído, no es ese siempre el fin de la poesía.

Después lee el otro poeta, un señor de ciertos años, de barba –de barba– y pelo largo. Hace muchos juegos de palabras; juega a los diferentes sentidos de las frases, de las palabras, del estilo de: en lo que he sido… enloquecido. Nuevamente tiene cierta cercanía con el humor, con el doble, triple y hasta cuádruple sentido que pueden tener las palabras, las frases. Creo que es un “poeta sonoro”. Su poesía depende mucho de los sonidos.

¿Qué recuerdo de este poeta? Recuerdo que decía sobre la locura y sobre los cátaros. Que hacía muchos juegos de palabras. No recuerdo más.

Allí termina la primera ronda.

Mientras escuchaba a los poetas, a mi mente venían estas palabras: “esta gente está loca”; loca, como decía el último poeta. También pensaba: “están en otra frecuencia”.  

Llego a la casa después del acto poético a contarle Lía. Insisto sobre lo que me genera la  lectura de poesía: una especie de sordera y de frustración. Sé que el lenguaje poético es “encriptado”, como dice Andrés. –Dice que no entiende cómo el poeta lee las confesiones adoloridas de sus poemas y después la gente le aplaude en lugar de confortarlo o ponérsele a la orden para lo que necesite. “Si supieran por lo que uno tuvo que pasar para escribir eso”, dice.

Mi frustración es saber que allí hay un mensaje, hasta del tipo de una revelación, y sentir que no puedo decodificarlo o, como se dice vulgarmente “entenderlo”. Le digo a Andrés que la dificultad para decodificar el mensaje debe ser la razón por la cual la gente aplaude en lugar de mostrar su compasión al poeta, aunque por otra parte se supone que hay que aplaudir cuando alguien, un actor, un músico, o cualquier artista presenta su obra.

Esta mañana pensaba que todo parece tener, o tiene, una faz ridícula. Tal vez el poeta exagera en la expresión de sus sentimientos. “Fue hermoso” repite el poeta, y uno piensa, le pone mucha tiza a eso… sobre todo cuando lo repite más de dos o tres veces. Hay sospecha de cliché. Hay sospecha de pose. Hay sospecha de falta de autenticidad porque se puede ser poeta pero también se es ciudadano de a pie que se encuentra con otro y no le parece “hermoso” sino que simplemente se lo encuentra. Aunque por otro lado, puede ser perfectamente hermoso. El poeta se mueve, a mi juicio, en la cuerda floja entre lo sublime y lo ridículo. Seguro entre eso nos movemos todos.

Después hablo con Andrés. Le digo que mi mente piensa que están locos pero advierto que no se lo digo como un elogio o como una injuria.  Después hablamos del acto poético. Él dice que el acto poético no es leer poesía, que no es solo la lectura o la escritura, y que acaso ni siquiera es eso, sino estar siendo, circunstancia que aumenta el rango del acto poético a casi todo –o a todo–  lo que se haga con cierta conciencia.

Hablamos sobre la dinámica que se genera. Tras mi huida del evento, según me contó Andrés, el grupo se cohesionó: algunas personas, de manera espontánea, leyeron sus poemas, sin saber si lo eran. (Según lo que parece nunca es posible saber si lo que se escribe es un poema o no. “Eso es lo que dice la gente, que escribo poemas, habrá que creerles” dice la poeta de las gafas). Se generó algo, una dinámica grupal, algo que, dice Andrés, va más allá de leer poesía. Suceden cosas de la vida…

Ahí nos encontramos y hasta ahí llega nuestra conversación porque el celular se apaga sin avisar: ¿agotamiento de la batería, contingencia poética, cosas de la vida? No sé.