lunes, 27 de diciembre de 2021

Baldaquio continúa su camino

Como la resultante de las fuerzas motrices le resulta favorable, Baldaquio inicia su camino hacia el parque. Unas cuadras más adelante, sin embargo, llegando al supermercado, disminuye la velocidad de su marcha hasta detenerse. Mira hacia un lado; mira hacia el otro. Observa el entorno, como indeciso. La experiencia no le es extraña. La frecuencia con que se queda clavado en algún sitio de la calle sin que haya poder humano -incluído el suyo propio- que lo mueva, no es escasa.  

Por eso ha aprendido a esperar. No sabe muy bien qué, pero espera. Sin rumbo, sin deseo, sin objeto. Desde afuera parece que alguien lo va a recoger en un carro o que espera un taxi, o que quedó de encontrarse con alguien para ir a una cafetería a conversar o a discutir algún negocio.

Mientras espera, cree reconocer, en una calva que se le acerca por la acera la de un conocido de cuyo campo visual, a fin de evitar el saludo, quiere sustraerse. Utilísimas le resultan las escaleras que conducen a la puerta de un banco porque la calva y su dueño siguen de largo bajo la mirada identificadora de Baldaquio que constata aliviado desde la vista de planta que el tipo no era el que creía. 

Su estado mental es modificado de improviso por el chirrido de los neumáticos de una moto que ha frenado en seco.

Inmediatamente el deseo de que ocurra un accidente le descubre la presencia, hasta entonces oculta, de impulsos y deseos homicidas en su alma.

 y algo se le destraba adentro que le permite. continuar su camino hacia el parque. 

El espacio para perros del parque, una especie de corral propicio para que los canes satisfagan sus necesidades de juego, de excreción, de socialización, de ejercicio.

Uno de los perros, “Titán”, no parece tener otro interés en la vida que matar a los demás. Ha de ser el motivo por el cual su dueña lo saca con bozal y trata de contenerlo con una traílla como la que usan los perros de los ciegos. (Un perro asesino no debería guiar a un ciego) El perro, ladrando furioso, la arrastra como una lancha a un esquiador. Los ojos, inyectados en sangre, parecen invocar las oscuras fuerzas del mal y de la muerte. Tal vez sea el estorbo del bozal lo que hace ineficaces sus invocaciones porque la mujer logra contenerlo.

¡Maldita sea! –imagina Baldaquio que se dice Titán– ¿A qué salir al parque si no puedo matar a nadie?

Los otros perros, en cambio juegan, corren, persiguen pelotas.

Uno blanco, grande y sin correa, esponjoso como una mota de algodón, se dispara hacia el Titán. Sus cuerpos se traban de inmediato en una lucha que a la distancia semeja la rueda del ying y el yang. A mordiscos quieren los perros liberarse la muerte que llevan dentro; Titán, embozalado, se anota la desventaja. Los gritos de la dueña de “Ode”, el perro blanco, llegan al escenario de la pelea. Al poco tiempo llega la dueña que advierte, repite sin cesar el nombre del perro, grita, separa.

Tractor.

En el parque hay también la réplica de un tractor. Papel brillante amarillo rojo naranja lo recubre a manera de pintura.

¿Un tractor? ¡Pero qué!… ¿Cuándo, dónde, a qué horas, en el prolijo repertorio de símbolos e imágenes navideñas aparece el tractor?, ¿un tractor navideño? La mirada de Baldaquio busca otros referentes hasta que alcanza la figura, también de artificio, de un campesino gigante.  

Campesino – tractor – navidad, ahí sí le hace sentido porque los campesinos, no importa que lejanos de los brillos multitudinarios de la ciudad, no importa que distantes del rojo coca–cola de Santa Claus, del glamour de la ciudad, también celebran la navidad; también, tras apearse del tractor, van a la tutaina, a los peces del río, a la nanita nana.   

Las niñas

Los niños, pastilla efervescente en el potaje de la vida... 

Llenas de vida, tres niñas juegan, se persiguen, celebran rápidos acuerdos. Ora suben a la tarima pequeña adornada con muñecos, emblemas y avisos alusivos a la navidad (vivamos en paz, cuidemos los niños); ora bajan los peldaños y tornan a subir. Corren, suben, bajan, repiten.

–¡Juliana! ¡me voy!... –grita, empujando un coche de bebé vacío, una señora.

Juliana es la más pequeña, la que persigue a las más grandes. Tiene a lo sumo tres años, las otras ocho o nueve.

–¡Chao Juliana!... –insiste la señora.

La amenaza del abandono, sin embargo, como técnica de coacción no le funciona en esta ocasión.   

La gente sola

Hay gente que se entretiene sola; así el señor maduro y musculoso y la mujer enjuta de los audífonos. Sentados en las sillas empotradas del parque, el uno contempla sin mirar el celular mientras que la otra canta y baila con las manos una música inaudible. 

Treinta minutos parece ser el tiempo que una persona permanece sola en un parque de manera espontánea: primero se va el anciano fornido. Después la mujer enjuta con sus pantalones de color violeta.  

Se jubila la tarde y las bombillas de la tarima, del tractor y de la estructura gigante de alambre que representa a un campesino se encienden a un mismo tiempo.  

¡Uau! Se iluminan también las niñas tomadas por sorpresa justo cuando miraban a la tarima.

Suben al rato al tractor, diseñado para que puedan subir. Se asoman sobre la supuesta portezuela, obedientes a su madre, que reclama el derecho inalienable a tomarles fotos con el celular.  

La más “papeleta” hace una mueca para la foto.  

A todas estas, sentado al aire libre, quieto, en las sillas de hierro y madera dispuestas por la administración municipal -para que los ciudadanos a los que hace enfurecer con sus iniquidades, omisiones, y negligencias se calmen-, han servido también a Baldaquio. Su ira se ha ido, cansada, a dormir con las sombras del crepúsculo.