sábado, 6 de febrero de 2021

UN DÍA EN LA VIDA SUYA

Usted no durmió bien porque tal vez los del piso de arriba se pasaron la noche tirando alfileres al piso –tiene usted esa hipersensibilidad que cualquier cosa, si es que logra dormirse, lo despierta–, o porque hizo mucho calor o porque simplemente tiene usted esa mala costumbre de no dormir. Más de una vez, cuando dudaba si enojarse cabalmente porque a lo mejor se le espantaba el poco sueño que todavía confiaba tener, una de las neuronas diseñadas para preocuparse, la más hiperactiva, despertó a sus compañeras y las animó a resolver asuntos que no era el momento de resolver:

–A ver, entonces, ¿Cómo vamos a hacer con los gastos del mes, con el arriendo, con el trabajo que quedó pendiente?, ¿Cómo vamos a ajustar esas cuentas para que den, cómo vamos a resolver al fin lo de la tesis de la maestría? recuerden que el asesor dijo que la pregunta de investigación es falsa, o carece de todo interés, no me acuerdo…  

En fin que usted empezó a darle vueltas a las cosas, o mejor las cosas empezaron a darle vueltas como cuando en las caricaturas le dan un palazo a un personaje y unas estrellitas empiezan a girarle alrededor de la cabeza, pero, por fortuna, el murmullo de sus pensamientos, en un momento dado, sin que se diera cuenta le arrulló y se volvió a dormir.

A las tres y cinco de la mañana un “no” apareció en su cabeza; no puede ser, se dijo, porque la vejiga consideró que era un buen momento para descargarse, y usted sabe muy bien que su vejiga no es de las que se aguantan; no quiso que volviera a relajarse como esa vez en que, ya hombre o mujer derecho o derecha, se orinó en la cama y no supo si reír o avergonzarse y le tocó inventar alguna excusa creíble para justificar la volteada del colchón: que hay que cambiarlo de lado cada año, dijo usted cuando se lo preguntaron, fingiendo suficiencia científica.

En resumen, pasó una noche de perros aunque hace mucho que el dicho no le parece veraz porque ha podido constatar, una y otra vez, cómo su perro duerme, sin excepción, todas las noches a baba suelta. Ya quisiera usted dormir como su perro, se dice, que parece tener tan poca necesidad de sueño, que no se molesta cuando despierta, que tiene la fortuna de dormir de día, que nunca parece faltarle ni el sueño ni la vigilia.

Después de apagar el despertador del celular en la mañana durmió cinco minutos más y después de esos cinco minutos otros cinco más y después media hora hasta que llegó el momento preciso de llegar tarde al trabajo si bien su oficina por estos días queda en el comedor y puede llegar, no en tren, automóvil o taxi sino en chanclas, a lo mejor las de su pareja porque por alguna extraña razón no puede encontrar las suyas que, como constatará más tarde, están siempre en su lugar.  

Se levantó como un resorte a sabiendas de lo malo que es eso y sin bañarse y sin cambiarse, se arrastró hasta el computador como lo hacen los zombies, los híbridos humanos o cualquier tipo de monstruo humanoide, con las manos estiradas, haciendo ese sonido que hacen las chanclas que es como una palmada en los talones.

Sin sentarse pero bostezando de la manera menos glamorosa posible, el pelo revuelto como un nido de pájaros, presionó el botón de encendido del computador y tomó el camino a la cocina para hacerse un café. Caminó un poco, estiró las manos, volvió a bostezar e intentó hacer a un lado esos pensamientos difusos de la mañana, tal vez una canción oída en sueños –avisos de publicidad incluidos– o alguna palabra sin sentido como “elefandro”.

Cuando calculó que el café ya estaría listo se dirigió a la cocina para comprobar que no, que no estaba listo porque, una de tres, olvidó echarle el agua, olvidó echarle el café, o en lugar de la cafetera conectó la licuadora, o todo junto.  

Cerciorado o cerciorada esta vez del correcto funcionamiento de la cafetera, se rascó la nalga por debajo de la piyama y escuchó con odio el ominoso taraaaaá de la cortinilla de Windows. Con la decisión de supervisar el fin del proceso del café lo sirvió al final, regó un poco sobre las paredes del pocillo y se sentó en la mesa del comedor sin saber todavía por dónde empezar o continuando el trabajo que no alcanzó a terminar el día anterior a pesar de que se quedó haciéndolo varias horas más del horario laboral, esto quien me lo paga, nadie, refunfuñó, y siguió con su labor.

Como la telereunión de teletrabajo no podía faltar tuvo que arreglarse la cara a sabiendas de que debajo de las pantallas de los asistentes medraban el calzoncillo, el calzón, la piyama rota, a lo mejor el alma rota pero no nos pongamos dramáticos, y observó que todos se fingían una lucidez y una energía que envidiarían el Dalai Lama y el gurú histriónico de los cursos de marketing del Facebook juntos, aunque es cierto que uno de los asistentes de la reunión siempre tiene esa energía –todos sospechan que es un robot conectado al mismo tomacorriente del pc– porque a esa hora habitualmente ya ha trotado, ha hecho pilates (sus pilatunas, dice, en el colmo de la ridiculez), ha ido a la clase de yoga, de inglés y de hebreo y ha barrido y trapeado la casa ¿Este qué mete para tener tanta energía? se preguntan mentalmente todos, y a continuación: no se lo deben aguantar en la casa.

La reunión fue de nuevos problemas, cosas que ya se habían hecho y que había que volver a hacer porque a alguien le pareció a última hora que no estaban bien y usted rezó un rosario de improperios dentro de su mente que tomaron la forma de una sonrisa complaciente en su cara maquillada a la carrera (si usted es mujer o si es un hombre con gustos vanguardistas). Sí, claro, no hay ningún problema, qué más iba a decir. Por lo menos ya tengo chicharrón para el almuerzo, se consoló con una melancólica broma.

Terminada la reunión colgó e hizo el desayuno mientras deseó que alguien lo hubiera preparado y se lo hubiera llevado a la cama antes de todo el voleo.  

Siguió trabajando hasta la hora de almuerzo y otra vez volvió a desear que alguien se lo hubiera preparado. Se demoró una hora haciéndolo, quince minutos comiéndolo y treinta lavando los platos que se resisten a mantenerse limpios y que al parecer, mientras usted no los vigila se ensucian obedeciendo las leyes de una progresión exponencial.

Almorzó y dejó los platos en la poceta sabiendo que a la hora de la comida le iba a tocar lavar, si todavía tenía aliento, las dos tandas. Se lavó los dientes y nuevamente se presentó la hora de una nueva reunión o de seguir con el trabajo que regularmente ambientan el timbre del teléfono, los golpes incesantes de la construcción de al lado, el vendedor de aguacates que a juzgar por su potencia podría promocionarlos desde su propia casa, o la campanilla del whatsapp que anuncia consultas de los compañeros de trabajo o citas extra laborales que tendrá que cumplir –si es que no trabaja los sábados– el sábado  o cualquier otro día de la semana a expensas de su hora de almuerzo.   

Al final de la jornada, que se prolongó, como el día anterior y el anterior al anterior y uno de los días del fin de semana, un poco más, usted se sentó, apagó el computador y entonces ya tuvo tiempo para castigarse por no haber hecho ejercicio, no haber cultivado conocimientos adicionales, leído uno de los diez libros que se supone que tiene que leer al año y no haber desarrollado un nuevo emprendimiento para obtener recursos adicionales como el compañero de los pilates que además de trabajar en la empresa tiene dos negocios por internet y es voluntario en la perrera municipal.

Volvió a hacer la comida, comió, revisó el celular, rió con los memes y los videos de rigor, consultó su suerte a las estrellas, a los signos zodiacales, a los ángeles, conversó un rato, lavó los platos, lavó la ropa, sacó la basura, le dio comida al perro –que no había sacado a pasear y se la pasó todo el día aruñando la puerta–, y se dijo que ahora sí iba a dormir, deseo frustrado por el paradójico exceso de cansancio que suele impedírselo.

Intentando más tarde quitar una arruga de la sábana de la cama, al fin, se desmayó o creyó desmayarse y ahora duerme, no se sabe si plácidamente, pero duerme al fin y al cabo.

Lo único que va a diferenciar esta noche de las otras es que esta vez al escuchar el taconeo de la vecina de arriba, va a abrir el cajón del nochero, va a sacar el revólver que compró en la prendería y se va a dirigir con él, arrastrando los pies, hacia la puerta de salida.