miércoles, 11 de diciembre de 2019

LA MÁQUINA

Cuando sacaron la máquina de la caja no le vieron ningún recipiente para echar aceite; tampoco nada parecido a una superficie generadora de calor. La máquina constaba de un tubo –similar al de un órgano de iglesia– que iba conectado a una base cónica parecida a la de una licuadora y que tenía un tablero con botones de colores.  


Al ver que no era lo que esperaban se dispusieron a guardarla de nuevo, pero el hijo mayor, curioso de temperamento, pidió que lo dejaran accionarla para ver qué era lo que hacía. Concedido el permiso, conectó el cable a la corriente y después presionó el botón que, según el dibujo, encendía la máquina.

Lo único que parecía hacer la máquina era un sonido que no supieron si era porque tenía una falla o era el que, hiciera lo que hiciera la máquina, le correspondía. Casi al mismo tiempo escucharon un sonido similar que provenía, no de la máquina, sino de la boca del niño pequeño de la casa. Tardaron una fracción de segundo en reconocer el sonido: era el de una carcajada.

Un poco desconcertados volvieron a leer –esta vez bien–, las instrucciones de la caja, y entonces lo entendieron: la máquina no era una máquina Freidora. Era una máquina reidora.

Conocido el propósito de la máquina cayeron en cuenta de que el niño, que casi no se reía, lo había hecho. Para constatar la relación causa–efecto volvieron a accionar la máquina y el niño se volvió a reír. Hasta el papá, que era un tipo muy serio, al ver reír a su hijo, no pudo evitar hacer lo mismo y la máquina se ganó la aprobación de la familia. Ahora el hijo mayor tuvo vía libre para explorar sus posibilidades: unas veces variaba –pues la máquina permitía hacerlo– la  intensidad, otras veces la frecuencia y otras el tono, con lo que logró obtener una notable variedad de risas que a su vez hicieron reír a la familia.

La máquina también tenía un programa para a imitar el tono, la intensidad, y las oscilaciones de las risas que escuchaba. Cuando estaba encendida costaba trabajo diferenciar si se trataba de las risas artificiales o de las de sus dueños.

Decidieron –como recomendaba el manual– dejar la máquina encendida todo el día como quien pone un ambientador, pero en este caso no de olores sino de risas.

Se les volvió costumbre dejar la máquina encendida todo el día de modo que entre las risas programadas y las que la máquina aprendía, en la casa se escuchaban risas frecuentes sin que se supiera con precisión si eran las de los miembros de la familia o las de la máquina. A veces eran unas, a veces otras y a veces ambas; así que por efecto de la máquina, esa gente, que antes era reconocida en el barrio por su gravedad y seriedad, se volvió tan risueña que los vecinos se atrevieron a tocar la puerta para saber qué pasaba, qué era lo que hacían, por qué tanta risa.

Los de la casa, que se habían convertido en personas de buen humor, los invitaban a pasar y los vecinos la pasaban muy bien. Al salir, sin embargo, por falta de costumbre, cuando volvían a sus casas, se olvidaban de reír así que las nuevas máquinas no se hicieron esperar y desde entonces se oyen constantemente risas en el barrio a pesar de que las máquinas se fueron dañando paulatinamente y nunca fueron arregladas ni reemplazadas.

viernes, 4 de octubre de 2019

EL ARTISTA

El tipo, impecablemente vestido, está en su casa. El humo del tabaco asciende sinuoso por las vigas del techo. Toma un whisky. Mira por la ventana: los pájaros, las pequeñas flores amarillas que caen como hélices de los árboles.

¡Púmmmmmmm!… una explosión. Los vidrios de la ventana se quiebran, las porcelanas caen de las mesa del café, la lámpara de lágrimas oscila en el techo. El tipo baja las escaleras lentamente (está en el segundo piso). Abre la puerta de calle y se asoma. El humo negro y denso no deja ver qué ha explotado aunque sí deja oír los gritos de la gente, los murmullos, las conversaciones, las sirenas de las ambulancias y de la policía que se acercan desde lo lejos.

¡Bum! otra explosión, menos grande que la primera, y vuelan tejas, esquirlas de aluminio de las canaletas de un techo; huele a polvo, a sustancias químicas indefinibles. Un trozo de vidrio ha ido a dar a la pierna de una mujer que lanza gemidos de dolor.

Cuando el humo se disipa deja a la vista los restos de la casa del empresario de la multinacional.

Que no había nadie en la casa, informa un rescatista y se susurra que la explosión, demasiado uniforme para tratarse del caño del gas abierto o de un corto circuito, puede ser el producto de una venganza, de un chantaje, de alguien que ha querido enviar un mensaje de amenaza, de protesta, de reivindicación, pero el autor parece haber calculado el momento poco frecuente en que la casa estuviera vacía. No es un asesino.  

-¿Se encuentra bien? Le preguntan los bomberos que interpretan su indiferencia como efecto de un shock emocional porque contempla el cuadro como si fuera eso, un cuadro, un cuadro en una galería porque parecen no importarle los daños, el dolor ajeno, el ruido, el gesto, el despliegue vigoroso de los rescatistas, las pesquisas cuidadosas de los policías, las preguntas, las libretas, las cámaras de televisión…

-Señor ¿qué ha sucedido?…

No responde. Le vuelven a atribuir un shock y esta vez llaman a los paramédicos que lo recuestan en una camilla. Sigue sin hablar. Se lo llevan, se deja llevar, le examinan las pupilas, mi nombre es Carlos, cuántos dedos ve, cuál es su nombre… Sigue sin responder. Lo dejan acostado en la camilla provisionalmente esperando a que reaccione, hay otras personas que atender.

Al final de la tarde, excepto por la casa destruida, todo vuelve a la normalidad. Le quedan algunas partes inalteradas, un pedazo de cocina, los baños -el sanitario del empresario más poderoso de la ciudad, descubierto, como cualquier baño miserable de barrio pobre-, los cordones de la policía. El silencio retorna. La calma.  

Al mediodía del día siguiente los albañiles, los vidrieros y los pintores han restaurado la casa del tipo que vuelve a estar impecable. En la biblioteca del segundo piso suena música clásica, Brahms tal vez. El tipo enciende un tabaco, se sirve un whisky, contempla por la ventana los árboles, las pequeñas flores amarillas que caen como hélices, los pájaros…

¡Buuuum! Algo explota. 

EL GATO



De vez en cuando, a diferencia de los niños que le prodigan arrumacos violentos y de los visitantes citadinos que le dedican gestos hiperbólicos de devoción dirigidos a un lente real o imaginario, el tipo le soba un par de veces la cabeza al gato, masculla un sonido gutural y sigue su camino.

En las noches, probablemente en busca de roedores, el gato trepa al techo y con ruido notorio, desacomoda las tejas de la casa. El dueño de casa, a medias dormido, a medias despierto, se promete que al día siguiente va a tomar cartas en el asunto. Pero ¿qué puede hacer? ¿regañarlo?, ¿dedicarle un discurso? ¿golpearlo? No puede decir que el gato, aparecido un día cualquiera, sea suyo. De todos modos los gatos no tienen dueño ni obedecen órdenes. ¿Matarlo? no es para tanto; además, el gato controla la población ratonil. El tipo se da vuelta en la cama sabiendo que no va a hacer nada, que el gato va a seguir trepando al tejado cuando quiera y que cada tanto, cuando llueva, cuando las goteras, va a subirse al techo y maldecirlo.

Un día el gato desaparece. El tipo intuye que una misión suprahumana o suprafelina ha sido cumplida y que es menester que el gato desparrame tejas en otro lugar. Ha sido una pérdida limpia y sin dolor, aunque en las noches el tipo sigue despertándose a constatar el silencio de las tejas y vuelve al sueño sin soñar con el gato ni con nada que se le parezca.  

lunes, 26 de agosto de 2019

EL VENDEDOR

-Una aspiradora? Pero señor! ya no se venden cosas puerta a puerta!
-Y por qué?
-Pues...  la gente está más ocupada y pasa menos tiempo en su casa; muy pocos tienen empleada doméstica y si la tienen no le autorizan hacer compras. Además, ya casi nadie usa tapetes, y en cuanto a la seguridad... oh! Déjeme decirle! La seguridad... o mejor, la inseguridad!... Si yo le estoy atendiendo en la puerta de mi casa es porque llevo un revólver conmigo y nunca dudo en usarlo cuando alguien quiere hacerme daño. Pero es evidente que usted no tiene intenciones, yo sé reconocer cuando alguien quiere hacerme daño...  Usted, usted... parece un tipo que se ha montado o que lo han montado (sin que usted se diera cuenta) en una máquina del tiempo y ahora, inocentemente, quiere seguir haciendo su trabajo como lo hacía en su época, en la que se vendían aspiradoras, biblias y enciclopedias puerta a puerta.

El tipo, realmente preocupado, se preguntó qué iba a ser de él en un mundo sin aspiradoras, sin enciclopedias, sin biblias puerta a puerta. Se despidió cabizbajo, dando la espalda a su imposible comprador para iniciar una lánguida e incierta caminata hacia ningún lado. Un par de pasos más adelante se detuvo, los ojos iluminados por un brillo fortuito. Se metió el tubo de la aspiradora por dentro de la pretina del pantalón, caminó un par de pasos más, se dio vuelta rápidamente y sacó el tubo del pantalón apuntándole con él al tipo de la puerta quien, curtido en duelos del siglo XXI, desenfundó el treinta y ocho y lo vació completo en el cuerpo del vendedor. Un par de balas lograron colarse por el tubo de la aspiradora apagada.

domingo, 3 de febrero de 2019

Piscina

El reflejo del edificio en el agua de la piscina, invertido. El edificio se contrae y se expande así como sus habitantes, seres de una visión de pesadilla, de traba, de delirio alucinante y el mismo pertrecho de pájaros, de nubes, la misma cosa azul en el cielo.

Los pájaros que bajan como aviones a tomar buches de la piscina.

Una mariposa liviana.

Dos o tres aviones de vuelo cómico y cauchudo reflejados en las piscinas.

Los inefables gallinazos como cuchillas en el cielo.

La vulgaridad de una pelea en la televisión.

El olor fuerte de inmundicias y jabones.

El viento que limpia, que aleja los malos espíritus.