martes, 16 de junio de 2020

EL DÍA


Unas veces hacía su aparición disfrazado con atuendos absurdos, otras veces fingiendo escenas de películas, otras, haciendo malabares. Para Joey, para Katherin y para Carmen se había convertido en un ritual esperar a Robert en el bar y verlo llegar con esos números circenses improvisados. 

Sin embargo, cuando apareció con el ramo de rosas en la mano y el sombrero de mago, Carmen entendió que esta vez el show del día era solo una fachada; que las rosas eran para ella. Por eso su perversa sonrisa de triunfo. Después de tantas sutiles insinuaciones –como la de descalzarse en el bar–, Robert había sucumbido a sus encantos latinos. Lo que venía adelante, lo conocía bien: Robert le pediría que abandonaran el lugar con alguna excusa, irían a su apartamento y pasarían una salvaje noche de pasión. 

Lo de Katherin era un poco más platónico. Hacía mucho tiempo que estaba secretamente enamorada de Robert sin que éste hubiera dado jamás una mínima muestra de interés. Recordó la infinidad de veces que había mencionado su gusto por las rosas, especialmente por las rojas. Las flores, sin duda, eran para ella.
Lo miraba y suspiraba. Evidentemente Robert era de los que se tomaba su tiempo, cosa que para ella, chica de tradiciones, estaba muy bien, pero el tiempo de espera, se decía Katherin, había terminado.

A Joey, por su parte, el truco de magia de la flores le recordó su tiempo de secundaria, el castigo en el que habían aprendido, de una revista, a hacer el truco. Esperaba celebrar con una risa el desenlace del viejo y gastado truco, ignorando que las rosas eran para él porque Robert se había decidido a declararle su amor -guardado en secreto desde la secundaria- y que esperaba consumar, después del bar, con una salvaje noche de pasión.

EL ELEGIDO


–No sé… serían algo así como las tres de la mañana... Me desperté y sentí una extraña necesidad de sentarme a escribir…

Aunque solo le había sucedido una vez había decidido consultar al psiquiatra. Y, no es que se creyera loco, claro que no, pero las historias de locura en su familia, aunque remotas, no dejaban de causarle alguna inquietud. Si en la política era conveniente ganar tiempo no veía por qué no lo fuera en cuestiones de salud mental.

–¿Algún informe pendiente, algún proyecto de ley, un artículo, un libro? –dijo el psiquiatra.

–¡Oh no, no! ¡para nada! Detesto escribir. Le digo que sentía que tenía que escribir, como si una fuerza… algo… no muy fuerte pero tampoco fácil de dominar ¿entiende?... una fuerza me obligaba a permanecer sentado hasta escribir…
»“Idiota”…

–¿Qué dice?

–Digo que “Idiota” fue lo que escribí después de treinta minutos de espera. Después sentí, ¡por fin!, que esa misma fuerza que me había obligado a escribir, me liberaba.

–¿Ha estado bajo presión últimamente… algún tipo de estrés...?  

–¡Siempre hay presión y estrés doctor! ¡Soy senador del Parlamento de los Estados Unidos! ¿Lo olvida?... Si supiera las cosas con las que tengo que lidiar, las responsabilidades que recaen sobre mis hombros... ¡Claro que hay presión, doctor!, ¡pero ese es mi trabajo!... –y después un poco más calmado–: Perdone, pero no creo que se trate de presión o de estrés. Debe ser otra cosa, no sé… algo más… 

–Es probable –continuó el psiquiatra– que esté usted autorreprochandose algún tipo de transgresión, alguna omisión… no del todo consciente, por supuesto…

El senador guardó silencio un par de segundos en los que, como hombre de poder descartó cualquier hipótesis, por ínfima que fuera, alusiva a la locura. Algunos borrosos antecedentes de locura en la familia –se reafirmó– no eran suficientes. Si llegó a dudar de su cordura había sido tal vez por encontrarse en un estado de somnolencia. Por otra parte, ¿quién no tenía algún caso de locura en la familia? Si esa circunstancia determinara la cordura no habría nadie cuerdo en el mundo. No. Estaba seguro de que su salud mental era la de un roble, inclusive mucho mayor que la del promedio ¡era un senador de la república por Dios!... y se despidió del psiquiatra con un gesto diplomático y displicente.

Tal vez el asunto hubiera terminado allí si la experiencia no hubiera seguido repitiéndose, si después de la noche “idiota”, no hubiera venido otra “imbécil” y después otra “ridículo”...

Era extraño. Su razón le decía, cuando escribía en sus nocturnas sesiones involuntarias, que lo escrito le era ajeno, que no tenía nada que ver con él, y sin embargo, si atendía con más cuidado sus reacciones sentía que la cualidad de lo escrito se le transmitía. Así se sentía ridículo, o según el caso, idiota o imbécil.
Para acabar de ajustar –algo que había callado al psiquiatra–, algunas noches tenía sueños mucho más confusos que los sueños habituales: luces, formas, sensaciones imposibles de definir. Al día siguiente, a punto de llenar el vaso con jugo de naranja, la palabra “extraterrestre” apareció en su mente.

Más tarde, en una reunión de su despacho, miró por la ventana y le pareció ver un brillo especial en el cielo, no demasiado intenso y sin embargo diferente, imposible también de explicar. El documental sobre el caso Roswell que había visto en la televisión la noche anterior lo había hecho pensar en nuevas hipótesis. En el gobierno siempre se hablaba a medias sobre la existencia de alienígenas, pruebas…

Fue su asesor más cercano quien lo conectó con Starks, el científico que se presentó a su casa arrastrando una maleta de viajero.

–Y… –le preguntó Starks una vez sentado en el sillón de la sala– ¿ha estado bajo mucha presión últimamente?

–¿Usted también? –respondió el senador con un tono de evidente desagrado.

–¿Qué?

–Digo… –respiró el senador–, ¿usted también es psiquiatra?

–Oh, no, claro que no, corrigió Starks, pero no hay que ser psiquiatra para saber que la hipótesis “extraterrestre” es bastante común en los delirios paranoicos. La policía existe, sabe, y sin embargo, hay quienes juran que les persigue… Pero no he venido a cuestionar su salud mental; no es esa mi ciencia.

Sin duda esa última declaración del científico le dio al senador la confianza para contarle a Starks mucho más que al psiquiatra:

–Estoy seguro de que no es algo mental, ¿sabe? Me siento y que estoy perfectamente bien. Creo que precisamente es por eso es que… es decir…  

–¿Qué?

–Intuyo que he sido… elegido.
»Y no me refiero solamente a los millones de ciudadanos que confiaron en mis capacidades para que vele por su bienestar y por sus intereses. Siento que mi destino ha sido marcado para procurar grandes transformaciones.

»Los extraterrestres. Sí. Ahora estoy convencido de que se trata de extraterrestres. Estoy seguro… no buscarían a alguien… cómo decirlo… a… un humano promedio… para algo tan crucial como las relaciones interplanetarias. He sido –seguro lo sabe–, canciller y ministro de asuntos exteriores ¿A quién si no a un diplomático iban a buscar los extraterrestres?… Sabía que estaba destinado para algo importante y sentía que no bastaba con ser senador; sabía que mi luz estaba destinada a iluminar asuntos mucho más grandes…

Como respuesta al improvisado discurso, Starks extrajo de su maleta un pequeño dispositivo que conectó al computador del senador y que con un “bip” señaló su correcto funcionamiento. En caso de algún tipo de intrusión –explicó–  se encenderá y registrará la actividad y, si estamos de suerte, su fuente. Acto seguido, sacó otro dispositivo del que emergían, como tentáculos, varios electrodos que empezó a instalar sin ninguna advertencia en la cabeza del senador. Si los humanos pueden hackear cerebros informáticos –dijo, celebrando previamente el final de la frase–, ¿por qué no podrían los extraterrestres hackear cerebros diplomáticos?...  

Los aparatos, sin embargo, permanecieron indiferentes. Nada nuevo sucedió esa noche, ni la noche siguiente. Ni los extraños fenómenos oníricos, ni las vigilias mecanográficas antes del amanecer, ni brillos acentuados en el cielo, nada. La semana siguiente, sin embargo, el senador escribió, tres y veinte de la mañana, en la pantalla de su computador un “Tenemos un mensaje para ustedes…”, esta vez tan claro, tan ajeno a su propia mente, que tomó el teléfono y llamó de inmediato a Starks.

–Espero que valga la pena –dijo cuando el senador le abrió la puerta.

Los ojos del científico parecieron hacer “bip” cuando leyó la información de los aparatos. Sí que había valido la pena despertarse y conducir los casi veinte kilómetros hasta la casa del senador. Evidentemente se trataba de una actividad inusual en el cerebro del senador, un comportamiento –dijo, con un leve temblor en los labios– que habría que estudiar, pero que sin duda correspondía a una actividad inusual y –que el supiera– sin antecedentes en un cerebro humano.  

Mientras revisaba los aparatos escuchó un nuevo teclear del senador que entonces había vuelto a sentarse en el escritorio. Se dio vuelta y leyó:

Ustedes… Sí ustedes, señor senador, señor Starks…, que piensan que los extraterrestres no tenemos más oficio que ocuparnos de lo que sucede en la tierra; ustedes, que están convencidos ¡siempre tan geocéntricos! de que todo gira alrededor de su especie y de su planeta, que suponen que las únicas comunicaciones extraterrestres están destinadas a ayudarlos o por el contrario a destruirlos, a robarlos, a invadirlos… ¡lo único que hacen es proyectar su propia naturaleza en nosotros!

Nunca se les pasa por la cabeza, –lo sabemos porque podemos saber qué pasa por sus cabezas–, que nuestro verdadero propósito sea el que hemos estado llevando a cabo: divertirnos a su costa.
Si quieren saber cómo –sabemos que su curiosidad es insaciable–  es algo similar a sus “teleconferencias”. Uno de nosotros escribe algo pero no directamente a su interlocutor, sino a través del ser humano con el que se comunica telepáticamente, aunque la conexión con el ser humano, dado su grado bajo de evolución, es bastante lenta.

Esto es, por supuesto, un juego, una especie de juego ¿cómo le llamarían ustedes? “retro”. Nos hace gracia ver cómo podemos transmitir ciertas emociones o comportamientos a ustedes y que ustedes, confundidos, neuróticos e inconscientes, no saben si eso que sienten les pertenece o no…

En cuanto a sus sueños, senador, a veces nos quedamos, por descuido, conectados a la mente del humano y cuando este duerme percibe extrañas entidades, incomprensibles para él. Siempre es hilarante (¡sí, también tenemos la risa!) ver sus reacciones a nuestra pornografía, a nuestras bromas ¡Es desopilante verlos ir al psiquiatra! ¡Ja! ¡al psiquiatra!... 

Si usted, senador, intuyó acertadamente nuestra intervención fue porque uno de nosotros penetró en su mente con un poco más intensidad, –un caso que sucede a veces por algún tipo de debilidad mental del receptor o por una mayor potencia en la señal del emisor, o ambas, no quisiéramos decirle cuál de los casos fue este.

Y sí, había sido usted elegido, el diplomático y senador del honorable Congreso de los Estados Unidos de América, elegido para un juego.

Después de un largo silencio, de muchas emociones encontradas, el primero en reaccionar fue el científico:

– ¿Se imagina lo que esto puede significar?... ¡el primer contacto demostrable! ¡Lo tengo todo sus encefalogramas! ¡La actividad de su red digital!... ¡tenemos pruebas! ¡Pruebas fehacientes!...

–Pruebas de qué –Preguntó el senador.

–¿Pruebas de qué?- –Se quedó otra vez estupefacto Starks… pruebas de…

–De nada. Completó el senador.