miércoles, 8 de agosto de 2018

LOS HÁBITOS Y EL ARTE

Al menos un hábito tengo en la vida. Bueno, tal vez más, pero quizá el más sagrado sea el de lavar los calzoncillos mientras me ducho. No es un hábito antiguo. Es relativamente reciente pero ha logrado arraigarse. Que se necesitan veintiún días para fijar un hábito, dicen.

Es una de mis felicidades ver que, sin importar las condiciones –si estoy triste, aburrido, contento, si estoy somnoliento–, el hábito siempre se verifica. Algunas veces pienso –por una fracción de segundo– en la posibilidad de obviarlo o aplazarlo, para bañarme más rápido si estoy de afán, o por pura y simple rebeldía; por esa tendencia que tenemos a decir ¡qué va,! por ese placer de desdeñar la costumbre o la ley y decir ¡Ah, hoy no voy a hacer esto!... Pero siempre termino lavándolos. Es lo que llaman la fuerza del hábito: dejar de hacerlo no es nada grave, pero es algo que simplemente se hace, tal vez porque uno no quiere dañar un récord.

Después de lavarlos los cuelgo en un tendedero, una estructura de varillas, fija en la pared, que se extiende y encoge como un acordeón y que vista desde arriba se ve más o menos así: IIIII. Pero no los cuelgo de cada varilla individual, doblegados, como si hubieran quedado exhaustos y vencidos a medio camino de pasar una barda, sino de tal manera que hacen un puente entre varilla y varilla. El aire circula con más facilidad entre sus fibras y se secan más rápido.

Cuando hay varios, unos cinco o seis -tengo uno para cada día-, me detengo a contemplarlos: parecen leopardos perezosos, las patas colgando, acostados en la rama gruesa de un árbol ¡Me parece tan bonita mi simple y diaria obra de arte!...