Al menos un hábito tengo en la
vida. Bueno, tal vez más, pero quizá el más sagrado sea el de lavar los
calzoncillos mientras me ducho. No es un hábito antiguo. Es relativamente
reciente pero ha logrado arraigarse. Que se necesitan veintiún días para fijar
un hábito, dicen.
Es una de mis felicidades ver
que, sin importar las condiciones –si estoy triste, aburrido, contento, si
estoy somnoliento–, el hábito siempre se verifica. Algunas veces pienso –por
una fracción de segundo– en la posibilidad de obviarlo o aplazarlo, para
bañarme más rápido si estoy de afán, o por pura y simple rebeldía; por esa
tendencia que tenemos a decir ¡qué va,! por ese placer de desdeñar la costumbre
o la ley y decir ¡Ah, hoy no voy a hacer esto!... Pero siempre termino
lavándolos. Es lo que llaman la fuerza del hábito: dejar de hacerlo no es nada
grave, pero es algo que simplemente se hace, tal vez porque uno no quiere dañar
un récord.
Después de lavarlos los cuelgo en
un tendedero, una estructura de varillas, fija en la pared, que se extiende y
encoge como un acordeón y que vista desde arriba se ve más o menos así: IIIII. Pero no los cuelgo de cada
varilla individual, doblegados, como si hubieran quedado exhaustos y vencidos a
medio camino de pasar una barda, sino de tal manera que hacen un puente entre
varilla y varilla. El aire circula con más facilidad entre sus fibras y se secan
más rápido.
Cuando hay varios, unos cinco o seis -tengo uno para cada día-, me detengo a contemplarlos: parecen leopardos perezosos, las patas colgando, acostados en la rama gruesa de un árbol ¡Me parece tan bonita mi simple y diaria obra de arte!...