El tipo, impecablemente vestido, está
en su casa. El humo del tabaco asciende sinuoso por las vigas del techo. Toma un
whisky. Mira por la ventana: los pájaros, las pequeñas flores amarillas que
caen como hélices de los árboles.
¡Púmmmmmmm!… una explosión. Los
vidrios de la ventana se quiebran, las porcelanas caen de las mesa del café, la
lámpara de lágrimas oscila en el techo. El tipo baja las escaleras lentamente (está
en el segundo piso). Abre la puerta de calle y se asoma. El humo negro y denso
no deja ver qué ha explotado aunque sí deja oír los gritos de la gente, los
murmullos, las conversaciones, las sirenas de las ambulancias y de la policía que
se acercan desde lo lejos.
¡Bum! otra explosión, menos
grande que la primera, y vuelan tejas, esquirlas de aluminio de las canaletas
de un techo; huele a polvo, a sustancias químicas indefinibles. Un trozo de
vidrio ha ido a dar a la pierna de una mujer que lanza gemidos de dolor.
Cuando el humo se disipa deja a
la vista los restos de la casa del empresario de la multinacional.
Que no había nadie en la casa, informa
un rescatista y se susurra que la explosión, demasiado uniforme para tratarse
del caño del gas abierto o de un corto circuito, puede ser el producto de una venganza,
de un chantaje, de alguien que ha querido enviar un mensaje de amenaza, de protesta,
de reivindicación, pero el autor parece haber calculado el momento poco
frecuente en que la casa estuviera vacía. No es un asesino.
-¿Se encuentra bien? Le preguntan
los bomberos que interpretan su indiferencia como efecto de un shock emocional
porque contempla el cuadro como si fuera eso, un cuadro, un cuadro en una
galería porque parecen no importarle los daños, el dolor ajeno, el ruido, el
gesto, el despliegue vigoroso de los rescatistas, las pesquisas cuidadosas de
los policías, las preguntas, las libretas, las cámaras de televisión…
-Señor ¿qué ha sucedido?…
No responde. Le vuelven a
atribuir un shock y esta vez llaman a los paramédicos que lo recuestan en una
camilla. Sigue sin hablar. Se lo llevan, se deja llevar, le examinan las
pupilas, mi nombre es Carlos, cuántos dedos ve, cuál es su nombre… Sigue sin
responder. Lo dejan acostado en la camilla provisionalmente esperando a que
reaccione, hay otras personas que atender.
Al final de la tarde, excepto por
la casa destruida, todo vuelve a la normalidad. Le quedan algunas partes inalteradas,
un pedazo de cocina, los baños -el sanitario del empresario más poderoso de la
ciudad, descubierto, como cualquier baño miserable de barrio pobre-, los
cordones de la policía. El silencio retorna. La calma.
Al mediodía del día siguiente los
albañiles, los vidrieros y los pintores han restaurado la casa del tipo que vuelve
a estar impecable. En la biblioteca del segundo piso suena música clásica,
Brahms tal vez. El tipo enciende un tabaco, se sirve un whisky, contempla por
la ventana los árboles, las pequeñas flores amarillas que caen como hélices,
los pájaros…