miércoles, 9 de mayo de 2018

MARTÍNEZ


Era “querido” desde Pedrito, desde que jugaba con piedras, bichos y esqueletos de bichos. Su apellido, Martínez, parecía predestinarlo a ser oficinista: Martínez, como los ángulos filosos de un escritorio notarial. Su padre, un Martínez que combinaba a la perfección con muebles viejos, antiparras y maletines no parecía guardar nada de la secreta etimología de su apellido: Marte, dios de la guerra, Martillo, herramienta contundente. Martínez, llamado por su apellido y subordinado.
Martínez podía generar cariño o indiferencia pero nunca, jamás, odio. Ni podía esperarse que él mismo lo experimentara hacia alguien. Martínez era un buenazo; bien peinado, cumplidor de su deber, el tipo de persona que nunca se sale de la raya, que nunca cae en los extremos...
Por eso sorprendió la súbita locura de Martínez. A nadie le cabía en la cabeza como es que había dado en un comportamiento “tan poco Martínez” como ponerse a bailar de súbito, sin orden ni concierto, nunca mejor dicho, al principio, de manera casi imperceptible hasta para él mismo, un pie zapateando debajo del escritorio, y de pronto el talón alternado con la punta, y unos movimientos sutilísimos del cuello que se sumaban al zapateo, al principio silencioso pero cada vez más decidido y más cadente, los labios con el aire una suavísima percusión, los dedos soltándose de la máquina de escribir para apoyarse en la mesa y en un solo movimiento poniéndose de pie para dar algunos pasos, todavía muy Martínez, confundibles con un breve y justificado desplazamiento en busca de un folio, una fotocopia un dato… hasta que la señora vieja de bolso y pelo morado que hacía fila para un trámite de sucesión no pudo negarse a la mano que se le extendía pidiéndole bailar una pieza inaudible, al menos fuera de la cabeza de Pedro Martínez, Aunque, de todos modos no puede asegurarse que los tangos cantados hace miles de años no vivan en el ambiente porque nada realmente se agota (aunque después de un rato la señora sí) o que los teclazos de las máquinas no marcaran un ritmo disimulado, clandestino al que Pedro obedecía mientras guiaba a la señora, ya entregada, por entre los escritorios de sus colegas, rompiendo la fila de autenticaciones, de escrituras públicas, y haciendo torcer el camino a la empleada de oficios varios que trapeaba para entonces el piso. 
Ese podría haber sido un hecho aislado, anecdótico, que hubiera pasado desapercibido si no es que Pedro hubiera seguido con relativa frecuencia interrumpiendo sus labores con los folios para pararse y dar unos pasos, algunas veces de tango como aquella vez, y otras veces de bailes exóticos como la Matruschka rusa, la Salsa caribeña y hasta unos movimientos de Ballet.

En la cabeza de Martínez apareció este pensamiento involuntario: «Voy a dar vueltas como un loco que espera en la sala de un psiquiatra» y se puso piernas a la obra: caminaba en círculos pequeños cuyo radio iba ampliando paulatinamente logrando espirales; cuando la espiral se encontraba con las sillas y las paredes de la sala de espera, se desplazaba en línea recta, cambiaba su centro y empezaba a describir nuevas espirales. Otras veces se limitaba al círculo. Iba de la espiral al círculo. Las suelas de caucho chirreaban en el piso recién encerado. Después de unos minutos sacudió la cabeza como sacudiéndose un estado mental y volvió a su sitio junto a la señora de mirada paralítica y al señor (o señora) con traje, corbata y maletín que rebotaba las piernas en el piso, miraba el reloj, tomaba y dejaba una revista y volvía a mirar el reloj.
Por su parte Pedro ojea una revista vieja, imagina la entrevista,
Yo no quiero contradecirlo doctor… –el psiquiatra en cuestión es Pedro Andersen– Martínez estaría dispuesto a reconocer que si el doctor Andersen dijera que estaba loco entonces era porque estaba loco, no sería capaz de discutirle al doctor con todo su conocimiento sobre un tema que él apenas ha pensado ocasionalmente y sin duda no a causa de los sucesos recientes en la notaría.  Pero si me lo pregunta.
–si no se trata de eso Pedro, puedo llamarlo Pedro? Sabe disocia. ¿disocia qué? Pedro no sabe qué significa disociar, desconoce la jerga, tanto como el doctor desconoce la jerga de las notarías… tal y tal, y las certificaciones, jerga de notaría.
No hombre, quiere decirle Pedro, pero no quiere traspasar las fronteras de la abstinencia técnica, le ha caído, como a la mayoría de gente, bien al doctor si no se trata de eso Pedro a veces lo que pasa es que mínimamente … cómo decirlo… un tipo que trabaja como usted en una notaría y de pronto… se pone a baila…
– ¿A qué doctor?.
–A bailar…
–¿Bailar?,
No tenía idea de que esto le sucedía. Sí, era cierto que una vez recuperaba su estado normal sacudía la cabeza sentía que algo había pasado pero era incapaz de decir qué, una sensación, y la constatación aunque no sin cierta duda de que sus colegas y los clientes de la notaría lo miraban con cierta extrañeza mal disimulada. Pero Pedro no tenía, no sabe si es que le parecía o que efectivamente la gente lo miraba. De todos modos la gente se encontraba haciendo y tenía la necesidad de hacer sus trámites y tampoco quiere ser demasiado explícita, la conducta social ante quien realiza un acto socialmente inapropiado o poco común.  Pedro no sabía si realmente lo estaban mirando o al él le parecía. Sí podía constatar la aceleración del ritmo de su corazón y el sudor como si hubiera corrido un par de cuadras, y cierta difusa sensación de haber sentido algo bueno, como cuando unos está contento y no sabe por qué es que está contento, sabe que hay un motivo pero no puede recordarlo….
–¿Bailar doctor? ¿A qué se refiere usted?…
–En la notaría, ¿no lo recuerda?
Pedro se ve sorprendido y alcanza a pensar que se trata de una broma de sus compañeros de la oficina aunque él no es tipo de ese tipo de confianzas y por lo tanto no muy dado a las burlas, a las chanzas, a ese tipo de cosas. Se diría que pedro Martínez desconoce el humor porque el humor tiene una algo de irrespetuoso, de mala educación… sin ser demasiado rígido Martínez… pero descarta la posibilidad, no es de bromas con sus compañeros y de todos modos sus compañeros son personas, la mayoría mucho más adultos que él, una señora, Gladis, de esas de gafas con estilo gatúbelo y un collarín pegado a las gafas que paulatinamente ha ido cogiendo el mismo olor de la notaría, una mezcla de madera vieja, perfume y cigarrillo porque intenta, sin éxito, tapar el perfume con el olor a los cigarrillos de los descansos un perfume de persona de mayor edad,  y está todavía Bertulfo, un funcionario que trabaja en la notaría desde que se abrió y que era compañero de su padre, no, no creía que podría tratarse de una broma de sus compañeros, y menos del señor notario que vivía bastante ocupado y que no era del estilo de intimar con sus subalternos más de lo necesario y mucho menos de permitirse la intimidad de hacer un a broma. Pedro está convencido de que no se trata de una broma ni de un programa de esos de la televisión en los que hay una cámara escondida… piensa entonces que efectivamente le ha pasado algo, el doctor se ve suficientemente serio como para estarle haciendo una broma…
¿Bailar?... pero qué cosa tan extraña si pedro Martínez nunca ha bailado. Nunca bailó en las fiestas de su juventud. Su sentido de la armonía y el orden no le permitían exponerse a bailar porque lo había intentado y cada una de su piernas parecía tener autonomía individual así que había abandonado la intención de hacerlo sin ningún tipo de violencia, simplemente con la aceptación de quien no puede distinguir los colores o tiene una deficiencia visual, nada demasiado grave y que acepta su limitación sin mucho drama porque si algo no era Pedro Martínez era dramático.  
descarga la revista en la mesita y se retira afuera de la sala donde lo recibe una calle poco transitada en cuya esquina una señora vende cigarrillos y dulces dispuestos ordenadamente en un carrito de bebé. Lleva una gorra vieja con un logotipo blanco a medio borrar. Al frente prospera una panadería. El olor del pan y de los pasteles recién horneados se impone sobre el humo de las chimeneas, y el hollín adherido a las aceras, a los muros, a los pulmones.

En la sala de espera del psiquiatra la empleada de oficios varios contempla las huellas de Pedro en el piso. Se le parecen a esos diseños que –vio en la televisión–, hacen los extraterrestres en los trigales.